El hombre de la vista escasa

El hombre de la vista escasa

 

En un pueblo de la Cataluña profunda, dedicado fundamentalmente al cultivo de la aceituna y consiguiente industria del aceite, vivía Ignás Tigmático. Hombretón destartalado y más bien guarro, que no vislumbraba demasiadas aspiraciones en el horizonte. A pesar de la dedicación y principal economía de la región, el envasado y venta de aceite, obtuvo un puesto, ya de joven, en el híper Métrope. Desempeñaba su trabajo de forma feliz; le pagaban regularmente y no sostenía sobre sus hombros apenas responsabilidades. Cuando volvía a casa, se dedicaba a su afición favorita, la cataratelia. Ignás pasaba horas y horas agrupando sus cataratas, clasificándolas y endosándoles etiquetas y marcas identificativas. Las obtenía en sobres de cinco unidades, que adquiría en la librería por el módico precio de cuarenta y cinco céntimos de euro. A veces, su amiga Francisca,  oftalmóloga para más señas, le proporcionaba casos raros que había eliminado a sus pacientes. Distinto camino para ampliar su colección, consistía en el intercambio con otros aficionados, bien personalmente, bien por correo, bien en los típicos mercadillos y ferias donde todo se compra y se vende.

En su vida social, más bien escasa, tan sólo contaba con dos amigos, el Pere y el Pau, ambos sosos y poca sustancia, con menos luces que un día sin sol. Pero el Ignás se conformaba con poco. Por otro lado, como veía menos que tres en un burro, no reparaba en la “formidable” compañía que lo rodeaba.

El Pere y el Pau eran, uno agricultor y el otro envasador (no me refiero a que fuera diplomático). No resulta trivial, ni siquiera un detalle insustancial, mencionar que el primero era hetero y el segundo homosexual.  El Pau nunca se lo hubiera montado con el Pere, no por que no le gustara, sino porque luego entre colegas, ya se sabe, no vuelve a ser lo mismo.

 

La rutina en la localidad de topónimo Fuet-oil, se desarrollaba por los derroteros de la insignificancia y la insipidez más anodina. Todo lo que se hiciera, aunque fuera nuevo, daba la impresión de haberlo llevado a cabo un millón de veces, y caía en la rueda cansina y lenta de la monotonía. ¿Qué se podía hacer que no fuera ver la televisión, beber (en casa o en el bar), practicar cualquier actividad sexual con personas animales o cosas, leer libros o revistas, o hablar con los amigos en la plaza? Bien pocas cosas más. Una de ellas, extraña para la mayoría, la práctica de cualquier  deporte. Al Ignás, socarrón en ocasiones, se le vino a la cabeza que él tan solo se veía capaz de ponerse ciego, con lo cual, aparte de poco meritorio, le llevaba a una de las actividades nombradas y considerada como aburrida. El Pere le metió una colleja tras esa ocurrencia tan mala y jugaron un rato al “Quién ha sido“. A pesar de que sólo había dos nombres que adivinar, repasó todo el censo, por alargar un poco ese raro momento de diversión.

Al ser una comarca de interior, las estaciones impactaban de un modo más extremo y en invierno hacía un frío de mil demonios. Temporadas que  no soplaba la tramontana, resultaban más o menos llevaderas; sin embargo en los días de viento cortante, no había quien saliera a la calle. Esta incomunicación, unida a la “variada oferta de ocio“ ya mentada, convertía el invierno en un período que se antojaba más largo de lo que en realidad era. El bar, el único existente, representaba la salvación en esta estación. Allí se congregaban un buen número de vecinos, sobre todo por las tardes, al caer el sol.

 

Una de esas tardes,  el Pau se entretenía echando una partidita de dominó. Al levantar la vista para pedir otra ronda, reparó en un fornido joven subsahariano que, sin lugar a dudas, había llegado a la zona de temporero. Pau sintió un molesto e inquietante cosquilleo en la entrepierna que lo obligó a abandonar la partida;  no conseguía concentrarse. Se acercó a la barra y se situó estratégicamente al lado de Whmd con intenciones nada inciertas. Muy pronto se dio cuenta de que la barrera idiomática le iba a dificultar la labor de profundizar (en el buen sentido de la palabra) en su relación con el foráneo. Cuando consiguió conocer el nombre, y es lo único que consiguió arrancarle de la boca, lo primero que pensó es si en ese idioma existían las vocales. Como no lo sabía, le propuso que a él, en vez de llamarle Pau, lo podía llamar P, así le resultaría más próximo y menos trabajoso acordarse de una palabra como Pau, con nada menos que dos vocales.

Después de este poco fructuoso encuentro, P empezó a cultivar su amistad, siempre con un objetivo fijo, el conseguir pasarse a Whmd por la piedra. El africano no debía percatarse de la jugada, o si, vete tu a saber, pero le cayó bien P y le seguía la corriente. P, cada vez  más animado,  creía que pronto llegaría el momento de comunicarle a Whmd sus aviesas intenciones. Además, su conversación resultaba ahora más fluida. A parte de los nombres respectivos, Whmd  pronunciaba aceptablemente la denominación del pueblo, los días de la semana y las horas; pedía pan en la tienda y soltaba una extensa y nutrida colección de tacos. La mejoría de Whmd allanaba el terreno a P.

Y, aunque parezca difícil de creer, llegaron a enamorarse y fueron relativamente felices. Pero en cuanto empezó el sexo entre ellos, dejaron de avanzar idiomáticamente; y fue una lástima, ya que Whmd había progresado mucho.

