La vida de Trifón
(Sólo para científicos)
A muy temprana edad se abandonó así mismo para conocer mundo. Le interesaba todo aquello que no fuera él, y se cultivó en el campo del alfalfa y de la cebada. Experimentó con el abono, llevando plastos de estiércol en la cabeza. Muy pronto se desarrolló su bulbo raquídeo de una forma envidiable y de él salieron unos tallitos y de estos unas hojas. Esta intensa actividad agrícola la dejó rápidamente, ya que en la época de tala le dolía profundamente la cabeza.
Períodos de penuria y escasez laboral lo llevaron a traficar con órganos humanos, para obtener un poco de dinero con el cual salir adelante. “Se especializó“ en mitocondrias, retículos endoplasmáticos y aparatos de Golgi. Las primeras las vendía en las estaciones frías, resultaban muy aptas para la producción de energía en los hogares. Los segundos tuvieron buena acogida en parques infantiles como laberínticos toboganes. Y los últimos en el hablar diario, como frase comodín; cuando salía un aparato tecnológico al mercado que nadie sabía cómo denominarlo o para que servía, se le designaba aparato de Golgi. Bien podría representar un sinónimo de cosa o cacharro.
Sintiéndose más seguro económicamente, decidió, con muy buen criterio, cambiar de actividad y de lugar. Abandonó su mundo particular y se instaló en su alter ego, sitio en el que residió hasta su muerte.
Aquí empezó su periodo más feliz, estable y fructífero. Además, el escudarse tras un pseudónimo le proporcionaba cierta confianza. Son notables sus estudios en Física: los planos inclinados horizontales, las poleas con menta, los ratitos de inercia, los campos eléctricos y sus florecillas, los campos magnéticos en barbecho, el uso de la gravitación para asfaltar carreteras, el número de Reynolds adecuado para envolver un bocadillo, y lo relativo de las tesis citadas.
Que decir de las matemáticas. Fue maestro en derivarse hacia otros temas siempre que le convenía o a no integrarse en un grupo determinado por razones semejantes. Sus límites siempre quedaban lo suficientemente alejados como para no llegar jamás. En la matriz de su madre ya se gestó su habilidad por las matemáticas, por eso fue determinante que el Dr. Sarrus lo detectase precozmente y se encargarse del pre y posparto.
Por él, los años no pasaban, se quedaban; por ello envejeció prematuramente. Pero cosa curiosa, sólo se deterioró físicamente, no mentalmente. Su intelecto se mostraba cada vez más agudo, sagaz, afilado, maduro y con visión de futuro.
No tuvo descendencia, ni se le conoció relación alguna que le durara más de un ciclo de Krebs o a lo sumo una telofase. Por lo que, habiendo muerto sus progenitores y familiares más cercanos, descubrió la soledad más absoluta.
El gobierno había costeado sus años de investigación en sacos de electrones, varillas de metro de iridio (sin platino), pedazos de uranio 238 enriquecido, teoremas de Pitágoras y unos cuantos campos gravitatorios en los que nunca pudo cultivar nada. Constató con resignación que sólo le quedaba su ingenio para superar otra etapa de penurias.
Así es que, en un abrir y cerrar de ojos, hizo unas cuantas llamadas telefónicas y dejó muchos asuntos resueltos, casi todos menos los alimenticios.
A la compañía de luz le pagaría ahora en kilowatios. Guardaba dos cajas de ellos en el armario (recibidas años ha como aguinaldo). Había cientos y cientos de ellos, en grande número y de una calidad superior a los ahora producidos; podrían venderlos a un precio muy conveniente.
A la compañía del gas les abonó con unos bidones de sulfhídrico, dióxido de nitrógeno y gases nobles. Estos protestaron ya que no los podían utilizar para nada, pero se compadecieron de un abuelo octogenario.
A la de agua les ofreció litros y litros de deuterio y tritio, que si bien no eran aptos para el uso doméstico, bien podrían utilizarlos para suministrar a los morosos.
La hipoteca del piso, que todavía no había satisfecho, la fue liquidando con estructuras moleculares y paredes celulares. La constructora amenazó con echarlo pero Trifón contraatacó exponiendo que en los tabiques de su casa no existían los puentes de hidrógeno necesarios, carecían de las más elementales fuerzas de Van der Waals y además, eran tan poco porosas, que no podían realizar la ósmosis de modo efectivo; estaba más que dispuesto a denunciarlos en cualquier momento. Ante tamaña argumentación le dejaron en paz.
En la comida residía el verdadero problema. Nada encontró que ofrecer en el sistema del trueque a supermercados y tiendas de ultramarinos. Pero necesitaba nutrirse imperiosamente.
Recordó que, pocos años atrás, cursó y se especializó en metabolismo, anabolismo, fagocitosis y parasitismo. Tales conocimientos le podían ir de perlas en su lamentable estatus actual. Empezó practicando la estrategia del parásito. Halló en el metro el entorno adecuado; la proximidad con los congéneres le ayudaba a robarles el alimento por simple contacto. Esto lo aprendió en el curso, pero la necesidad desarrolló y mejoró la técnica. Tras unos cuantos desencuentros y discusiones arrabaleras optó por abandonar, su integridad física corría peligro.
Practicó también la fagocitosis, pero no entraré en detalles porque hoy no tengo estómago suficiente.
Al final se decantó por el metabolismo, se le antojó la táctica menos peligrosa. Aprendió a metabolizar casi cualquier cosa, así es que todo lo que había a su alcance que no fuera de utilidad, lo metabolizaba.
Y así pasaron los días. Al final cayó preso de una extraña enfermedad, tenía los kilopondios muy altos y la fuerza de Coriolis pudo con él y se lo llevó. Fue muy rápido, 2500 rad/s. No sufrió. Nadie sufrió.
Con él se fue, no la persona, no el científico, no el alma que nunca tuvo, sino un ser del que todos se aprovecharon y del que obtuvieron más de lo que ellos jamás le proporcionaron.
FIN.