La placita

La Placita

 

Cap.1

Mª Jesús Osea, propietaria de una tienda de regalos,  una mujer súper pija, le ocurría lo que a muchos nos pasa con nuestra forma de ser; somos y actuamos de un modo determinado porque lo llevamos en los genes, aunque no nos percatemos de ello. El que nos conduzcamos de una manera u otra nos puede hacer parecer extrovertidos, amables, inteligentes, educados, bordes, sucios o de la forma que sea. Más frecuentemente de lo que desearíamos, nos enteramos de cómo somos en realidad por comentarios casuales que oímos a nuestro alrededor o porque tenemos (el que lo tenga) un buen amigo que nos abre los ojos. Por lo visto, Mª Jesús carecía de tales convenientes relaciones o estas eran de la peor calaña y se reían a su costa. Eso no lo sabemos y tampoco es un detalle sustancial para el desarrollo de los hechos que les voy a relatar. 

Para describir su aspecto no encuentro mejor manera que retrotraerles a los años ochenta. ¿Se acuerdan de esa pizpireta cantante americana llamada Cindy Lauper? ¿Se acuerdan de su look? Pues de esa guisa solía arreglarse Mª Jesús. Quizás no tan folclórica, puede que esté exagerando un poco. Gustaba de pintarse en demasía, adornarse muñecas, tobillos, cuello y orejas con abalorios, y disfrutaba peinándose en el espejo cada mañana más rato del que yo dedico a hacer un puzle de mil piezas (a intentarlo, nunca he conseguido acabar uno). No se puede negar que nuestra querida Mª Jesús ofrecía un aspecto bastante agradable. Si habláramos de arte, la podríamos clasificar de rococó. El que fuera agraciada, guapa y resuelta, favorecía un negocio boyante. No ocultaremos que más de uno se dejaba caer por su establecimiento tan sólo para contemplarla. Fingía que buscaba un regalo por las estanterías con el infantil objetivo de lanzarle disimuladas miradas de deleite.

En la tienda de Mª Jesús no han estado, pero sí que lo han hecho en alguna parecida. Es la típica donde recalamos para buscar un regalo cuando no sabemos qué regalar. Después de haber adquirido el producto, nada más salir de la tienda, somos conscientes de lo inservible de la compra. Pero ese tipo de local está muy bien pensado. Uno entra y no puede evitar tocarlo todo (muchas de las veces pensando para qué diantres servirá esto o aquello) y al final es inevitable procurarse algo. Parecido ocurre con las tiendas de los chinos y las de todo a cien, donde muchas mujeres jubiladas no pueden evitar comprar cualquier tontería cada vez que entran. A los maridos respectivos no les ocurre. O bien se han muerto, o bien están en el centro de día jugando a las cartas, o bien repantingados en el sillón de sus casas esperando que su mujer les haga la comida.

Mª Jesús no enarbolaba la bandera de la vagancia ni de la remolonería. Si bien su indumentaria no parecía la más apropiada para desenvolverse en su negocio, esto no representaba acicate alguno para que de una forma, diríamos hiperactiva, ordenara los estantes, colocara nuevos productos recibidos, sacara el polvo, llamara a los proveedores y cuadrara la contabilidad. Dentro de sus rutinas, figuraba la de barrer el trocito de calle antesala de la entrada. Y es allí donde coincidía con su vecina de negocio, Nicoleta.

Nicoleta, algo más joven que Mª Jesús, debía de rondar los veintiocho, mientras que Mª Jesús había sobrepasado la treintena en dos o tres años. Nicoleta, mujer de aspecto mucho más corriente que Mª Jesús, solía vestir  de un modo casual. Si bien su rostro no reflejaba un cariz tan agraciado como el de su vecina, su cuerpo más estilizado le confería un aspecto bastante apetecible. ¿Qué quieren que les diga? Así era.

Nicoleta regentaba una tienda de productos ecológicos. Es un tipo de establecimiento bastante en boga últimamente. Yo he consumido algún artículo de esa línea en alguna que otra ocasión. Además su espectro se amplía cada vez más. Les confesaré que la primera vez que oí la palabra celíaco me eché a reír. Ya sé que sonará a chiste fácil, pero la ignorancia es muy atrevida. No puede evitar pensar en “Celias”, en todas las mujeres que se llaman Celia. Ahora me sonrojo por ello. Lo mismo ocurre con otras palabras nuevas como veganos. ¿Qué diantres es un vegano y para qué sirve? Nunca he pretendido indagar en ello y les ruego que si alguno de ustedes lo sabe, que no me lo diga; no me llama la atención en absoluto. Por fortuna para Nicoleta, el resto de la ciudadanía no pregonaba la incultura como yo y los veganos y otros tipos de especies humanas acudían a suministrarse con regularidad.

La clave para que un negocio de esas características funcione son los precios. Cualquier producto alimenticio que se aparta de lo común, también se aparta de un coste razonable. Nicoleta supo privarse de un ventajoso margen en favor de una mayor volumen de ventas. Digamos que llegaba a sus objetivos, vendiendo una cantidad determinada que se debió fijar en su día.

En el momento en el que Mª  Jesús salió a barrer su entrada, Nicoleta se encontraba fijando en la puerta un cartel reclamatorio con las ofertas del día.

—Vaya mañana más bonita que tenemos hoy Mª Jesús.

—Es un día, súper maravilloso. Como se nota que la primavera está a punto de llegar. O sea, me refiero a que ya se nota el polen flotando por las calles, ¿no crees?

Nicoleta no lo tenía muy claro. Así es que se salió por la tangente.

—Sobra la chaqueta, ¿no te parece?

—Sí, chica. Estoy sofocada perdida.

Nicoleta pensaba que quizás esas capas de maquillaje impedían que su piel transpirara adecuadamente. Ella no sufría sofoco.

—¿Te apetece un café? Voy a por uno.

—Sí gracias. Espera que te dé dinero.

—No, deja. Que ayer pagaste tú.

Era habitual que una de las dos cruzara al bar de la esquina, la Cafetería París, a buscar el estimulante Kit Kat de la mañana. Lo solían tomar en una especie de repisa colocada a la entrada de la tienda de Nicoleta, en donde descansaban varios folletos informativos que contaban las excelencias de los productos que los clientes podrían adquirir si cometían el acierto de entrar. Nicoleta fumaba. Esa era la razón de tomar el café afuera. Mª Jesús le sermoneó en más de una ocasión que el fumar en la puerta desentonaba con la imagen sana que debería de ofrecer. Nicoleta le respondía que si hasta sus clientes tenían vicios, ¿por qué no los iba a tener ella?

A punto de acabar su tiempo de esparcimiento, apareció el cartero con su carrito amarillo.

