El inspector Castro se asfixiaba en su despacho. Acababa de escampar y unos tímidos rayos intentaron penetrar a través de su ventana. La suciedad acumulada ofrecía una férrea barrera que no resultó suficiente ante la insistencia de la luz que, impertinente y tozuda, ganó la batalla.
Reclinado en su desgastado y raído sillón de escay, se vio en la obligación de mover la cabeza al ser molestado por la repentina aparición de los rayos. El destello lo levantó como impelido por un resorte, atrayéndolo hacia la ventana. Intentó limpiar el vaho con la mano pero tan solo consiguió arrastrar la porquería acumulada y mancharse la palma. Como en tantas otras ocasiones una necesidad de respirar la contaminación de las calles lo condujo al exterior.
Siempre melancólico, barruntando y dándole vueltas sin cesar a casos inconclusos, consideró que estirar las piernas como modo de distracción le sentaría bien. Atravesó la calle Mayor y se adentró en el Casco Viejo. Le encantaba callejear. Esa costumbre, que tanto disfrutaba con Beatriz, se quedó en el camino con el paso de los años. Llegó un momento en el que prefería pasear en soledad que sufrir la desgana de su esposa, más proclive a regodearse de la vida en familia dentro de casa.
El inspector Castro paró delante de una librería con solera. Esta se dedicaba casi exclusivamente al mercado de segunda mano. Al inspector le atrajeron en su día las novelas del género negro, pero conforme la profesión se fue apoderando de él las fue encontrando poco gratas. Demasiado debía de soportar en su rutina como para encima verse reflejado en una historia de ficción.
Prosiguió su deambular y al pasar delante del restaurante Poncio, decidió entrar a tomar un tentempié. Se acomodó en una esquina de la barra y pidió una pulga y un café con leche. Buscaba en lo material soluciones a lo etéreo. Como método para engañarse no estaba mal, aunque sabía que parchear la realidad significaba una solución pasajera.
El inspector, observador avezado, reparó en un detalle curioso. El camarero que le atendió desviaba de forma muy discreta dinero a su bolsillo. La costumbre, seguramente puesta en práctica desde largo tiempo atrás, le debía reportar un mezquino pellizco al cabo de la semana. La estrategia resultaba simple, todo dinero que no tecleaba en la máquina registradora no existía. Cuando el inspector pidió que le cobrara, quiso su tique; aseguró necesitar un justificante del gasto para su trabajo. Al salir a la calle se sintió, en cierto modo, reconfortado. Creía haber contribuido a evitar una ratería, un delito insustancial.
Puso rumbo a comisaría. Descubrir las artimañas del camarero lo sumió en una preocupación añadida: ¿Cuántos insignificantes actos ilegales debían de existir en su ciudad al cabo del día? ¿Cuántos de ellos pasaban desapercibidos? ¿La suma de varios de estos pequeños delitos igualaba a otros de mayor envergadura que guardaba en su carpeta? ¿Cuántos agentes de policía serían necesarios para subyugar toda la maldad, la ilegalidad y el pillaje existentes?
¿Los mendigos y pedigüeños lo eran en realidad o fingían un estatus y una miseria alejadas de su contexto? En las postrimerías de la plaza Mayor se topó con un hombre hecho un guiñapo, que aseguraba, en un cartón toscamente escrito, que había perdido a su mujer, a sus niños, su trabajo y que sólo pedía para comer. El inspector Castro nunca daba limosnas por esa misma razón. No se fiaba de que la representación fuera eso, una pantomima. La pena que le causaba la escena no superaba su desconfianza.
Llegó al edificio y subió a su despacho. Lo encontró un lugar entrañable y familiar. La austeridad que lo rodeaba no lo desanimó, aun a pesar de que el sol había desaparecido.
Tras ese breve paseo por Corlan sintió su mesa como un refugio y su carpeta de casos pendientes como una medicina necesaria para continuar su anodina existencia.
FIN