¡Knock-knock!

Los años trascurren con inexorable crueldad. Uno, aborregado en su rutina, apenas se apercibe de ello. Determinados achaques, apatía y un constatable cambio de humor reflejan que la juventud queda en un difuso pasado y que la madurez, frisando la senectud, comienza su implacable proceso de invasión paulatina, un poquito cada día, casual y serenamente.

Llegaba del trabajo cada vez más cansado y hastiado de la vida; enfadado conmigo mismo por no ser capaz de despegarme de esa inercia, dócil y conformado. En momentos de euforia, decido mandarlo todo al traste y mudarme a otra ciudad, quizás a otro barrio, probar con otro empleo, pero ni las fuerzas y entusiasmo son lo que eran, ni la seguridad de que obrara consecuentemente me otorgan el beneplácito.

Para colmo, el pegajoso calor de ese mes de julio mostraba un escenario más áspero y pesimista de lo acostumbrado.

Llevaba todo el día soñando con un baño, sumergido en sales olorosas, en el agua atemperada y reconfortante y en una cena abundante, sana y equilibrada. En cueros (me agrada pasearme por mi casa desnudo si el tiempo se presenta benigno; no soy tan idiota de deambular como dios me trajo al mundo en pleno mes de enero), sentado al borde de la bañera, contemplando como se llenaba, logré abstraerme. Sumergí el dedo índice para testar la temperatura; quemaba un poco. El ascético momento fue interrumpido por unos mamporros en la puerta.

Me vestí apresuradamente la bata y, barruntando quien sería el cenutrio que desconocía la existencia de los timbres,  me dirigí a desvelar el misterio.

Un joven ataviado con indumentaria elegante para nada encorsetada, alejada del tradicional traje con corbata, mostraba signos de fatiga, tras subir al quinto piso en el que vivo. No resulta baladí destacar que el inmueble carece de ascensor. El esfuerzo físico y las despiadadas temperaturas de la franja horaria y de ese impertinente mes de julio le conferían un aspecto menos  gallardo del que luego descubrí, una vez se hubo serenado. Debía de rondar los treinta (por arriba o por abajo), mostraba unos dientes que para mí los quisiera  y una sonrisa cercana y cordial.

—Buenas tardes.

—¿Se puede saber por qué das mamporros en la puerta? ¿No has visto el timbre?

—Ciertamente sí, distinguido caballero. Lo que ocurre es que al pulsarlo no advertí sonido alguno, ni tan siquiera remotamente, allende los mares. Debo de añadir en mi descargo que poseo una audición casi perfecta.

Asomé la cabeza, pulsé y, efectivamente, no funcionaba. Me reí para mis adentros. Nadie llamaba a mi distinguido hogar y los que osaban tan sólo pertenecían a la clase de petimetres recién madurados y caídos del árbol, con un afeitado llevado a cabo con resultados más que mejorables, a juzgar por las heridas vistosas en ambos lados del rostro, o dulces angelitos del sexo opuesto que tampoco se afeitaban convenientemente.

—Lo haré arreglar. ¿Qué se te ofrece?

—Pertenezco al Consejo Superior de Deportes y…

—Ya me lo ha parecido nada más verte, tu porte habla por sí solo. ¿Has venido para que alabe y piropee tu físico?

—Ni mucho menos, amable ciudadano. Ante todo le agradezco profundamente que haya abierto las puertas para atenderme.

—Todavía no he decidido si lo voy a hacer.

—En tal caso, representaría toda una decepción. Tan solo quisiera robarle unos pocos minutos para recabar información acerca de un deporte muy concreto, el ciclismo.

—De pequeño tuve una BH, sin cambio ni esas lindezas. Nos las teníamos que componer en las subidas impenitentes y sembradas de gravilla como podíamos, con la simple fuerza de nuestras desnutridas piernas y el coraje de un león. Eso sí que era ciclismo. Ahora, cualquiera remonta puertos y corta el viento cual velero bergantín. Las bicis ya no son bicis, se aproximan de un modo pasmoso a las motocicletas. Mi padre, al crecer y quedar la BH muy pequeña para mi creciente estatura, remató mi petición de una nueva con un no, y por si no lo había entendido, que sí lo había hecho, rubricó la frase con un sonoro bofetón, que retumbó en el patio interior al que comunicaba la cocina. ¿Quieres saber algo más de mi experiencia con el ciclismo?