Cap.2

Tadeo, el cartero que repartía en la zona, era un hombre de unos cincuenta años, bien formado, con una estatura adecuada, abundante cabello, parte de él ya cano. En general reflejaba un aspecto sano y resultaba agradable en el trato. Las mujeres con frecuencia opinaban que era bien parecido. Él debía de saber eso (no era sordo ni ciego), pero nunca dio señales de que le importara un pimiento. Se mostraba llano, campechano, de sonrisa fácil y de apariencia feliz. Si lo era o no, tampoco lo sabemos. Pero debía de serlo, nadie puede disimular hasta ese punto.

No lo hemos mencionado, pero los establecimientos de Nicoleta y Mª Jesús se situaban en una pequeña placita bien decorada con jardineras, una fuente y cuatro bancos simétricamente situados. La placita, en realidad, no representaba más que un ensanchamiento de la calle. En su día, años ha, debieron de quedar algunos solares vacíos que pasaron a manos del Ayuntamiento y este debió optar por sanear la zona, convirtiendo esos cados de mierda en  lugares adecentados y visibles.

A Tadeo le gusta esa zona. No sabe muy bien porqué. Quizás porque cuando aparece por allí sobre las once, ya lleva media jornada y le apetece o necesita aflojar un poco el pistón, distenderse, e incluso tomarse un café rápido de diez minutos. El sitio le inspira paz y tranquilidad. Lejos del ruido incesante del tráfico, con el murmullo de los viandantes paseando, encuentra un pequeño y breve remanso de tranquilidad. Pero sobre todo, a Tadeo le gusta ver cada mañana a las dos dependientas. Le gusta intercambiar con ellas las típicas frases de cortesía, frases superficiales y agradables. Pero no olvidemos que Tadeo es humano y que se recrea viendo a bellas mujeres. Mª Jesús se ha tenido que dar cuenta de cómo la mira. Y Nicoleta también. Si ellas se le insinuaran, no dudaría ni un segundo en acostarse con ellas. Lo sabe él, lo saben ellas y se supone que lo sabe toda la placita.

Como hemos comentado, Tadeo llegó cuando Mª Jesús y Nicoleta recién acababan el café.

—Hola Tadeo.

Saludaron al unísono.

—¿Qué tal chicas? ¿Cómo lo llevamos hoy?

—Está la cosa muy parada —contestó Nicoleta.

—Bueno mujer, hoy es martes. Acabamos de arrancar la semana como quien dice. Además, se huele ya a primavera…

—Eso le he dicho yo —interrumpió Mª Jesús.

—…y es sabido que con el buen tiempo la gente se anima a salir a la calle.

—Eso espero. Este invierno ha sido muy duro.

—Pues a mí, no me ha ido tan mal —puntualizó Mª Jesús.

Tadeo mientras hablaba y las escuchaba, rebuscaba en el fardo de cartas que sostenía en la mano.

—Bueno, esto es para ti, Nicoleta y esto y esto para ti, Mª Jesús.

—Estoy esperando un paquete. ¿No  tendrás por ahí el aviso? —le soltó Nicoleta mientras recogía la repisa y limpiaba precariamente su superficie.

—No, seguro que no. Igual te llega mañana. No pases pena que no perdemos nada.

—Eso lo dirás tú —puntualizó Nicoleta—, el año pasado la cartera que te sustituyó en las vacaciones me perdió un certificado.

Tadeo no lo creía posible. La rutina y los protocolos pautados perseguían evitar tales errores. Pero no conocía a la persona que lo reemplazó y no podía responder por ella. A Tadeo le molestaba en cierta manera esa desconfianza. No le gustaba que lo tachasen de descuidado y chapucero. Él se consideraba un profesional y tras casi treinta años de servicio, el control en su tarea rayaba la perfección.

—Bueno chicas, voy a seguir, que aún me queda un trecho. Nos vemos mañana.

Y los tres se despidieron.

Nicoleta fue a devolver las tazas a la cafetería y Mª Jesús se colocó tras del mostrador. Sentada en un taburete, se dispuso a llamar a Adrián.

Cap.3

Adrián era el novio o la pareja de Mª Jesús; complicado saber cómo habían acabado juntos. Estoy hablando únicamente de las apariencias. Adrián si bien vestía agradablemente, sobre todo debido a su trabajo (comercial de una empresa suministradora de material eléctrico), su aspecto denotaba una línea convencional, sencilla y correcta. Verlos a los dos por la calle producía un llamativo contraste. Pero a pesar de ese pequeño matiz sin importancia, se avenían bien. Llevaban años conviviendo. ¿Cinco, seis años? Seguro que ninguno de ellos podría afirmarlo con rotundidad.

Mª Jesús lo llamaba para preguntarle si comerían juntos. Lo más seguro fuera que no. Adrián viajaba mucho y aunque estuviera en la ciudad, almorzaba con frecuencia con clientes o compañeros de trabajo. En ocasiones, Mª Jesús tenía la impresión de que Adrián no le hacía mucho caso. Cuando menos entre semana. A una persona tan imbuida en el trabajo como él,   cualquier sugerencia de alterar la rutina le molestaba. También le molestaba que su pareja lo llamara para saber si comerían juntos. Ella sabía perfectamente que no sería así. Nunca lo hacían de lunes a viernes. ¿Por qué iba a ser diferente esa vez? Y la respuesta ya se la imaginan ustedes.

Mª Jesús se dijo que era tonta por haberlo llamado. Y se sintió mal.  Ella tan solo buscaba una manera de romper con la monotonía. No le apetecía comer sola. Cuando comía sola no se esmeraba en cocinar y de resultas los platos desembocaban en recetas básicas y pobres. De esa guisa, sumida en sus pensamientos, fue sorprendida por la llegada de un cliente. Este afirmó no saber que quería, que iba a echar un vistazo. Mª Jesús le respondió que perfecto y que la reclamara si le surgía alguna duda. Tras unos minutos, el hombre, un señor de unos cuarenta años, le confesó que buscaba un regalo para su madre. Mª Jesús le aconsejó un pañuelo de seda muy discreto pero de tacto muy agradable. Le aseguró que a una señora mayor le encantaría. Antón (así se llamaba el cliente) miró el precio y le pareció algo elevado. Mª Jesús, haciendo gala de su profesionalidad, le garantizó su autenticidad india, aduciendo que el precio de la seda, dadas sus especiales características, era lógicamente más alto. Antón pareció conforme, pero aun así la animó para que le propusiera más ideas. Mª Jesús lo llevó a una vitrina en donde se almacenaban, muy vistosos, un buen número de abalorios, llamados complementos: pulseras, collares, pendientes y relojes, básicamente. Antón se dejó convencer y se quedó con un collar. Mª Jesús se lo envolvió para regalo.

