Jesús

Jesús

 

Nació con apenas tres años. Este dato, ya de  por sí curioso, no deja de producir una inquietante alarma. Abre la misteriosa puerta de una premisa: la historia no les va resultar anodina, ni siquiera familiar. Que la vida de Jesús no sea sencilla de entender ni se asimile con prontitud, no va en detrimento del interés que suscita ni en menoscabo de su crudeza.

Si tuviéramos que comenzar por un extremo, sopesando su importancia, lo haríamos por su apellido, Anto. Este singular patronímico lo marcó de modo inexorable para el resto de sus días. Su padre, un desgraciado con escasa o nula cultura y su madre, con parecido bagaje en estupidez y analfabetismo, le adjudicaron el nombre de Jesús.

La mofa constante consistía en preguntarle si un día concreto, cualquier día, era su santo. Ya lo sé, ya lo sé, es una broma bastante endeble (para que la entiendan, deben de pronunciar nombre y apellido de tirón), pero tengan en cuenta la edad de las criaturas. En esas tempranas etapas de su educación, las conversaciones seguían esa línea y desembocaban en peores derroteros.

Jesús escuchaba la chanza y no le daba por enfadarse, entre otras razones, por su buen temperamento y porque además devolvía la broma con la misma moneda de cambio.

Por fortuna para nuestro protagonista, la combinación de nombres y apellidos de algunos de sus compañeros, que no amigos (Jesús carecía de amigos, tal era su calamitosa existencia), daban incluso más juego que la suya. Sirvan unos pocos ejemplos como abanico multicolor y refrescante. El más gordo de la clase era Tomás Todonte; uno muy feo, capaz de sobresaltar a cualquiera, Jesús Tomadao; una pizpireta muchacha que seguramente repetiría curso, Inés Tupida; otro, que en inglés sólo aprendió los tres primeros números, Juan Chuzrui (más tarde se afiliaría a la Chunta Aragonesista); el más deportista, que practicaba mountain-bike, Gabi Cicleta; y por último, la única que no variaba su almuerzo en el recreo, Francisca Serio.

 

Entre este ambiente tan poco cordial, transcurrió la adolescencia de Jesús y a la tierna edad de treinta y cinco, ya había hecho la Primera Comunión e incluso la Confirmación. Este último sacramento lo recibió reiteradas veces a lo largo de su penoso devenir. Invitaba. Su aspecto físico y  talante personal lo pedían a gritos.

Me fijo y observo. Ustedes aprenden mejor con ejemplos. Que no haría yo por que no perdieran el hilo de la historia.

Un día en el súper,  cuando le tocó el turno de pagar,  la señorita cajera sacó un Magnum del cuarenta y cuatro (y no nos referimos al helado) y le atracó; le robó la cartera y encima lo golpeó con una secallona en toda la cara (de esas expuestas como oferta del día). Además, sólo le permitió llevarse un pack de cuatro rollos de papel higiénico de doble tisú. Mientras lo recogía, la mujer que aguardaba detrás, le endilgó un bolsazo en la cabeza. Fue el hazmerreír de los presentes.

¿Qué culpa tenía el pobre Jesús? Ninguna. Pero ya saben cómo va esto, a uno le cae el San Benito y no hay quien se lo quite de encima.

Pero Jesús se comportaba con dignidad. Sin excepción, suponía que si la gente obraba de un determinado modo no se debía a la malicia, sino a alguna razón escondida detrás; puede que tuvieran un mal día o que sencillamente, necesitaran desahogarse y lo utilizaban a él como saco de boxeo. En su opinión, siempre modesta y con frecuencia fuera de lugar, comportarse como un egoísta  y pensar en uno mismo nada más, no conducía a buen puerto.

 

Con el paso de los años percatose de que su vida no representaba más que un estrepitoso fracaso. Consciente de que le faltaban luces por los cuatro costados, de que su familia no quería ni oír hablar de él, y sin recurso económico alguno, se vio abocado a la desgracia y poco menos que a la indigencia. Dada su exigua sesera, en ningún lugar lo contratarían para ejercer labor alguna. Incapaz de sostener un carretillo sin que volcara la carga, de limpiar las mesas de una terraza sin mancharlas más, de repartir correspondencia sin equivocarse de dirección, se vio abocado a frecuentar Cáritas. Por mediación de esa noble institución, logró entrar a formar parte de un piso tutelado  y compartido con tres personas de características similares. Ustedes ya me entienden, dios los cría y ellos se juntan.

Como interludio, pondré en común un pensamiento que parece extraído de un manual, pero que no deja de constituir una verdad incontestable: «El tiempo transcurre de forma inexorable y no respeta a nadie. Sin apartarse de su camino, nos reta a quitarle tanto la capa como el sayo, que utiliza arteramente para obrar en su beneficio».

 Jesús nunca abandonó ese piso. Sus compañeros fueron rotando, pero él tan apenas se apercibía del cambio. Buena persona en el fondo y más simple que el mecanismo de un chupete, igual le daba departir con unos que con otros, convivir con unas que con otras. Lo que rulaba por su cabeza, lo que lo complacía, aquello que le desagradaba, nadie lo supo jamás. Jesús simbolizaba un enigma para los que lo circundaban (y para los que lo hubieran circuncidado, de llegar a darse el caso).

Desde que abandonara el colegio, nadie dejó de burlarse de él, de sobrepasarse verbal y físicamente, y de abusar de su confianza de las maneras más pérfidas y taimadas imaginables.