—De hecho, y perdone mi rudeza, el propósito del estudio no se fundamenta en absoluto en la historia personal de cada sujeto en relación a las bicicletas que disfrutó de niño ni las que no alcanzó de mayor. El objetivo, del cual voy a hacerle partícipe, no es otro que plasmar su interés por competiciones de tanto calado e interés mundial como son la Vuelta Ciclista a España, el Giro de Italia y el Tour de Francia.

—Vaya, jovencito, haber empezado por ahí y habríamos acabado antes. Cuando los horarios intensivos de verano y las vacaciones me lo permiten, me es muy reconfortante sentarme en el sofá delante del televisor, ir cambiando de canal hasta que aparece el pelotón, reposar el mando a mi vera, repantingar los pies en la mesita, apoyar la cabeza en el mullido respaldo y aguardar a que el sopor obre el milagro de convertir esa prueba en sueño. Son ideales para descabezar una siestecita. ¿Lo has probado alguna vez? ¿No? Tú te lo pierdes. Tan sólo conozco un par de deportes que proporcionan semejante nivel de relajo, el tenis y por supuesto el golf. Este último es mi preferido. La escasez de comentarios y lo anodino e insípido del juego consiguen que me duerma, a veces con el mando en la mano.

—Debo concluir, tras su conciso desarrollo, que no le entusiasma el deporte de la bicicleta.

—Has interpretado de manera inexacta el significado de mis palabras. En mi vida me he planteado si me gusta o no. Lo mismo que jamás me he planteado si algún día me dará por hacer la fotosíntesis. Hasta yo, con una cultura media baja, sé que ello es imposible. Seguro que tras tus muchos conocimientos y títulos posees algún grado universitario. ¿Me equivoco?

—Ni un ápice, soy graduado en Ciencias de la Información. Además, debo complementar ese dato, que por sí solo alaba mi aprovechamiento y ejemplaridad, con otros títulos de menor calado, como un máster en…

—De las tres pruebas que me has citado,  si me pidieras que destacara una sobre las demás, te diría que la más insulsa es la Vuelta; la que nunca he puesto, ni para dormir, es el Giro. La mejor, a fines de somnolencia, qué duda cabe,  es el Tour.

—Vaya, es la respuesta más original y sincera de las que me han dado hasta el momento.

—¿A cuántas personas has encuestado ya?

—Usted es la primera.

—Me lo temía.

—Una vez confesado que se decanta por el Tour…

—Sólo con fines somníferos. Apunta eso y que quede bien claro. ¿No serás uno de esos que amañan encuestas a favor de un candidato u otro en unas elecciones, ya sean municipales, autonómicas, nacionales, europeas o mundiales?

—Ni mucho menos. He de manifestar que la institución  que represento tan sólo busca la verdad, no tergiversa los datos ni les da un uso torticero y acaso ilegal.

—Me alegra que persigas unos fines tan encomiables, aunque mientas como un bellaco. Decías algo sobre el Tour.

—¿Qué es lo que le atrae de tan fantástica y esforzada prueba?

—Te lo repito, nada en absoluto. Es un completo aburrimiento. Quizás el asunto de los dopajes. Eso me divierte. Muchacho, ¿crees en serio que una persona normal, no como tú, que no aguantarías ni los diez primeros kilómetros, me refiero a un deportista profesional, resistiría más de doscientos kilómetros sin chutarse una de las variadas sustancias elaboradas por la ciencia médica con el único fin de batir records? ¿Tan iluso eres?

—Me temo, y no desearía, más bien al contrario, crear diatriba y confusión en nuestro amigable intercambio de impresiones, que no esté de acuerdo. Que unos pocos nombres hayan manchado la reputación del ciclismo no es acicate para…

—No sabes de la misa la media. Veo que en el sitio ese en el que trabajas os han aleccionado bien. Debes de respetar al que te paga, mientras te pague, luego, “si te he visto no me acuerdo”. ¿No te parece? Y ya que pareces una persona instruida y bien documentada, te voy a iluminar para que amplíes tus horizontes y, quien sabe, tus aspiraciones a medrar no sólo en el insustancial trabajo que desempeñas, sino en la sociedad. En ocasiones, lo que voy a detallarte lo he creído nacido de mi imaginación, entre ronquido y ronquido. En otras, me ha parecido entenderlo con absoluta nitidez. ¿Sabes quién gano el último Tour?