Al quedarse sola, sintió un no sabía qué en el bajo vientre. Había notado como el hombre no le quitó la vista ni un solo instante. Parecía más atento a su trasero y a su delantera que a los regalos que estaba eligiendo. Y ella no pudo evitar azorarse. Y ese estado de turbación la llevó a reflexionar, una vez más, si no sería conveniente para su persona, para su estado mental, el iniciar un escarceo, una aventurilla, un revolcón ocasional. Creía que lo necesitaba. Se asfixiaba en esa relación que tan insoportable le resultaba por momentos. De alguna manera, debía de escapar de ese estado de inmovilismo, de los hábitos, de saber lo que haría al día siguiente y al siguiente y al siguiente. Nadie como ella se daba cuenta de hasta qué punto la predeterminación acertaba en su persona.

Y con esas turbulencias mentales, cerró al mediodía y marchó una vez más sola a su casa. No sentía hambre si no otra cosa que era incapaz de describir. Ni siquiera podía imaginarla.

Cap.4

Unos días después, Antón volvió a aparecer por el establecimiento de Mª Jesús un sábado por la tarde. Está no se apercibió hasta unos minutos después de su llegada, tan abarrotados discurrían los clientes. Se azoró un tanto por el hecho de no poder atenderlo con inmediatez y sosiego. Se acercó de manera precipitada y le aseguró que enseguida estaba con él. Este le susurró que no se preocupara, que no tenía prisa, que seguiría curioseando por su cuenta. Cuando se hubo despejado el aforo, Antón se aproximó al mostrador y para cortar el hielo, confesó  a Mª Jesús que el regalo le había gustado mucho a su madre. Sin apenas advertirlo, tras un cuarto de hora de trivial conversación, a Antón se le olvidó mencionar el cuento que había urdido para justificar otra visita y ella no le preguntó qué tipo de regalo estaba buscando. Ambos fueron conscientes de inmediato de lo innecesario de una excusa y del deseo de verse fuera de allí.

Y así es como iniciaron una subrepticia relación.

Antón acababa de salir de una  dolorosa ruptura sentimental y precisaba como el agua de mayo olvidarse de aquello y recomponer su corazoncito y otra parte no menos importante de su cuerpo. Mª Jesús, ya lo hemos mencionado, buscaba una vía de escape que le facilitara una más soportable relación con Adrián. Los constantes y frecuentes viajes de este facilitaban los furtivos encuentros entre los amantes.

Durante las dos primeras semanas, Mª Jesús se conducía rara. Se sentía culpable y muy al contrario de lo que había pretendido, su estado de ánimo y alegría decayeron bruscamente. Como si de un mal resfriado se tratara, su rostro reflejaba ojeras y su expresión una indisimulada preocupación. Pero tras un mes, un milagro obró de improviso. La dicha la inundó y la colmó de un carácter que cualquiera diría que le había tocado el Gordo de la Lotería.

A Nicoleta, que la veía todos los días, no se le escapó ni un detalle de toda la evolución y metamorfosis de su vecina. En uno de sus cafés diarios, no pudo evitar preguntarle,

—Bueno, ¿vas a contarme de una vez que te pasa o te lo tendré que sacar a la fuerza?

Mª Jesús, muy lejos de escabullirse con evasivas, sintió la necesidad de revelarlo. A falta de amigos, amigas y confidentes, encontró en Nicoleta a la persona más cercana y propicia para un desahogo.

—Si te lo cuento, no te lo vas a creer. O sea, es algo así como súper increíble.

—¿Te has enamorado?

—¡Qué dices, loca! Nada de eso. Algo mucho mejor. Me estoy viendo con alguien.

—¿Alguien que no es tu pareja?

—Claro, tonta.

—Vaya zorrón que estás hecho. ¿Y puedo saber quién es?

—Sí, lo puedes saber, pero no lo conocerás. Es un cliente que vino a la tienda el mes pasado.

—Vaya, así que ahora te dedicas a cepillarte a los clientes.

—A los clientes no, boba. Sólo a este.

Nicoleta se encendió un cigarro, quizás para aplacar su inquietud.

—¿Y qué pasa con Adrián?

—Eso, ¿qué pasa con Adrián?

—¿Cómo te lo montas para que no se entere?

—Viaja mucho. Casi todas las semanas duerme fuera, por lo menos un par de días.

—¿Y…, no se…vais a seguir, dejarás a Adrián?

—Qué va, superparanada. Ni loca. Por eso te rogaría, porfaplis, que no digas nada a nadie.

—Mi boca está sellada como una tumba.

Sabido es que hay tumbas que son profanadas, que existen zombis que salen de las suyas y que Drácula tenía su hogar en un ataúd. Así es que como el ejemplo de que una tumba esté sellada no es muy apropiado, tampoco Nicoleta encontró apropiado cumplir su promesa, la cual olvidó nada más acabar su encuentro con Mª Jesús. Tampoco debemos de olvidar que el mundo es un pañuelo, aunque vivamos en México DF, por citar una ciudad de dimensiones faraónicas. Resulta que Nicoleta se lo contó a su pareja y este se lo contó a alguien que conocía a un amigo de Adrián. Fue cuestión de días que el cornudo se enterara y que el secreto affaire, el asunto del cual Mª Jesús estaba súper convencida de que no lo sabría nadie, saltó a la luz.

Adrián, al enterarse, se quedó mudo. Pensaba que le estaban tomando el pelo. Pero la persona que le dio el chivatazo, le prometió que sabía de muy buena tinta que la cosa era cierta. Si les digo la verdad, a mí, cuando alguien me dice algo como,  “sé de muy buena tinta que…”, ya desconfío de entrada. Lo mismo que cuando alguien te dice “no te preocupes…”, sabes que hay motivos de sobra para preocuparse. Bueno, el caso es que Adrián empezó a escuchar el relato de los hechos con desconfianza. Pero por alguna razón se lo quiso creer. Su colega le debió de dar algún detalle que lo llevó a admitir el cuento. Y en una fracción de segundo su talante cambió y entró en cólera. Su primer impulso fue ir a casa y hablar con Mª Jesús, pero con muy buen criterio prefirió enfriarse y hablarlo de manera serena y calmada. No imaginaba la mejor estrategia para tratar un asunto de tal calado de forma calmada, pero ya encontraría el camino.

Eso ocurrió una mañana en una cafetería del centro. Conforme iba transcurriendo el día, ese veneno que le habían inyectado no hizo más que recorrer sus venas y alterar todo su metabolismo. La irritación, el malestar, el odio y la sinrazón se apoderaron de él como lo hace Hacienda con todos nosotros, sin piedad, sin apenas apercibirnos, con crueldad y sin un plazo de tiempo adecuado para poder reaccionar. Apenas hubo llegado a la oficina después de comer, la abandonó y no dudó ni un instante en personarse en casa del sujeto, del supuesto amante de su mujer. Tan exacto y meticuloso era el informe que le habían proporcionado, que incluso sabía el nombre y la dirección del interfecto.

