Cuestión de conejos

Me gustaría que Inriquito me contara a qué se dedica cuando afirma que se va a pasar unos días por allá afuera. Por allá afuera es el universo, exceptuando mi casa. Nunca se lo he preguntado, en parte porque tampoco me interesa en exceso y por otro lado, nuestra relación cordial no puede sufrir menoscabo por inquisiciones  y cotilleos que tan sólo buscan satisfacer mi curiosidad.

Desperté a una hora que no podía precisar. No había iluminación ni dentro ni fuera del piso. Lo más sensato y atinado me llevó a imaginar que me situaba en el rango horario que separa la tarde de la noche. No me equivoqué, el reloj de la cocina (el único que funciona) indicaba las nueve. Mi garganta seca y mi cerebro gelatinoso me abocaron sin piedad hacia el estante donde descansa la provisión de bebidas. Sólo quedaba ron y pensé que un desayuno bien merece un trago de ese ambarino líquido caribeño.

Me llevé la botella conmigo y me repantingué en el sofá. Entre trago y trago rememoraba el éxito, contra todo pronóstico, que obtuve en la campaña con la farmacéutica afgana. Mi madre supo negociar un buen precio. Me reveló la cifra, pero para que mentir, se me ha evaporado completamente. De todas maneras, no vi ni un clavel. Con esa simpatía que la caracteriza, me soltó que ya que los clientes los buscaba ella, que mi vida (apostillada con el apelativo de «mierdosa») me la pagaba ella y que mis proyectos distaban años luz de lo políticamente correcto y de una postura empresarial apropiada, no consideraba desatinado ni poco decoroso atesorar el cien por cien de las ganancias. No mencionó nada acerca de mis puestas en escena, denominadas en el mundo de la publicidad  presentaciones. Me premió con ese detalle.

Creo que el sopor lo alcancé antes de finiquitar la botella. Mi madre me da mucho sueño, me aburre.

 

El sonido del teléfono me sobresaltó mientras babeaba sobre los cojines del sofá en una postura nada pudorosa. Como no podía ser de otra manera, no llegué a tiempo. La paciencia del interlocutor parecía limitada. No me moví de donde estaba, seguro de que mi madre volvería a la carga. No me equivoqué. Tardó dos minutos.

—¿Qué haces?

—Hola mamá. ¿No te apetece una conversación intrascendente?

—Estabas durmiendo, seguro.

—¡Por el amor de dios! Son las doce de la mañana. ¿Qué esperas que haga a estas horas?

—La respuesta es tan amplia que ni la voy a comenzar. Tengo un posible trabajo para ti.

—Olvídalo. No estoy dispuesto a trabajar gratis.

—Esta vez se trata de un cliente de fuera de la ciudad —respondió desoyendo mi réplica.

—No.

—¿Ni siquiera te interesa saber de qué se trata?

Opté por callar.

—Aunque todavía se me escapa, tu última locura resultó un éxito. Vamos hombre, aprovecha esta buena racha.

—Mi buena racha no se aparta un ápice de su camino.

—¿Las once de la mañana te parece muy pronto?

Volví a callar.

—Ya me figuraba que no. Puntual, en la puerta.

Esa es mi madre, un dechado de  consideración y entendimiento.

 

La llamada me alteró de tal modo que me obligó a salir de casa; la alteración y la falta de combustible. Mientras me dirigía al súper, caí en que  no andaba sobrado de fondos. Aprovecharía el viaje en ciernes para pedir a mi madre un adelanto. No se podría negar. Me estaba explotando. Ella lo sabía.

*****

Para no perder la costumbre, me desperté con el tiempo escaso para adecentarme como mi “hacedora” hubiera soñado. Desconociendo por completo la época del año en la que me encontraba, removí apresuradamente mi caótico armario. Tan solo hallé un bañador. No detecté camiseta alguna. Me abalancé al cesto de la ropa sucia e inspeccioné prenda por prenda. Ni siquiera yo fui capaz de vestirme nada de lo que ahí se almacenaba desde semanas atrás. Con el bañador puesto y unas chanclas playeras corrí al perchero. Encontré una chaqueta de chándal en un estado medianamente presentable. De esa guisa bajé hasta la calle, en donde mi amada progenitora me aguardaba con el motor del coche rugiente, más ansioso que ella. Tuvo que quitarse las gafas de sol para cerciorarse de que la visión no era tal, sino la cruda realidad. No me pasó inadvertido que ella vestía un abrigo de piel (supongo que carísimo) que complementaba con un vistoso sobrero y unos guantes. Con un gesto vehemente me ordenó entrar en el coche. No abrió la boca hasta que  abandonamos la ciudad.

