Despertó y lo primero que notó fue una férrea inmovilidad. En segundo lugar un calor reconfortante. Beatriz lo abrazaba por la espalda. Ninguno se movía, ella por que dormía y él porque no podía. No deseaba romper el momento mágico.
Durante ese duermevela, mezcla de llave de judo y abrazo de oso, se fue desperezando paulatinamente. Fue consciente de que era sábado. El mero pensamiento lo llevó a cerrar los ojos con la estúpida intención de volverse a dormir y cerciorarse al volver a despertar de que no era un sueño; había logrado alcanzar el fin de semana.
Tras una dura semana en comisaría, se le antojaba un milagro acariciar el sábado en un estado físico y mental aceptable. No estaba seguro si Beatriz dormía o simulaba. Puede que representara el papel de bella durmiente tan solo por alargar un ratito más esos momentos de placer. Su marido era muy de levantarse de improviso y refugiarse en su estudio. A ella le apetecía llevar una vida en comunión, incluidas a las dos diablillas.
La respiración de Beatriz la delató. El inspector se giró para verle la cara:
—¿Llevas mucho rato despierta?
—No, no mucho.
—¿Te apetece levantarte?
—No.
Y así siguieron diez minutos más hasta que un chillido procedente del averno los obligó a moverse. Las niñas discutían acaloradamente por algo. Mientras Beatriz acudía a ver qué pasaba, el inspector bata en ristre, desfiló en visita obligada al baño y posteriormente bajó a la cocina. Al poco apareció Beatriz, un tanto sofocada. El inspector preparaba una cafetera y tostadas. Durante el desayuno, el comentario del inspector dejó muda a su mujer.
—¿Quieres que te acompañe a la compra?
Beatriz, en pausa, mantenía una tostada en el aire en precario equilibrio.
—Sí, claro que quiero.
—Se me ha ocurrido que para variar un poco, podemos desplazarnos al centro comercial y así las chiquillas pueden pasar el día más entretenidas.
Beatriz toco la frente a su marido.
—Efectivamente no tienes fiebre. Me estás empezando a preocupar.
Lo soltó sonriendo, en clara señal de que aprobaba el plan.
Beatriz muy hogareña, declinaba la balanza hacia la vida en familia, se desarrollara esta, dentro o fuera de casa.
—Pues ala, cuando acabes de desayunar subes y se lo dices . No te quejarás, te dejo para ellas lo mejor, las buenas noticias.
El comentario escondía una crítica soterrada hacia su conducta como padre. El inspector jamás intervenía en trifulca alguna, no levantaba la voz, ni llamaba al orden a sus hijas. Debía de ser Beatriz la que interviniera como la mala de la película; estaba harta y cansada. Como le repetía hasta la saciedad, «además de marido, eres padre».
Beatriz oyó desde la cocina unos grititos de júbilo y no tardaron más de medio minuto en bajar ante su presencia. Le preguntaban si podrían comprarse esto y aquello. Beatriz respondió que no a todo. Lo más esperanzador que le arrancaron fue un «ya veremos».
El plan consistía en recorrer los pasillos, pisos y recovecos del Centro, adquirir algún capricho, comer de bocadillo y por último, sumergirse en el supermercado de la planta sótano. El inspector andaba al lado de Beatriz. De vez en cuando controlaban en donde paraban las niñas. En un momento dado, ella introdujo la mano en el bolsillo del abrigo de él. Entrelazaron los dedos y el inspector se estremeció. No acostumbraba a tamaños rituales. Beatriz sonreía feliz.
De repente, ella se desprendió y se metió en una tienda. Él no sabía qué hacer. Parecía un extranjero en tierras remotas. Su mujer y sus hijas lo habían dejado a la deriva, en medio de toda la marabunta de gente que lo arrastraba como harían las corrientes marinas y los vientos alisios. Decidió apoyarse en la barandilla desde donde contemplaba el bonito hueco ovalado, que permitía examinar la magnitud de esa obra faraónica del consumismo. Allí apoyado logró alcanzar un estado de gracia, un visionario sentido desconocido por él hasta el momento. El abismo que lo separaba de la planta baja lo transportó a una futurible vida una vez alcanzada la jubilación. Encantadores momentos junto a su familia, no apartándose un ápice de las costumbres de otras familias; practicar el consumismo y buscar la felicidad a través de este y de otros medios todavía más artificiosos. Se mareó. Tuvo que girarse y apoyar la espalda. Pero la curiosidad lo pudo y se volvió a girar, como si ese enorme hueco fuera una bola de cristal en la cual se reflejara su vejez.
Por otro lado, reconoció que el puntito de placer que notaba en el bajo vientre desde que se levantó no podía, no debía de engañarlo. Le gustara o no, debía de admitir que la felicidad lo envolvía esa mañana. Era un hecho. Pero en el abismo también vislumbró ratos en soledad con Beatriz, todos los días que les restaran de vida. Se asustó y volvió a marearse. Se giró de nuevo e intentó aparentar que no regresaba del infierno.
Su cara se cruzó con la de Beatriz.
—¿Te pasa algo? Parece que hayas visto a un fantasma.
—No, nada. Que me he asomado aquí y me he mareado un poco.
—Toma, te he comprado esto.
El inspector cogió la bolsa y extrajo de ella unos guantes de ante marrones.
—¡Vaya! Qué detalle. Mis queridos guantes de cuero los tengo agujereados.
—Lo sé. Por eso te he comprado estos. ¡Vamos, pruébatelos!
El inspector se los puso. La talla era perfecta, el tacto muy suave y el estilo cuadraba a la perfección con el resto de la indumentaria.
—Ya no te los quites.
—¿Qué hago con los viejos?
—Dámelos.
Y Beatriz, sin ningún tapujo, los arrojó a una papelera.
El inspector fue a protestar. No quería desprenderse de ellos así, tras tantos años de apego. Se entristeció como si se hubiese tratado de un entierro sin ceremonia. Como si Beatriz hubiera tirado un cuerpo humano a la basura.
Los guantes nuevos entre sus dedos le provocaron nuevas e inquietantes reflexiones acerca de lo volátil y perecedero de casi todo lo que nos rodea. Creyó intuir, aunque puede que retorciera demasiado las cosas, que el regalo de Beatriz escondía una moraleja, una paradoja, un acertijo, un símil en definitiva, entre su vida y los viejos guantes. Puede, y solo puede, que le quisiera demostrar lo sencillo que resulta despojarse de lo usado, de las rutinas, de lo establecido, para dar paso a una nueva etapa. Ser consciente de que esa decisión resulta de lo más natural y conveniente.
Beatriz propuso ir al encuentro de sus hijas. Mientras ella lo cogía del brazo y notaba como los dedos ya se habían acostumbrado a su nueva funda, giró la cabeza y contempló con pesadumbre como se alejaba cada vez más de esa papelera que mancillaba a sus ya añorados guantes.
Los hubiera ido a rescatar si Beatriz no hubiera estado presente.
FIN