Cuando Adrián oyó por el interfono «¿quién es?», respondió,

—El novio de Mª Jesús.

Un gélido silencio imperó en esa breve comunicación apenas comenzada. Este fue roto por el ruido inconfundible que indicó  a Adrián que la puerta le había sido franqueada.

Una vez en el recibidor, Antón quiso llevar las cosas con tacto y le ofreció sentarse en el salón. Adrián reusó. No estaba para diplomacias. Le lanzó una sencilla pregunta que no daba lugar a evasivas.

—¿Te has estado viendo con ella?

Antón no pudo o no supo mentir. Hubiera sido muy fácil. Si lo negaba, esa conversación acababa ahí. Antón dudaba que Mª Jesús se lo hubiera contado. Así es que cualquier otra fuente, cualquier otro origen de la filtración podría ponerse en entredicho. Pero sabía que el tipo volvería más tarde, volvería otro día. Prefirió tomar la vía directa.

—Sí.

Adrián había preparado una larga lista de insultos, de preguntas retóricas, de exigencias para una explicación razonada. En ese momento lo encontró todo fútil, no apropiado para el momento. Lo último que necesitaba era que ese pedazo de cabrón le explicara el por qué se había fijado en su pareja y los motivos que lo habían llevado a liarse con ella. También había pensado en propinarle una buena paliza. Pero Adrián carecía de temple violento, nunca había peleado, ni siquiera jamás había matado una mosca de un manotazo, así es que ese plan lo debía de descartar, no lo tendría ni que haber contemplado. En los largos cinco segundos en los que estuvo delante de Antón sin decir nada, le dio tiempo de fijarse en una figurilla de mármol que descansaba sobre el recibidor y sin ofrecer tregua a su mente para impedírselo, la agarró y le propinó un fuerte golpe en la sien izquierda. De resultas del tremendo impacto, Antón de desplomó en el suelo y un aparatoso torrente de sangre comenzó a manchar las baldosas. Adrián quedó inmóvil, bloqueado, incapaz de apartar la mirada de Antón, contemplando como poco a poco su vida se iba, se escapaba por entre las grietas que separaban una baldosa y otra. Una vez recompuesto, hundió sus dedos en la garganta de la víctima y comprobó que había muerto. Recobró la serenidad, fue a la cocina, busca una bolsa de plástico, colocó la figurilla que aún sostenía en la mano dentro y salió de allí lo más sigilosamente que pudo.

Una vez en la calle, tomó uno de los paseos que discurren paralelos al río y tiró la figura lanzándola lo más lejos que pudo. Después anduvo y anduvo un buen trecho para bajar el nivel de adrenalina y serenarse lo máximo posible. Debía de recobrar la compostura antes de presentarse ante Mª Jesús. No sabía cómo iba a lidiar con el asunto, pero debía dilucidarlo antes de llegar a casa.

Cap.5

De camino, se percató de lo temprano de la hora. Su reloj aún no marcaba las seis. Mª Jesús estaría en la tienda, de modo que cambió el rumbo.

Al verlo entrar, se asustó y se alegró en partes iguales. En muy pocas ocasiones la había ido a buscar para sacarla a cenar o a tomar una copa, o para disfrutar de un agradable paseo. Su cara le informó de que las cosas no iban bien, y cuando él le sugirió que cerrara la puerta con llave, que echara las cortinas y que colgara bien visible el cartelito  “volveré en media hora”, sus sospechas fueron confirmadas.

Ambos se encontraban de pie en medio del local. Adrián se condujo igual de impulsivo en ese momento que  en casa de Antón, le soltó a bocajarro lo que acababa de hacer.

—¡¿Cómo?! ¿Qué has hecho qué?

Adrián confesó que descubrió el pastel y que perdió la cabeza.

—¿Quién te lo dijo?

—Eso da igual. Es lo de menos, ¿no te parece?

—¿Y no pudiste pensar que era un cuento?

—¿Era un cuento?

—No.

—Pues ya está.

—Pero una cosa es una cosa y esto es otra.

—Ni más ni menos. Esto es otra cosa. No intento justificarme y tampoco digo que mi reacción haya sido proporcionada. Simplemente te digo cómo han transcurrido los hechos.

—Pero, joder. Esto es un súper mal rollo que te cagas. ¿Y ahora qué hacemos?

—Nada. Nada de nada, por mi parte.

Ella quedó pensativa y de repente se echó a llorar. La situación la desbordó. Se concienció paulatinamente de lo sucedido y no se le escapó la gravedad del asunto.

—Vamos a casa —dijo ella.

Nicoleta, desde dentro, vio como la pareja se alejaba con caras contritas y circunspectas. Le sorprendió que su vecina cerrara la tienda tan temprano. Algo había ocurrido, desde luego. Tubo que reprimirse para no salir corriendo y preguntarles.

Después de unos días duros y angustiosos, en los cuales Adrián no durmió en casa ni uno solo, Mª Jesús optó por pedirle perdón, por olvidar el asunto y por prometerle que nunca jamás se volvería a repetir.

Ambos reconocían en su fuero interno, que tras la desaparición de Antón, se inició entre ellos una etapa bonita. Un renacer. Fue fantástico, súper maravilloso, sensacional. Y sin darme cuenta se me está pegando la forma de hablar de Mª Jesús, ya perdonarán ustedes. Adrián viajaba menos y hacía todo lo posible por frecuentar su hogar. Incluso se intercambiaban regalos fuera de fechas señaladas. También estaban proyectando un viaje al extranjero, destino que no habían fijado, pero lo mejor de los viajes es el proyecto, la ilusión de emprenderlo. Y en esas estaban, en un estatus de ánimo y confianza propiciado por una muerte. ¿Hay algo más bello que eso?

Cap.6

Rodolfo era un tipo grandote y de aspecto físico no gran cosa. Alguno que viera juntos a Nicoleta y a él paseando, podría opinar que no pegaban, o quizás que ella podía optar por un hombre más guapo. Lo cierto es que se amoldaban de maravilla. Tras varios años de compartir el mismo techo, disfrutaban de un entendimiento sano.

Rodolfo trabajaba en una empresa de publicidad. Su labor no consistía en pegar carteles por las calles, ni siquiera en repartir octavillas por las esquinas. Su puesto en la empresa se podía denominar con el  calificativo de “creativo”. Sí, así suelen llamar a los que se dedican a pensar en un eslogan, a diseñar un logotipo adecuado, a esbozar un dibujo para una campaña. En su trabajo de ratoncito, se refugiaba tras un flexo y una pantalla de ordenador.