—Pablo, sabes que no me quiero enfadar, pero contigo es misión imposible. ¡¿Te crees qué vamos a bañarnos a la playa en pleno mes de enero?! ¡¡¿O ES QUÉ ACASO HAS TOMADO ESTO POR UNA FIESTA DE CARNAVAL O UNA DESPEDIDA DE SOLTERO?!!

—Es lo único que he encontrado limpio.

—Ni siquiera te has duchado, so cerdo. Y hueles a alcohol que apestas.

—No me has dado tiempo. Me avisas siempre con muy poca antelación.

—Toma.

Me metió un chicle de clorofila en la boca.

Cuando se le paso el cabreo, me detalló, con la frugalidad y exactitud de vocabulario que la caracterizan, de qué iba aquella excursión. Nos dirigíamos a un pueblo sito en una sierra aledaña a la ciudad, Sotillos del Corral. La economía del municipio descantaba casi en su totalidad en la ganadería y principalmente en las granjas. La calidad de la carne de conejo producida por esos lares se conocía a nivel nacional. Años atrás, las comunidades autónomas sufrieron algo así como una fiebre, durante la cual asignaron fondos propios y europeos a promover a ultranza las excelencias de la vida rural, sus bonanzas y costumbres. Se destinaron recursos a publicitar los negocios locales, a la señalización de senderos y a la creación de centros de interpretación. La comarca, en opinión de sus dirigentes, no había alcanzado las cotas de notoriedad deseadas. Encargaron una costosa campaña de publicidad a una empresa de Madrid, de la cual quedaron decepcionados, saliendo muy escaldados. Buscaban a alguien que comprendiera el espíritu que perseguían; que captara la manera de vivir de zonas tan aisladas, su modus vivendi; que cristalizara en efectivos carteles, videos y eslóganes la idiosincrasia del lugar. Esa era, en definitiva, la sencilla tarea que me aguardaba.

Me preguntaba, una vez más, cómo mi madre conocía la existencia de ese pueblo, su ubicación y a alguien que residiese allí. Enseguida recapacité y me dije que no quería saberlo. No deseaba que me explicara los laberínticos caminos que me habían montado en ese coche.

 

El pueblecito era realmente pequeño; aunque mis impresiones no merecían crédito alguno, dado que en los últimos veinte años no había salido de mi apartamento. Se habían citado en las oficinas del centro de interpretación con la presidenta de este y la alcaldesa. Al salir del coche casi me da un pasmo. Un frío intenso, estremecedor, me obligó a abrazarme con lastimera naturalidad.

La primera en acceder a la sala fue mi madre, quien saludo a las dos mujeres que aguardaban con una infusión cada una. Mi aparición creó en la habitación un sobrecogimiento que podría expresarse con una sola palabra, desconcierto. Mi madre urdió una patraña para nada verosímil. Soltó que yo no recordaba la fecha y que tuvo que ir a recogerme a la piscina cubierta en donde practico de modo regular natación. Nos ofrecieron algo caliente. Mi madre aceptó un café y yo, con arcadas contenidas, aseguré que me encontraba perfectamente.

La presidenta del centro, a la sazón concejala de desarrollo, no aportó ningún dato relevante que no hubiera escuchado ya en el coche. Y como en otras ocasiones, salí enfadado. No se mencionaron mis honorarios y la información fue somera. Lo único que me quedó claro fue el plazo, diez días. Eso sí, me concedieron total libertad para que presentara lo que me viniera en gana. El único objetivo consistía en colocar a Sotillos del Corral en el mapa.

En el viaje de vuelta apenas intercambiamos palabra. Paramos delante de mi portal, bajé y el coche arrancó.

*****

Me desperté con fiebre y un malestar que, a todas luces, indicaba que había pillado una pulmonía. Seguro de que el coñac me aliviaría, me arreé media botella como esperanzador alivio. La fiebre continuaba. Me pegué el día entero en el sofá tapado con una manta. El día siguiente no fue muy diferente. Las botellas se iban almacenando a mi vera. Necesitado de nutrientes, opté por una bolsa de cortezas, que engullí con más pena que gloria; la fatalidad me impelía.

No fue hasta el cuarto día que pude sentarme en la mesa y trabajar en el nuevo encargo. Esbocé cuatro ideas y, exhausto, volví al refugio del sofá.

