Orificios de escape

 

El inspector Castro, Antonio Castro, del Departamento de Homicidios de la ciudad de Corlan, se despierta descansado y con la mente clara. El inspector Castro recuerda sobremanera a Lee J. Cobb en el papel de detective, en la película El Exorcista. Luce el mismo bigote y su complexión guarda similitudes asombrosas.

Se recrea acicalándose, conversando con su esposa y disfrutando del desayuno con sus hijas. La escena representa una rara avis en las costumbres familiares. El inspector Castro no desayuna de normal, tan sólo toma un café mientras se viste, busca la placa, se enfunda la raída chaqueta de franela y  se desespera localizando las llaves y el móvil.

Pero ese día, por la razón que sea, ha decidido saborear un café con leche acompañado de sus hijas y de su mujer, sintiéndose un forastero y ninguneado por cada una de ellas. Se fija en los muebles de la cocina y en el exprimidor automático. La escena le extraña y confunde; se molesta por ello. No repara a menudo en un nimio y a la vez infinito detalle, posee una familia. Mucho más que eso, un hogar en el cual se siente feliz, querido y esperado.

Reiteradamente se plantea abandonar ese trabajo que tantas horas del día y de la noche le absorben. En el instante subsiguiente se desdice como un tonto autómata; parte de la dicha que lo envuelve la halla en su profesión. Le gusta y percibe que es bueno desempeñándola.

Se despide de Beatriz dándole un beso en la frente, beso que ella acepta como un obsequio. Se despide de Lucía y Paola sin aproximarse a ellas, pidiéndoles que se porten bien. La rogativa la recibe la audiencia con curiosidad, sin comprender su fondo y significado.

 

Su despacho en comisaría se ubica en la cuarta planta. Es este un espacio austero, sin ornamentos ni nada que le distraiga. La ventana da a un amplio y deprimente patio interior, que recuerda a grandes rasgos a los edificios de los países del este de Europa, funcionales, rectangulares, rancios y fríos, muy fríos. El inspector Castro encuentra inspiración y disfrute mirando a través de la ventana, mirando sin ver, advirtiendo quizás el vaho formado por su aliento o por el contraste de temperatura entre el interior y el exterior.

Nada más llegar y tras repasar en su agenda el orden del día, se centra en un espinoso asunto pendiente que lo martirizaba. Tras dos semanas de estrujarse el cerebro no había logrado descifrar cómo un preso consiguió evadirse de prisión. Su rostro, reflejado en el cristal no le aportó pista alguna. El aparatoso sonido del teléfono, que descansaba sobe la mesa, lo arrancó del cruel ensimismamiento al que estaba sometido. El comisario lo requería de inmediato.

Atravesó el largo pasillo y subió a la quinta planta por las escaleras. Conocía de antemano el motivo de la llamada. No erró en su pronóstico. El Comisario lo apremiaba para que resolviera el enigma. No encontraban al fugado por ningún lado. Nadie lo había visto, carecían de pistas acerca de su paradero y ni siquiera la colaboración ciudadana, tan útil en algunos casos, les arrojó información de interés. El comisario se ratificaba en el convencimiento de que averiguar el modo en el que huyó los llevaría de manera unívoca a dar con su escondrijo. El inspector aseguró que no dormía pensando en ello, que le angustiaba la circunstancia. El comisario confiaba plenamente en el inspector. No quiso presionarlo más de lo que sus superiores le requerían.

Volvió a su oficina, cogió chaqueta, abrigo y sombrero y partió rumbo a la cárcel.

 

Preguntó por el alcaide y este lo recibió sin demora. Deseaba zanjar el asunto tanto como él.  Su profesionalidad quedaba en entredicho y su cargo pendía de un hilo. Desde que se construyó ese moderno presidio, treinta años atrás, no se conocía fuga alguna ni mácula reseñable en cuanto a su seguridad.

Sentado enfrente del alcaide, reconocía que ese despacho, a pesar de hallarse en semejante lugar, resultaba mucho más confortable que el suyo. Tan sólo las vistas le minaban atractivo. Departieron durante una larga media hora y regresaron al punto de origen, a la nada, al desconocimiento, al asombro y a la impotencia.

El inspector Castro le pidió que le enseñara una vez más los zapatos del fugado. El día de autos, fue lo único que quedó de él en la celda. El alcaide extrajo de un armario metálico una bolsa precintada y la entregó al inspector. Este pidió permiso para abrirla. El alcaide se lo concedió con un movimiento de cabeza.

Tomó uno de ellos, el más viejo y gastado, y lo giró para estudiar la suela. Un agujero del tamaño de una moneda llamaba poderosamente la atención del inspector. Se quedó embelesado contemplándolo. El alcaide llegó a pensar por un momento que se había  dormido o que había sufrido una parálisis.

Tras cinco largos minutos, el inspector levantó la cabeza y manifestó satisfecho que había dado con la solución. Llegó a una asombrosa explicación, basada únicamente en la observación.

Restos de fibras textiles, pellejos de piel y gotitas de sangre adheridos a los agujeros de las suelas evidenciaban, en su opinión, que el preso se fugó atravesando, no sin esfuerzo,  esos angostos y lastimeros orificios. Con la vista clavada en el cansado rostro del alcaide, intentó animarlo: «¡Descalzo y sin recursos no llegará muy lejos!», exclamó ufano.

El alcaide, no sin cierto sonrojo, puntualizó que los uniformes ya viejos, deformes y deshilachados, exhibían desde hacía semanas evidentes rotos, por los cuales el preso podría seguir huyendo.

Conocer la solución desencadenó un sentimiento de derrota  abrumador.

 

Cuando abandono la penitenciaría, decidió no volver al trabajo. Deseaba la compañía de Beatriz en ausencia de las chiquillas, antes de que volvieran de la escuela. Necesitaba consuelo y alguien que lo quisiera por un ratito.

Había resuelto el caso, pero jamás darían con el preso fugado.

 

FIN

 

Autor: Miguel Angel Salinas   

 

¡¡Suelta lo que llevas dentro, desahógate!!
 
                                                             
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