Un buen día Whmd dejó a P plantado. La razón no quedó clara.  Whmd consideraba a P muy infantil y le aconsejó sin maldad que se esforzara por crecer. Así es que lo sacó a la parte posterior de la casa, consistente en una pequeña parcelita a modo de huerto y jardín, y lo medio enterró hasta un poco más arriba de la cintura. Añadió un poco de estiércol a su alrededor; en opinión de Whmd esa tierra, pobre en nutrientes,  poco podía ofrecer al todavía más exiguo Pau. No lo regó, de eso se encargarían las nubes, esa semana se presentó muy húmeda. Salió y nunca más lo volvió a ver.

 

El Ignás y el Pere, llegado el verano, lo echaron en falta. Se preguntaban si se habría marchado con Whmd a África. Decidieron ir a su casa y tras mucho llamar y mucho esperar, supusieron que allí no había nadie. Accidentalmente, el Pere se apoyó en la puerta y esta cedió y se abrió; así es que entraron. Estaba todo como siempre, es decir, hecho una mierda. Miraron por todas las habitaciones y hasta debajo de la cama. Cuando ya se iban, advirtieron un movimiento en la parte trasera. Salieron y allí contemplaron al Pau plantado. Desarrolló capullos en los sobacos y varias flores le crecían en la cara y en el cada vez más escaso pelo. Los brazos se apreciaban semi leñosos y en el hombro derecho un gorrión posaba para su amor, que lo observaba desde la verja. Los dos amigos se empezaron a reír a mandíbula abierta; esto lo esperaban hacía tiempo, tal era el carácter del Pau. Este saludó con un movimiento de ramas y, unas casi imperceptibles gotas de sabia, resbalaron por sus ojos, en señal palmaria de que ya se había resignado a su nueva forma de vida.

 

Nos movemos unas cuantas páginas en el calendario de Fuet-oil, situándonos en otra estación diferente. No necesariamente la siguiente ni todo lo contrario.

Por la calle,  algunas parejas de novios, sin rumbo fijo, deambulaban cogidos de la mano. El objetivo residía en pasear, mirar escaparates, darse algún besito o hacerse  carantoñas públicamente, para que todo el mundo se enterase de cuanto amor se profesaban. También, en ocasiones, entraban en el bar a tomarse algo, pero eso sí, sujetados de la mano, no se fueran a perder. Diríase que el ser pareja conformara un plan en sí mismo para combatir el insoportable sopor del municipio.

Pues bien, un día de esos, el Ignás y el Pere se encontraban sentados en un lateral de las ramblas, por donde deambulaban los cupidos lugareños. El Pere relataba al Ignás lo que veía, como en tantas otras tantas ocasiones, ya que el Ignás (como supongo habrá sospechado a estas alturas el avispado lector) tenía una vista, que mostrándonos optimistas, la tacharemos de escasa. La narración sonaba, además de lenta, monocorde. Parejas, sólo pasaron tres en toda la tarde, amén de algún abuelo despistado o marroquí eufórico. Se pueden imaginar lo trepidante de lo descrito por el Pere, aderezado con la pusilanimidad y el hastío que lo envolvían.

De súbito el Ignás se sintió mal; reconoció haberse comido una sopa de letras cocinada la semana anterior. «Eso habrá sido» apuntó el Pere. Aún no acabó la frase, cuando el Ignás empezó a vomitar, de manera torrencial, aquella sopa contenida a la fuerza en su estómago. A los pocos segundos de iniciar esa tormenta estomacal, el Pere quedó  boquiabierto, con los ojos como platos. Las letras dispersadas  por el suelo,  con una alta entropía positiva, comenzaron a ordenarse en palabras, estas en frases, las frases a su vez en párrafos y estos finalmente en páginas; después de formar muchos y muchos capítulos, acabó por expulsar unas letras de un tamaño superior al de las anteriores, que al acomodarse en el suelo de las ramblas, rezaron,  El Quijote de la Mancha, por Miguel de Cervantes. Este extraordinario, a la vez que sin par  sucedido, cambió el rumbo de los aconteceres del Ignás. Comprendió de qué modo tan miserable había perdido el tiempo hasta el momento. Su verdadera vocación era la de escritor. Acababa de establecer las bases de una revolución. El invento de Gutemberg quedaba atrás, para dar paso a los libros callejeros. Leer mientras uno pasea. Pero él. . . . él era  medio ciego y su deber moral lo conducía a dar servicio a personas de su condición, a personas que no podían interpretar los textos de una forma convencional. La irremediable conclusión a la que llegó fue que tendría que vomitar en Braille. Por eso, a partir de ese día ya no comería sopas de letras, sino sopas “maravilla“.

Tiempo después, en ciudades de todo el mundo, se puso en boga que invidentes tumbados en el suelo, leyeran con sus dedos la vomitada de signos braillianos que el Ignás había desparramado. Este lucrativo negocio provocó que abandonara Fuet-Oil y se dedicara a viajar constantemente. En parte por no dejarlo sólo y en parte porque al Pere lo consideraba el descubridor de su especial “habilidad“, se lo llevó de lazarillo y fue su fiel compañero el resto de sus días.

 

La historia de Fuet-oil quedó en un aburrido pasado para el Ignás. No regresó nunca, y  cada día conservaba menos recuerdos de su patria chica.

 

De vez en cuando enviaban alguna carta al vecino del Pau para que  se la leyera y le proporcionara  momentos de distensión y esparcimiento; amén de semillas de latitudes exóticas para que hiciera nuevos amigos de índole vegetal. Una vez crecían, el Pau aprovechaba la oportunidad de experimentar nuevas costumbres, nuevas formas de ver la vida. Eso lo enriquecía moralmente, le hacía ser mejor persona, a la vez que mejor vegetal.

 

FIN

Autor: Miguel Angel Salinas   

 

¡¡Suelta lo que llevas dentro, desahógate!!
 
                                                                
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