Mi madre, raro en ella, tardó una semana en requerirme. Intuí que por fin había pillado eso de que no me gusta trabajar bajo presión.

—¿Cómo lo llevas?

—Me ha costado cuatro días superarlo.

—¿Superar el qué?

—Por tu culpa. ¿A quién se le ocurre llevarme a ese pueblo con temperaturas polares? Pues que pillé una gripe de cuidado.

La mujer estuvo a punto de sermonearme, pero se contuvo a tiempo.

—¿Tienes algo o no?

—Claro que sí. Sabes que siempre cumplo.

Y esa afirmación no se apartaba de modo objetivo de la realidad, aunque podríamos analizar los recovecos subjetivos inherentes y seguro que encontrábamos alguna desviación.

 

El día convenido nos reunimos en el mismo lugar. Vestía como si perteneciera al Filo de lo Imposible. Un grueso y largo anorak impedía contemplar unos pantalones de pana sin apenas pana y unas John Smith negras del todo inapropiadas. Coronaba mi atuendo un gorro que recordaba a los tramperos de Connecticut. Hay que señalar que la calefacción en el centro atemperaba en exceso el recinto. Aun así, tan solo me desprendí de las manoplas de piel de vaca para extraer de la carpeta el boceto. Ni siquiera mi madre conocía el contenido de lo allí plasmado.

                                                                                                                                     

¡¡En cuestión de conejos, que no te la metan!!

En el centro de interpretación de Sotillos del Corral somos verdaderos profesionales.

Trae tu conejo y confíanos su problema

 

Se volvió a repetir la escena de estupor e incredulidad de precedentes presentaciones. La alcaldesa respiraba con dificultad y la concejala se excusó pretextando necesitar ir al baño de manera urgente. Mi madre no apartaba la mirada del cartel. Hubiera replegado velas, pero la necesitaba para volver, así es que no me quedó otra que aguardar el final del acto como un campeón.

Una vez regresó la concejala, pidió que saliera un momento, necesitaban un conciliábulo con mi madre, a todas luces mi representante y portavoz. Obedecí y, de pie en el pasillo, pude apreciar con meridiana claridad los gritos y salidas de tono de la alcaldesa, refrendada por la concejala. Cuando dieron la palabra a mi madre, esta intentó suavizar algo que ya se había acartonado y que su aspereza provocaba riesgo de quebranto. Sus dotes diplomáticas lograron arrancar a las anfitrionas una segunda oportunidad, achancando que su hijo pasaba por una mala temporada y que una medicación, en extremo fuerte y excepcional, le minaba las capacidades mentales.

Huelga decir el chaparrón que me cayó a la vuelta. No repliqué ni una sola vez. Sinceramente creo que el cartel era bueno, quizás algo atrevido, pero bueno. Si lo que pretendían era llamar la atención, no fracasarían con él.

Una vez más me vi en la penosa obligación de retocar una obra de arte. Una obra de arte  debe  dejarse como está. Cualquier modificación puede echarla a perder, puede borrar la espontaneidad con la que fue creada.

Lo primero que hice al llegar a casa fue meterme en la cama.

Eran las dos de la tarde.

*****

Mi apropiado atuendo impidió que los fríos y rigores de esa sierra de los demonios mermaran mi salud. Al día siguiente me desperté francamente bien. La resaca no me acompañaba. Me balanceaba en un precario equilibrio entre la sobriedad y la ebriedad. Decidí romperlo en favor de esta última. Tan solo fue necesario colocar en mi lado del columpio una botella de vodka. Con ella me senté delante del escritorio. Pretendía concluir cuanto antes con esa patraña. El disgusto del día anterior aún rebotaba en mi interior, chocando de modo nada saludable de un órgano a otro. Conseguí serenarme a base de tragos y en un momento dado, di en el clavo.

El plazo que nos concedieron fue de una semana. Me quedaban seis días de asueto. Esperaría que “la pelma” llamara.

 Eso ocurrió el quinto día.

—¿Qué lo tienes desde hace días? ¿No se te ha ocurrido llamarme antes?

—No.

—Claro, claro. Qué cosas tengo, ¿verdad?

Realizó una pausa, y si no la conociera diría que ensayada, para darse pábulo y protagonismo escénico.

—Intentaré que nos reciban mañana. Hay que mostrar cierta predisposición e interés.