—Por supuesto, fue…

—Pero desconocerás el último clasificado ¿verdad?

—Ahí sí que me pilla.

—Claro, claro, atrevida juventud con su desvergonzada ignorancia. Y por supuesto, tampoco sabrás quien ha quedado el segundo varios años, más bien todos.

—Eso es imposible.

—Anota esto y calla, mucho estudio y preparación pero te faltan unas cuantas lecciones todavía. Desde que se inauguró el primer Tour a principios del siglo pasado, y por si andas despistado, que por la cara que pones seguro que sí, fue al inicio de mil novecientos, siempre ha ganado el mismo, Tête de la Course. No, no, las argumentaciones al final.  Así se ha conducido desde su creación. Cómo un hombre de ciento y pico años puede seguir al pie del cañón y continuar ganando, solo la conversación antedicha puede ofrecerte una respuesta satisfactoria, el dopaje. Deberías de ver cómo se mueve Tête de la Course  al acabar el Tour. Es un abuelete que anda con respirador.

»Si este dato te ha asombrado, sigue atento. El último clasificado, ha sido año tras año también el mismo, de hecho algún grado de parentesco deben de guardar, el apellido coincide, Arrière de la Course. Si tiras de internet, el sitio ese en el que os pegáis todo el día,  podrás confrontar estos valiosos datos que te van a encumbrar en lo más alto de las tablas estadísticas y, quien sabe, lo mismo ganas el Ondas del ciclismo, el Óscar a la mejor interpretación de los datos o el Pulitzer al más brillante desarrollo.

»Y atento, como guinda, tenemos al corredor con peor suerte de todos los tiempos. Se esfuerza, persigue al maillot amarillo, pero nunca lo rebasa. Es el sufrido Pursuivant. De este desconozco datos de parentesco, es más, jamás he sabido su apellido. ¿Cómo te has quedado?

—¿Sorprendido?¿Confuso?

—¡No, hombre, no! Aprende a venderte ante tu audiencia, te has quedado patidifuso.

—Lo que usted diga, solícito encuestado.

—Bueno, chaval. ¿Alguna pregunta más? Por si no lo has advertido, voy en bata, cualquier vecino malintencionado podría glosar este encuentro de modo torticero, ¿Tú ya me entiendes, no? Me está cogiendo frío y el agua, ahora que caigo, también lo habrá cogido.

—Creo que eso es todo. Antes de nada, deseo hacer constar en mi informe y en este confortable rellano, que su cortesía y predisposición se han conducido por los derroteros que yo esperaba y que mis jefes auguraban como imposibles.

—Eres demasiado amable. No he hecho más que cumplir con el deber de un contribuyente interrumpido de mala manera en sus horas de distensión. Para confirmar mi buena fe y la ausencia de rencor en la disparidad de opiniones que hemos entrechocado, te ofreceré un dato, otro más, que te salvará el día. La vecina del ático E tampoco habrá visto en su vida las mentadas pruebas ciclistas. Ve raudo, ahí tienes otro filón comparable con el que te acabo de ofrecer, aunque suene a falsa modestia.

—Muchas gracias. Me  subo disparado al ático. Creo que hoy va ser un día estupendo.

 

Una vez húbose marchado el pimpollo, me dirigí al baño. Vacié el agua tibia y reanudé el proceso de llenado. Vertí medio bote de sales del Himalaya con magnesio y mango (creo que me pasé), removí con profusión para generar la espuma deseada, introduje la punta del pie derecho como fiel testaferro y fiable termómetro y luego me sumergí.

Apoyé la cabeza en una toalla que, doblada, hacía las veces de almohada, y rememorando el Tour, caí en un profundo y reparador sueño.

 

FIN

Autor: Miguel Angel Salinas   

 

¡¡Suelta lo que llevas dentro, desahógate!!
 
                                                                     

 

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