Esa predisposición a imaginar, a soñar y a mantener la mente afilada como un lapicero, le confería un carácter despierto y original. Siempre se le ocurría algún plan para pasar el domingo u otro día de diario entretenido con Nicoleta. Ella, en silencio, agradecía tamaña dedicación por alimentar la llama de la ilusión y no pocas veces se preguntaba de donde obtenía tal optimismo y energía. Muchos de los días, al llegar a casa después de una jornada laboral, no le apetecía más que darse una ducha y sentarse en el sofá a ver la televisión. Rodolfo en no pocas ocasiones, más de las que le hubiera gustado, se dejaba arrastrar por ella y se repetía con decepción que quizás al día siguiente le propondría esa idea tan divertida que se le había ocurrido en la oficina.

Podríamos asegurar si temor a equivocarnos que la pareja mantenía una vida sedentaria. Que practicaban poco deporte. Ahí he exagerado, el deporte no existía para ellos. La desidia de Nicoleta favorecía que malgastaran muchas horas delante de la tele, ingiriendo comida basura; incluyendo en ese saco, pizzas y otros alimentos de dudoso valor nutritivo y reprobable aspecto saludable que pudieran pedir a domicilio. En ocasiones, les entraba un calentón y lo hacían en el sofá. Un día con Ice Age 4 como telón de fondo y apartando un bambú con setas de su regazo, se pegaron un revolcón de lo más romántico.

Al día siguiente de este hecho, que no fue ni vergonzante ni épico ni todo lo  contrario, fue cuando Nicoleta habló a Tadeo de Mª Jesús.

—Lo que te digo, lleva varias semanas rara, extraña. Pasa de la alegría desbordante al más absoluto mutismo.

—Si te digo la verdad, no me he fijado. Yo la encuentro como siempre.

—Qué va, qué va. Algo le pasa. Créeme, la conozco muy bien.

Tadeo dejó a Nicoleta y entró en la tienda de Mª Jesús a entregar dos cartas ordinarias y un giro.

—Buenos días. ¿Qué tal estamos hoy?

—Hola Tadeo. Ya ves, súper atareada.

 Colocaba en las estanterías unos productos recién llegados. Tadeo, mientras ella se incorporaba de la posición más bien ortopédica en la que se encontraba, la observó con deleite y sin disimulo. Una vez más comprobó que gozaba de una figura muy apetecible. Para más inri, ese día exhibía un escote nada discreto; no pudo evitar turbarse. También noto en su entrepierna un estremecimiento incómodo. Tuvo que salir precipitadamente para que ella no advirtiese tan  comprometedora excitación.

Mª Jesús, a pesar de que todo ocurrió en unos pocos segundos, no perdió detalle, lo que la llevó a esbozar una franca sonrisa una vez que el cartero se hubo ido. No se le escapaba que Tadeo la miraba todos los días con deleite y fruición. Bastaría que ella chasqueara los dedos para tenerlo rendido a sus pies. Y sin apenas apercibirse volvió a brotarle la idea de un revolcón con él. Inmediatamente de haberlo pensado se maldijo y se llamó estúpida por  maquinar de ese modo. Después de haber enderezado su relación con Adrián, no debía estropearlo de nuevo con otra aventura. Se entristeció también al darse cuenta de lo reducido del mundo en el que se movía. La mera idea de liarse con el cartero denotaba que su espectro de conocidos se resumía a la nada, y eso la entristeció. ¿A qué dedicaba el tiempo cuando no trabajaba? Tan solo a convivir con Adrián, a disfrutar de su casa y poco más. Su vida social  se reducía al trato con los clientes en la tienda. Triste sin lugar a dudas. Pero esa pesadumbre no le borró de la cabeza a Tadeo. Fue más bien al contrario, lo empezó a desnudar y a imaginarse posiciones inverosímiles, sentados ambos en el asiento trasero de un automóvil.

Hasta sus pensamientos los consideraba preocupantes, perturbadores.

 

Cap.7

Tadeo, un hombre casado y sin hijos, mantiene con su mujer Mónica una buena relación;  ambos disfrutan de la compañía mutua. Tadeo es divertido, jocoso y se muestra habitualmente relajado y predispuesto a cualquier requerimiento por parte de ella. Mónica trabaja de auxiliar administrativo con un horario endemoniado que no le permite llegar antes de las ocho. A pesar de lo que pudiera parecer, una vez traspasaba la puerta del piso, se relajaba, sabiendo que Tadeo le tendría preparada la cena y la casa estaría de punta en blanco. Seguramente ya habría dispuesta una botellita de vino descorchada encima de la mesa de la cocina y le ofrecería nada más verla aparecer un beso, una sonrisa y una copa, por ese orden. ¿Dónde se consigue un hombre así? Se preguntarán ustedes. Yo no lo sé, desde luego.

Como hemos dicho, carecen de hijos. Al principio ninguno de los dos los deseaba. Se decían que quizás más adelante, que estaban muy bien así, sin ataduras extras, sin obligaciones, disponiendo de todo el tiempo para su disfrute. Pasados unos años, lo buscaron, sin mucho entusiasmo, todo hay que decirlo, y al final abandonaron el proyecto. Puede decirse que no se arrepienten. Han construido un modo de vida y se han apropiado de una buena rodaja de felicidad que a otros matrimonios les falta.

Entre ellos nunca ha habido infidelidades. ¿Qué cómo lo sé? Pues porque yo soy el que cuenta la historia y se supone que estoy bien documentado. ¿Qué no puedo saber lo que ocurre de puertas adentro? Ahí se equivocan, de medio a medio. Licencias del cronista. Crean todo lo que están leyendo, es la pura verdad. Así es como ocurrió exactamente. Como decía, ustedes me despistan, lo juro, entre ellos nunca han existido infidelidades.  Por supuesto que han deseado a otras personas, es algo consustancial al ser humano. Han alimentado sus fantasías e incluso han pensado en no-sé-quién cuando hacían el amor. Nadie les puede culpar de ello. Todos lo hemos hecho. ¿Quién no ha fantaseado con una relación extra matrimonial?

Bien, se daba la circunstancia de que Mª Jesús y Adrián vivían en el mismo bloque que Tadeo y Mónica. Que los separaba un inmenso patio interior y que desde la ventana de la cocina de Tadeo, se podía ver la del piso de Mª Jesús. En épocas de buen tiempo y cercanos al verano, dado que la mayoría de los vecinos dejaban las ventanas abiertas para disfrutar de las fragancias de la primavera tardía, muchas conversaciones privadas dejaban de serlo, y al final ocurría que los vecinos conocían y sabían de los otros más de lo que deberían. La mala racha que atravesaba la pareja estaba en boca de todo el bloque. Desde que Adrián se enteró de la infidelidad de su novia, se les oía discutir de vez en cuando. Cierto que la pareja alcanzó una temporada de estabilidad y las conocidas diatribas cesaron casi por arte de magia durante un tiempo. Pero Adrián, en el fondo, nunca perdonó a M ª Jesús su aventura con Antón. Bastaba que un día uno de los dos no anduviera muy fino, para que la chispa saltara y volvieran a enfrentarse como el perro y el gato.