Mi madre es muy persuasiva cuando se lo propone. Consiguió congregarnos al día siguiente. Como, por lo visto, tenían el día muy apretado, nos citaron a las nueve de la mañana. No contaré el madrugón que supuso para mí ese acto de inhumanidad. A pesar de que mi trayectoria hable en mi contra (conozco bien con quien me juego los cuartos, como suele decirse), de que pueda pensarse de mí que ni un tsunami sería capaz de crear más caos en mi vida y de que, de normal, inspiro poca o ninguna confianza, a pesar de todo ello, soy una persona (lo creo sinceramente) que es capaz de aprender de la experiencia. Vistos los excelentes resultados que para mi salud aportó la indumentaria de la postrera visita, repetí sin temor a caer en la monotonía.

 

Los rostros de ambas mujeres denotaban acritud y poca paciencia. Para mis adentros pensé que la reunión resultaría más breve que la anterior; una voz interior así lo aseguraba.

       Sin más preámbulos extraje el cartel corregido. Siendo precisos debo señalar que no existían correcciones. Me limité a añadir una frase complementaria al final. Desde mi modesto punto de vista, aportaban una nota humorística y desenfadada que de normal, hubiera provocado simpatías y cordialidad.

       El cartel definitivo quedó tal que así,

 

 

¡¡En cuestión de conejos, que no te la metan!!

En el centro de interpretación de Sotillos del Corral somos verdaderos profesionales.

Trae tu conejo y confíanos su problema.

Lo interpretamos a nuestra manera.

 

La tensión se palpaba. La concejala intentaba articular palabra pero no lo consiguió. La alcaldesa, roja de ira, se limitó a señalarnos la puerta. A punto de preguntar si les había gustado, mi madre me apremió con una colleja.

*****

Han pasado dos meses y no he sabido de ella. Puede que se enfadara, al menos, eso creo. Quizá fue una campaña algo atrevida, puede que en cierto modo soez, aunque tratándose de conejos me reitero en mi buen gusto y puntería.

 Lo cierto es que no me disgusté en absoluto. Total para lo que iba a cobrar, me daba exactamente lo mismo. Dejé que los días pasaran y que el bálsamo del alcohol me meciera hora tras hora, confundiendo narcosis y vigilia.

 

Y cuando la primavera  asomó en forma de radiantes haces de luz, luminosos y molestos, regresó Inriquito de donde fuera que hubiera estado. Como en otras ocasiones, no me apercibí de su presencia hasta que lo tuve al lado.

—¿Qué tal Pablo, cómo lo llevas?

Me sobresalté. Me pilló meando y el susto provocó que parte del orín manchara todavía más la tapa y el suelo.

—¡Inriquito, qué susto me has dado!¡Por dios!

Se echó a reír ante mi espontánea ocurrencia.

Me acompañó al salón y nos sentamos uno al lado del otro.

—¿Y a ti, qué tal?

—Bien, bien. A mí siempre me va bien. Soy el hijo de un dios. El provee y se preocupa de aspectos que me son ajenos. Yo me dedico a ir de aquí para allá.

Sin duda alguna serviría para la política. Que maestría en responder sin decir nada. Todo un actor, sí señor. Se comportaba como el hijo pijo de una familia acomodada y colmada de cualquier parabién necesario o no.

Lo puse al día de mi reciente fracaso. Su rostro me indicó que no aprobaba en absoluto tamaños dislates. Además de pecaminosa, esa publicidad atentaba contra el buen gusto y atacaba directamente a las mujeres, con un mensaje claramente machista.

A mí se me escapó un «¿Ah, sí?», y reconocí que no lo entendía. Inriquito confesó, a renglón seguido, que no le extrañaba, que sumido en esa pocilga, apartado del mundo, inmerso en una espiral de autodestrucción, lo raro es que me acordara de hablar y de escribir. No fui capaz de objetar. Di la callada por respuesta.

No sé si para consolarme o para intranquilizarme y humillarme más, me dijo que había decidido dedicarme unas semanas, apartarse de su ocupada rutina y premiarme con su compañía. Debía de poner en marcha, cuanto antes, un plan de choque para que no me desmoronara y me precipitar al abismo más oscuro y profundo que el ser humano sea capaz de imaginar.

No se lo agradecí. Recibí la noticia como un castigo. Y recordando que ya hacía meses que había convertido el agua en vino, lo dejé solo en el sofá y me amorré al grifo de la cocina.

Me propuse no pasar ni un solo segundo sobrio en su presencia.

 

FIN

Autor: Miguel Angel Salinas   
 
 
                                                                 

 

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