Estaba despojándose de su abrigo y sombrero, cuando de reojo percibió algo nuevo sobre su mesa, un informe. Antes de sentarse se preparó un café. Maldijo al percatarse de que la leche se había acabado. No quiso alterarse de buena mañana. Con el café solo, quemándole las manos, se sentó. Salpicó ligeramente la carpeta al remover el azúcar con más fuerza de la debida. Dejo en paz la cucharilla. Dio un sorbo y frunció el ceño en señal de desaprobación.
El informe reflejaba un caso de asesinato. Ofrecía visos de involuntario. Robo con escalo. Una anciana fue hallada muerta en el salón de su casa. Esta, completamente revuelta, inducía a pensar que el o los responsables del delito fueron a buscar algo en concreto.
Para no abotagarse, volvió a levantarse sin haber acabado el café y se dispuso a desplazarse hasta el domicilio del hijo. Lo llamó por teléfono y este le indicó que se dirigía a su trabajo. Dada la hora, de la cual no se había apercibido el inspector, el susodicho se encontraba de camino hacia él. Anotó la dirección y puso rumbo hacia allí.
Conforme conducía reparó en que el polígono industrial al que se dirigía se ubicaba a los pies de la urbanización en donde residía Pancracio. Sopesó la idea de visitarlo al finalizar su cometido.
Le sorprendió lo confortable de las oficinas en comparación con el aspecto exterior de la nave. Reprimió una punzada de envidia al establecer una comparación inevitable con su lóbrego despacho. El hijo lo recibió con premura. Aseguró que acudió al trabajo nada más que para dejar claras unas directrices para la jornada. Debía de encargarse junto con su hermana de las diligencias y trámites del funeral.
En resumidas cuentas le contó que su madre solía guardar sumas nada desdeñables de dinero en la casa, amén de alguna que otra joya de elevado valor. Asimismo le aclaró que su madre era muy dada a no mantener la boca cerrada. Que departía a discreción cualquier tipo de detalle acerca de su vida. Que le gustaba hablar por los codos y que cualquier maleante la pudo escuchar en el supermercado, en la escalera o en la puerta de la calle. El inspector le comentó la posibilidad de un caso de homicidio involuntario. Tan sólo había visto las fotos, más tarde acudiría a la escena del crimen, pero todo apuntaba a que los asaltantes la debieron de empujar en un forcejeo y ella cayó con tan mala suerte que se dio con la esquina de la mesita. Unas evidentes manchas de sangre sobre esta así lo reflejaban. El hijo asintió dando por buena la teoría. A él tampoco se le ocurría nada diferente.
Salieron a la par de la nave. El inspector, olvidándose por completo de Pancracio, se dirigió al lugar de los hechos. Varios compañeros del Cuerpo ocupaban el rellano y las dependencias del piso. Echó un somero vistazo y nada que no hubiera observado en las fotos le llamó la atención. Consideró más importante interrogar a los vecinos. Tras hablar con un buen número de ellos, las opiniones acusatorias convergían hacia el cuarto A. Este lo ocupaba un matrimonio mudado al inmueble unos ocho meses atrás. Eran los nuevos del bloque. Los vecinos sospechaban del marido. Convenían en destacar sus extraños horarios. Madrugaba mucho, a veces iba a comer, otras no. Generalmente llegaba muy tarde. A la mujer no le conocían ocupación. Coincidían en considerarlos como una familia en situación precaria, con muchas carencias («sólo hay que ver como visten») y con bastante poca afinidad de gentes. Sin ser antipáticos los definieron como poco sociables.
De vuelta a su despacho, intenta poner orden a los testimonios de los entrevistados. En su opinión, siempre humilde y con los pies en el suelo, el que los “nuevos” las pasaran canutas para llegar a final de mes, ni mucho menos los convertía en culpables, aunque sí que abría una posible causa de robo.
Antes de citarlos en comisaria, pasaron dos días. Seguro de que ese matrimonio bastante tenía con lo que tenía, quiso asegurarse de que sus hombres no hallaban una pesquisa más sólida, algún chivatazo sobre venta de joyas. Un rápido repaso al historial de los delincuentes más comunes en la ciudad no le reportó un indicio adecuado para desviar su atención. De todos modos, el montante sustraído, no debía de llegar a dos mil euros. Una cantidad tan pequeña resultaba indetectable y nada alarmante a los ojos de la ley.
Siguiendo su habitual estrategia, consideró más práctico convocarlos por separado. La experiencia le mostraba que obtenía mejores resultados de charlas individuales que en conjunto donde, quizás, uno calla lo que no le apetece que oiga el otro.
Remigio reveló al inspector que trabajaba en dos empresas, una de ellas a media jornada. Así debía de ser si querían salir adelante. Su esposa, impedida por una lesión, tan solo podía desempeñar sencillas labores domésticas. Le imploró que por nada del mundo se lo trasmitiese a su mujer. El inspector asintió con un movimiento de cabeza.
Por la tarde se reunió con Palmira. La mujer, entró en el despacho cohibida, como si un convencimiento de que jamás abandonaría semejante lugar la poseyera. Ante la sorpresa del inspector, esta le confiesa que sabe lo de los dos empleos de su marido. Que él piensa que ella cree que mantiene un romance y que por eso llega tan tarde todos los días. El inspector no puede evitar esbozar una sonrisa. Le hace firmar la declaración y la acompaña hasta la puerta.
Hubiera sido más profesional aguardar unos días más, quizás unas semanas, pero el inspector Castro fue consciente de inmediato de que un caso más se le escapaba. Sufrió por enésima vez en sus carnes la dureza de la derrota. No hallaría ni pistas ni testigos. Decidió archivar el caso.
El informe acababa con una referencia, más bien reflexión, hacia el matrimonio origen de las infundadas sospechas.
Y ella finge que se lo cree desde que se casaron, poco más o menos.
Él intenta disimular el olor de sus ropas, su más que variable estado de ánimo y resta importancia a las horas tardías a las que llega, esgrimiendo las más endebles excusas.
La mentira, aunque increíble, se sostiene de manera precaria al paso de los años. La pena de un día se solapa con la aflicción del siguiente.
Remigio, el marido, prefirió infundir la sospecha de un romance antes que confesar que desempeñaba dos trabajos. Palmira optó por disfrazar la realidad.
No resultaba fácil compaginar pobreza, despecho simulado y adoración hacía su marido.
FIN