Tadeo se fue obsesionando progresivamente con Mª Jesús. La bola iba creciendo más y más. El deseo que le producía y el verla sufrir a menudo con ese Adrián que no la perdonaba, alimentó en su interior la irresistible idea de matarlo. Esa obsesión llegó a ser enfermiza. Imaginaba las maneras más inverosímiles para deshacerse de él.

Un buen día, el plan cristalizó en una decisión irrevocable.

Sabía que Adrián era futbolero. No sólo le gustaba ver los partidos por la tele, sino que también jugaba en un equipo local. El campo de fútbol del barrio era un modesto estadio situado en los arrabales de la ciudad. Los coches aparcaban en las inmediaciones, unos terraplenes de tierra, grava y baches, que se convertían en incómodos charcos en cuanto llovía un poco. Tadeo se hizo el replegadizo, lo saludó, se aproximó al coche de Adrián y con un cuchillo jamonero que escondía bien oculto, lo mató cuando Adrián había abierto ya el vehículo. Lo colocó delante del volante, cerró la puerta y se marchó.

Mientras regresaba a su coche, intentando ocultar el cuchillo y no mancharse las ropas con sangre, sintió una satisfacción que ninguna otra experiencia en el mundo podría sustituir. Se dio cuenta de lo fácil que era matar y no se explicaba cómo no había más muertes por asesinato en el mundo. Si él que no lo había hecho nunca, lo llevó a cabo con tanta sencillez, no entendía como otros no procedían igual. Creía además haber obrado correctamente;  un modo eficaz de resolver un problema. No le cabía la menor duda.

Mª Jesús lo pasó mal por algún tiempo. Mª Jesús se apoyaba en las conversaciones diarias con Nicoleta y en las fugaces bromas que intercambiaba con Tadeo a diario. El fin de semana, sobre todo el domingo, se le hacía más duro y cuesta arriba.

Tadeo, cuando la visitaba durante el reparto, la observaba con el interés de un bacteriólogo y pudo reconocer una mejoría conforme trascurrían los días. Hasta Nicoleta, que pasaba más tiempo a su lado, reconocía que eso era cierto. No se había cumplido ni un mes desde la muerte de Adrián que ella ya exhibía una sonrisa más lozana, se arreglaba como hacía tiempo y su predisposición optimista permitía que incluso hablara del futuro.

Tadeo se excitaba con mayor frecuencia al verla. Los dos minutos que pasaba a su lado de lunes a viernes constituían su joya más preciada. El cartero no dejaba de pensar en lo que ella opinaría de él. Si lo encontraría atractivo. Consciente de la diferencia de edad que los separaba, reconocía que las posibilidades de una aventura rayaban la nulidad. Pero ese detalle tampoco lo torturaba. Se enorgullecía de haber podido mitigar la pena de la chica y verla feliz.

Quizá fuera la soledad de Mª Jesús la que hiciera que se aproximara más a Nicoleta. Desde la muerte de Adrián, frecuentaba  la tienda de productos biológicos para entablar animadas charlas con su vecina de negocio. Nicoleta llegó a conocerla mejor y poco a poco una sincera amistad creció entre ambas. Nicoleta le preguntó un día si no se encontraba muy sola y le confesó que no. Que no iba a lanzarse a la desesperada a buscar una pareja, que valoraba esa etapa de soledad y reflexión. Nicoleta sacó a colación al cartero y le preguntó si no le gustaría pasárselo por la piedra. Mª Jesús soltó una risilla nerviosa que fue suficiente respuesta para que Nicoleta adivinara que sí que se le había pasado por la cabeza.

De esa simple conversación se empezó a engendrar el deseo de acostarse con el cartero. Si bien no lo consideraba ningún adonis, no era menos cierto que tenía un polvo y Mª Jesús permitió dejar crecer en su subconsciente la estúpida idea de llevarlo a cabo. Sabía que si le proponía algo en esa dirección, aceptaría. No se le escapaba la forma indisimulada de mirarla. La devoraba con los ojos. Quizás no supiese o no quisiese fingir.

Una mañana, ella fue directa y se lo planteó. Tadeo, ruborizado como un colegial, quiso salirse por la tangente, pero al final, no pudo ni con la insistencia de ella ni con su deseo. Ocurrió una tarde. Tadeo terminaba el trabajo sobre las tres. Esa tarde, Mª Jesús no abrió. Tadeo se fue a duchar y se personó en casa de ella a las cuatro. La experiencia resultó rara y torpe al principio, pero tras repetir, ambos se acomodaron en el contexto. Y lo que inicialmente se propuso como un revolcón ocasional, se convirtió en una relación furtiva que a ninguno convenía.

Cap.8

—Bueno, chica, ¿qué tal te va con el cartero?

—Calla, no seas indiscreta.

Ambas se encontraban, como de costumbre, en la repisa exterior de la tienda de Nicoleta.

—Cualquiera que pase puede oírnos.

Nicoleta asintió dándole la razón y entonces, se le acercó y le susurró.

—¿Me vas a contar algo o no?

—Jo, tía, ¿qué quieres que te cuente?

—Lo normal. Qué tal es en la cama, si es tierno y dulce o brusco y rudo, si tiene conversación después de o es un arisco. Si fuma después de hacerlo. Detalles, necesito detalles.

—¿Sabes que eres una cotorra de la peor especie?

—Sí, lo sé. Pero no me vas a intimidar y de aquí no te mueves hasta que me digas lo que quiero oír.

Mª Jesús no pudo escaparse y sin entrar en muchos detalles, le vino a resumir que Tadeo disfrutaba de un buen estado de forma para su edad. Que era un tipo divertido, locuaz y nada tosco, sino todo lo contrario. Mª Jesús lo adornó con algunas pinceladas de humor y de detalles accesorios que no venían a cuento, pero que engrosaban el relato. Vamos, el truco que emplean muchos escritores para llegar al número de páginas que les exigen las editoriales.

—¿Sabes? Se me está ocurriendo una idea mega guay. ¿Te gustaría acostarte con él?

—¡¿Cómo?! Creo que te has dado un golpe en la cabeza o algo. ¿Cómo se te pueden ocurrir esas cosas?

—Creo que te gustaría.

—Te recuerdo que tengo novio.

—¿Y?

—Pues que nos queremos mucho, nos llevamos bien y no necesito a nadie más.

