Llegó la hora

El inspector Castro se recupera lentamente de sus lesiones. En su opinión, muy lentamente. En opinión de Beatriz, optimista y favorablemente. Sin dudar, el criterio válido es el de ella. El inspector no fue consciente de lo cerca que anduvo de la muerte. Su mujer sí. Padeció cada segundo que lo contempló postrado como un vegetal.

El inspector se ha acomodado de modo increíble a una vida hogareña y sin sobresaltos. Una vez abandona la rehabilitación, dedica gran parte de las mañanas a la lectura. Se refugia en su estudio y, apoltronado en su sillón con orejeras, se imbuye en cualquiera de los muchos libros pendientes de leer que acumula. Después de comer, suele pasear con Beatriz por el barrio. Esta costumbre, tardíamente adquirida, beneficia a ambos en la salud física y mental. En el momento en que Paola y Lucía llegan del cole, la película cambia de medio a medio.

Dispone de muchas horas libres para meditar y darle vueltas y más vueltas a casi todo. Se carcome por la cantidad de faena pendiente que le aguarda en su despacho. En no pocas ocasiones, ha debido de apartar el libro de turno apoyándolo en su regazo. Retazos de informes le surgen de improviso y tamaña interferencia lo obliga a concentrarse en ellos. Al final decidió colocar una libretita y un boli en la mesa auxiliar aledaña, no podía dejar de anotar ideas, estrategias y pasos a seguir en algunas investigaciones. En más de una ocasión llamó al comisario para ofrecerle directrices de cómo proceder en asuntos estancados. El comisario se lo agradecía con una sonrisa en los labios, pensando que ese hombre jamás cambiaría.

 

Al paso de las semanas y los meses, el inspector experimenta una sensación de paz y placer en cuya existencia no había reparado jamás. De forma paulatina fue amoldándose a esa vida de retiro, a las rutinas inocentes carentes de pretensiones, más allá de la necesidad o el disfrute. Y ocurrió una mañana mientras desayunaba. Las chiquillas ya habían marchado al cole.

—Voy a ir a la comisaria dentro de un rato.

Beatriz lo interrogó con la mirada.

—Necesito ver cómo va todo por allí.

Ella  no respondió. A punto estuvo de apostillar que no se le había perdido nada en ese edificio, pero se contuvo a tiempo.

Beatriz temía que esa felicidad alcanzada, no exenta de sufrimiento, se fuera a pique. Temía que su marido volviera al tajo. Si hubiera sabido que el propósito del inspector se alejaba de ese fin tanto como los extremos de la galaxia,  hubiera gritado de alegría.

 

Tras una larga y entrañable conversación con el comisario, entró en su despacho por última vez. El comisario le repitió varias veces si estaba completamente seguro. Él le respondió cada una de ellas que no, que jamás había actuado con tanta inconsciencia como en ese momento. Se sentó en su sillón y se dedicó a recorrer con la mirada la austera, triste y fría habitación. Desnuda de ornamentos y de cariño. Ese despacho solo lo habían ocupado sus casos y él. Constituyó su refugio y el único lugar en el cual podía pensar y razonar. Fue hacia la ventana, a menudo empañada y llena de polvo y suciedad. Como tantas otras veces, pasó la mano e intentó mirar a través de ella. Y se alegró al comprobar que lo único que acertaba a distinguir era su rostro deforme y manchado. Como siempre.

No se llevó nada, excepto la carpeta que contenía los casos que nunca logró resolver. Los únicos recuerdos que anhelaba conservar los guardaba dentro de su privilegiada cabeza.

 

Antes de volver a casa, le apeteció visitar a Pancracio. Fue sin avisar, corriendo el riesgo de que el detective se encontrara ausente. Se topó con él en el jardín. El detective se entretenía recortando unos setos

—¡Inspector, cómo me alegro de verlo! Saca usted un aspecto excelente.

—Gracias muchacho.

El detective dejó las herramientas sobre el césped e invitó al inspector a que entrara. Preparó una cafetera y se acomodaron en el sofá del salón.

El inspector le confesó que venía de renunciar a su puesto, había solicitado la jubilación. Su salud había recobrado los niveles acostumbrados tras la convalecencia, pero aportando una pizca de teatro, su larga baja constituyó una razón bastante plausible para adelantar la edad de jubilación. El detective le preguntó en qué iba a emplear el tiempo a partir de ese momento. Fue entonces cuando el inspector colocó la carpeta encima de la mesa.

 

Beatriz recibió la noticia con un gozo que casi le arranca el corazón de cuajo. El inspector se reía como nunca lo había hecho.

Sus hijas nunca perdieron el hábito de leerle un cuento todas las noches y darle un beso antes de acostarse. Beatriz aguardaba impaciente esa tierna y protocolaria costumbre tras la puerta.

Algunas noches, ella le contaba otro tipo de cuentos para adultos. Cuentos no leídos, sino representados. Él se quejaba de que ya no estaba para esos trotes y que le iba a descoyuntar la columna.

Beatriz se reía y le pedía que se callara.

 

FIN

 

Autor: Miguel Angel Salinas   

 

¡¡Suelta lo que llevas dentro, desahógate!!
 
                                                             
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