 

Sin haber trabajado en su vida, lo que son las cosas, le llegó la edad de la jubilación. El tutor del piso le informó de que podría disponer de una paga, que vendría a ser el equivalente a una jubilación al uso. El tutor utilizó un nombre para describirla, nombre que a Jesús se le escapó desde que salió de esa boca.

 

Y lo vivido en las aulas, se volvió a repetir mucho tiempo después. Parecía que  el mundo entero estaba en su derecho de cachondearse a mandíbula abierta del pobrecillo.

Incluso el Gobierno.

Se aprobó un decreto por el cual una persona que celebrara su santo el mismo día de su cumpleaños debería de pagar  la jubilación completa que le correspondiera y no al revés. Por azares de la informática, de la combinación de ceros y unos, de ese cúmulo de zarandajas binarias, en todas y cada una de las bases de datos oficiales, Jesús aparecía en esa especie de lista negra.

Muy a su pesar, pidió cita en la oficina de la Seguridad Social más próxima a su domicilio. Pretendía alegar que ninguna relación guardaba su desafortunada combinación de nombre y apellido con la extraña suposición de que cumpliera años el día de su santo. Se trataba de una locura, de un sinsentido.

Tras cerca de cuarenta y cinco minutos de espera, una engolada funcionaria, con pelo tipo escarola, gafas de pasta excesivamente grandes para un rostro tan enjuto, y una ausencia total de simpatía, lo atendió.

Jesús introdujo el motivo de su visita. Con el correspondiente DNI en la mano y una copia de la carta certificada que recibió, anunciándole tan drástica e injusta nueva ley, intentaba hacerse entender con la numeraria. Ya saben eso de que la mala suerte no llega sola, que en ocasiones aparece porque la hemos convocado, porque hemos sido más necios de lo necesario. El infortunado Jesús, dios lo perdone, no reparó que ese día, justo ese día, cumplía años. Ya verán, no se pierdan lo que sigue, les va a divertir.

Jesús llevó consigo también un librito con el santoral. Creyó oportuno proveerse de las armas adecuadas para esgrimir una conveniente defensa. La numeraria, con un deje particular en su dicción, tomó el DNI y lo observó como si de una bacteria maligna se tratara. De repente soltó,

—Entonces, pog lo que veo, hoy cumple años. Pego me dice que no eg su santo.

—Así es.

—Pero ¿egsús Anto?

—Sí, efectivamente.

—¿Entonces?

—¡¿Entonces qué?! —respondió, elevando excesivamente la voz.

—Oiga migue, le pediguía que no nos haga pegdeg el tiempo.  Además con esa ajtitud, no va a conseguig nada.

En un abrir y cerrar de ojos, la administrativa ya había salido del otro lado del mostrador e incrustado en la frente del infeliz un robusto y aparatoso matasellos oficial. Jesús cayó aturdido al suelo, momento que aprovechó la empleada pública para registrarle los bolsillos y sustraerle minuciosamente el efectivo que encontró, dinero que el desdichado guardaba para pagarse el primer mes de jubilación. Lo echó a cajas destempladas y sin miramientos.

A resultas de lo acontecido, las circunstancias arrastraron a Jesús a suplicar un crédito bancario para superar el apuro. Crédito que por supuesto no le concedieron. Y así fue como en la senectud del malhadado  y a una edad ya provecta, la vida se le presentó tan cuesta arriba que no le quedó otra que  dedicarse al pillaje, a la estafa, al soborno y a diversos abusos para costearse su propia jubilación.

Inevitable fue que lo atraparan y encerraran en la cárcel.

Y  no se creerán lo que sigue. Si ese real decreto relativo al día del santo y del cumpleaños resultaba paradójico e incluso kafkiano, el que aprobaron después, parecía extraído de una película de ciencia ficción. El gobierno, ruin, avaro y usurero, en su afán recaudatorio, hizo extensible ese decreto a campos tales como la vida carcelaria. El portavoz del Ejecutivo anunció que encima de que los reclusos habían ocasionado daños a personas y bienes, muchos de ellos irreparables, encima, no iban a estar alojados por la cara, a cuerpo de rey, en las modélicas cárceles españolas. Cada recluso, a partir de ese momento, debería de costearse su estancia. «Se acabó la buena vida», lo dijo así, literal. Un detalle por parte del Ejecutivo, fue la decisión de suspender de manera inmediata el pago de la jubilación mientras el afectado estuviera penando y pagando su estancia en presidio. Tiempo tendría al salir de seguir con esa obligación. La noticia llegó a emocionar a Jesús.

 

Pero Jesús nunca logró salir. Falleció en su celda, y todavía se desconoce el motivo.

 

Dos años después de su muerte, apenas respiraba y todos sospecharon que una enfermedad terrible padecía. Tras ese periodo, nadie se acordaba ya de su miserable existencia. El Gobierno dejó de ingresar el dinero que de él obtenía y no le quedó otra que subir los impuestos (esta puede parecer una razón de poco peso, flaca y quebradiza, pero seguro que las hay peores).

 

Transcurridas unas décadas, no podríamos precisar cuántas. Jesús, sin apercibirse tan siquiera, se reencarnó en otra persona. Su nuevo nombre advertía que su andadura en ciernes no carecería de trabas y calamidades.

Su padre, Manolo Femo, casó en segundas nupcias con Francisca Güendios. No se les ocurrió otra cosa que llamarlo Blas.

FIN

Autor: Miguel Angel Salinas   

 

¡¡Suelta lo que llevas dentro, desahógate!!
 
                                                                
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