—Tan solo probarlo. Creo que a él no le importaría.

—¿Qué pasa, te has convertido ahora en su chula?

—No, mujer. Es sólo por compartir, para que veas que no soy para nada egoísta ni posesiva.

—Pues va a ser que no.

—Si cambias de opinión ya me dirás.

—Puedes esperar sentada.

Y ambas se recluyeron en sus respectivos establecimientos.

Al paso de los días, la envenenada semilla que Mª Jesús sembró en la pobre Nicoleta germinó, agarró con fuerza sus raíces y llegado un momento, creció tanto en su interior, que su estado derivó en desasosegado e intranquilo. Cada mañana que veía a Tadeo, le entraban unos sofocos nada habituales. Odiaba a Mª Jesús por conducirla a semejante estadio de desorientación. Un día no pudo más y al cerrar por la tarde, le propuso ir a tomar una caña antes de ir a casa.

—¿Qué diría Tadeo si se lo propusieras?

La pregunta pilló desprevenida a M ª Jesús que no sabía a qué se refería.

—¿Cómo dices?

—Estoy hablando de lo que me propusiste el otro día. Te digo que qué te diría Tadeo si se lo propusieras.

La cara de Mª Jesús se iluminó.

—¿O sea, no me digas que te apetece?

—A decir verdad, no lo sé. No sé si me apetece o no. Me has enredado de mala manera. Estoy hecha un lío.

—Se lo preguntaré.

—¿Y cómo se lo vas a plantear?

—Tía, pareces lela. Diciéndoselo.

—Espera, espera. ¿No le dirás que yo te he dicho que me apetece acostarme con él?

—¿Te crees que soy lerda? Claro que no. Le diré que si no se ha fijado nunca en tí, si no ha soñado con darse un revolcón contigo.  Aprovecharé el mejor momento para plantear cualquier cosa con un hombre, que es justo después de hacerlo. Lo pillaré desprevenido y debilitado.

—No me gustaría que creyese que la idea ha partido de mí.

—Que no tonta. Parecerá que es cosa mía.

—Es que es cosa tuya. Eres una lianta.

—Lo sé, lo sé.

Y tal y como Mª Jesús lo había planeado, después de un polvo, cuando ambos recobraban el resuello, le soltó a bocajarro.

—Oye Tadeo, ¿qué me dices de mi vecina Nicoleta?

Tadeo oyó la pregunta y quedó un tanto confuso.

—¿A qué te refieres?

—¿Qué piensas de ella?

—No sé, que es buena chica, supongo.

—No tonto, no me refiero a eso.

—¿A qué te refieres entonces?

—Me refiero a si te gusta, a si te has fijado en ella.

—Mª Jesús, no sé a dónde quieres ir a parar. De verdad que no.

—Ya lo creo que lo sabes. Soy súper observadora y me he dado cuenta de cómo la miras.

—¿De cómo la miro? ¿Qué quiere decir eso?

—Quiere decir que estoy megasegura de que la deseas.

—No seas ordinaria, por favor.

—No sabes mentir. Sé que te atrae. Además has de saber que a ella no le importaría acostarse contigo.

—¡¿Qué?!

—Que estuvimos hablando la semana pasada de tí. Y que te encuentra un hombre interesante y entonces se me ocurrió, fíjate, que igual a ti te apetecería probarla.

—Mª Jesús, esta conversación no me está gustando un pelo. ¿Tú ves normal que me ofrezcas semejante cosa?

—Sí, a mí no me importa compartirte. Y el que sale ganando eres tú, que te beneficiarás a las dos. Si dices que no es que eres tonto de capirote. Lo que te ofrezco es ideal de la muerte.

—¿Compartirme? Ni que fuera un caramelo.

—¡Mmm!

—Vete a la mierda.

—¿Cuándo le digo que os vais a ver?

—Mª Jesús basta, por favor.

Tadeo se hizo el enfadado, pero la conversación lo excitó de tal manera que no tuvieron más remedio que echar otro polvo furioso y desenfrenado. Tras este paréntesis necesario, Tadeo preguntó,

—¿Cuándo quiere que nos veamos?

Mª Jesús sonrió y le dio un cachetito en el culo.

—Malo, eres malo. Lo sabía, lo sabía.

Quedar con Nicoleta resultaba más complicado que con Mª Jesús, mucho más. Nicoleta vivía con Rodolfo y los horarios que llevaban se solapaban. Una tarde, se le ocurrió fingir que se encontraba mal y se quedó en casa. El riesgo era enorme. Si a Rodolfo le daba por salir antes del trabajo o por pasarse de improviso, los hubiera pillado con las manos en la masa. Pero no fue así. Resultó tan sencillo como ella había imaginado.

De esa manera, Tadeo fue encontrando la forma de compaginar a una y a otra. Sin olvidarse de su mujer. Al principio todo derivó en una locura. Tanto Nicoleta como Mª Jesús se mostraban entusiasmadas con la novedad y el pobre cartero debía de obtener fuerzas de flaqueza y encontrar tiempo, discreción y energía. Si además, un día determinado, su Mónica también tenía ganas de ferrete, debía de dar lo mejor de sí.

Al pobre hombre no le quedaba más que sonreír ante tamaña situación. ¡Que a él le pasara eso a su edad! Ni en un millón de años lo hubiera imaginado. Pero así estaban las cosas y no le parecía que estuvieran nada mal. Se dejaría arrastrar por la inercia y ver hacía dónde lo llevaba.

Cap.9

Mª Jesús con el tiempo se echó un novio; algo previsible, por otra parte. Ella era la típica mujer acostumbrada a estar emparejada. No concebía el día a día sin una relación estable. Lo de Tadeo, como capricho, estaba bien, pero no guardaba más recorrido. El cartero se alegró y no solo por ella, sino también por él. Hubo semanas que reconoció no poder más. Era muy conveniente que ellas estuvieran ocupadas, y cuanto más mejor.

Con el tiempo, el novio de Mª Jesús se iba poniendo cada vez más pesado con que fueran a vivir juntos. Mª Jesús valoraba esa idea pero la creía un tanto precipitada. No se conocían tan profundamente como para dar ese paso. La convivencia es algo complicado y a tener muy en cuenta. No es una cuestión baladí que se pueda decidir alegremente. A ella le gustaba ese hombre, pero notaba como él pretendía apretar el acelerador.

Pero su negativa encerraba algo más. No se le escapaba que si aceptaba vivir con el novio, perdería la baza de Tadeo o cuando menos, la posibilidad de citarse con tanta libertad como acostumbraban hasta el momento. Y en ocasiones se sentía culpable ya que no era capaz de discernir que llevaba más peso en su negativa. En un momento determinado, Mª Jesús se encontraba mal. Él la atosigaba con el tema en cuestión, rozando la pesadez. El asunto lo conocía Nicoleta y Tadeo, por supuesto. Ninguno de los dos supo aportar un consejo oportuno ni orientarla en una dirección correcta. La decisión recaía en ella exclusivamente.

Tadeo, con el paso de los días, la encontraba más desmejorada, con un pésimo mal humor e irritable, rozando lo insoportable. Le dijo que no podía continuar de esa guisa, que debía de solucionarlo: o lo mandaba al cuerno o accedía a irse con él a vivir. Ella le aseguró que no era capaz de dar un paso en un sentido o en otro y Tadeo se propuso ayudarla, aunque no se lo dijo.

Sería curioso introducirse dentro del cerebro del cartero y saber cómo funcionaban sus engranajes. Qué es lo que le llevaba a tomar una determinación y no otra. Porque la conclusión a la que llegó para aliviar a Mª Jesús de sus penas no sonaba ni razonable ni lógica, ni siquiera medio normal. Se le ocurrió (como ya habrá imaginado el avispado lector) la peregrina idea de matarlo. Así de fácil. Consideró que era la forma más rápida y eficaz de solventar el problema. El mismo procedimiento que utilizamos para eliminar un mosquito que nos incomoda, mamporrazo y a otra cosa. Y lo curioso del caso es que Tadeo no se sobresaltó al pensar en ello. Llegó a esa conclusión del modo más sosegado imaginable. Como quien encuentra la palabra que falta para acabar un crucigrama. Y el dar con la clave lo llenó de felicidad. Una felicidad que despistaba a propios y a extraños. Mónica lo encontraba raro. Si de natural era un tipo dicharachero, verlo cantando, soltando más tonterías de las habituales y prodigándose en deferencias y ofrecimientos, le conferían un aurea difícil de definir. Ni Mónica ni Mª Jesús ni Nicoleta adivinaban a ciencia cierta que le pasaba a ese hombre. Diríase que le había tocado el Euro Millón o algo por el estilo. Cuando menos, era desconcertante.

Tadeo sabía que no podía apuñalarlo. Mª Jesús se daría cuenta de que todos sus novios acababan apuñalados y llegaría a sospechar algo. Así es que tuvo que urdir otra estratagema. El novio trabajaba en un polígono industrial a turnos. Lo había seguido varias veces. Vivía solo. Se le ocurrió que podía acercarse a su casa, timbrar en el portero automático y decirle que era el cartero. ¿El cartero a las diez de la noche? Sí, es que soy el que reparte en la zona y usted recibió una carta certificada urgente y como era viernes pensé que a lo mejor no podía esperar hasta el lunes. Yo vivo aquí al lado y no me ha importado hacerle el favor. No es la primera vez que me pasa. Es la ventaja de conocer bien el barrio y a sus gentes, le diría. Al hombre le resultaría extraño, pero en el momento en el que le franqueara la puerta, ya daría igual. Una vez dentro, lo golpearía hasta dejarlo sin sentido y lo asfixiaría con sus manos. Simularía después un robo, revolviendo aquí y allá y se llevaría todo lo que encontrase de valor.

Y fue igual de sencillo imaginarlo que llevarlo a cabo. El plan era una auténtica chapuza, una mierda en definitiva. Ni a un perturbado se le hubiera ocurrido tan estrafalaria y poco imaginativa idea. Pero Tadeo actuaba así. En ese momento de creatividad, se creyó el más inteligente de los asesinos en serie. En fin, qué quieren que les diga. Que tuvo suerte, eso es. De cara a la policía, quedó como un robo que derivó en asesinato. El ladrón seguramente no contó con la inesperada presencia del dueño de la casa, o bien este entró de improviso y el delincuente no pudo o no supo esconderse o desaparecer a tiempo. Para los investigadores policiales se presentaría como un caso extraño, sí, pero a falta de pruebas y testigos, darían carpetazo al asunto en unos pocos días y el crimen pasaría a engrosar la larga lista de delitos pendientes que desgraciadamente se hallaba archivada en los ordenadores y armarios de la policía.

Cap.10

Mª Jesús, al enterarse de la noticia, no dio crédito. Con muy pocos meses de diferencia habían muerto asesinados dos novios. Su estado de ánimo rozaba la depresión. Y nadie se lo podía recriminar. Era para estarlo. Lo primero que le vino a la cabeza es que quizás ella tuviera algo que ver. Que alguien los había matado por su causa. Y puestos a suponer, pensó que quizás a los dos desdichados los uniera algún enemigo común. Alguien que los quisiera mal por alguna razón que se le escapaba. No paraba de analizar todo ese revoltijo de ideas y no conseguía colocarlas en un orden que tuviera sentido.

Tadeo fue la primera persona a la que Mª Jesús llamó al enterarse de la terrible desgracia. Fue el sábado por la tarde. El móvil del cartero sonó cuando este se preparaba en el baño  para una ducha. Le sorprendió su poco tacto al contactarlo en fin de semana. Debía de haberse figurado que su mujer se encontraría a muy pocos metros de distancia. Abrió los grifos del lavabo y de la ducha y respondió a la llamada. Ella, entre sollozos le contó la triste noticia y Tadeo tuvo que fingir una sorpresa y una pena a la que le costó dar verosimilitud; aun así creía que había resultado convincente. Le dijo sentirlo mucho pero que no podía ir a verla. Ella le pidió que lo intentara y él, sin prometerle nada, susurró que vería cómo se las componía.

Ese sábado no había trazado con Mónica ningún plan. No resultaba infrecuente que salieran a cenar, de tiendas o si el tiempo acompañaba, a disfrutar de un largo paseo por la ciudad. Mónica le comunicó por la mañana que dedicaría la tarde a ordenar el armario de la habitación, que iba a realizar una limpia de ropas y trastos viejos. Tadeo, a eso de las seis, le dijo que se iba a dar una vuelta, que se aburría. Ella, sin sacar la cabeza del armario, le respondió que bien y que se acordara de comprar leche antes de volver, que casi no quedaba.

Nada más abrir la puerta, Mª Jesús se echó en sus brazos en el rellano de la escalera.

—Espera, espera, vamos dentro —aconsejó Tadeo.

Una vez cerrada la puerta, ella explotó en un amargo llanto.

—Suerte que has venido —le susurró al oído.

—No me podré quedar mucho tiempo. He dejado a Mónica con sus cosas y no debo demorarme demasiado. Se supone que estoy dando un breve paseo.

Ella, aparentando no oírlo, le soltó.

—¿Por qué, por qué lo han matado?

—Mira, estas cosas pasan. La delincuencia existe, nos rodea. Es algo fortuito el que nos toque o no. No le des más vueltas. Sabes que puedes contar conmigo y que te ayudaré en lo que pueda.

—Suerte que te tengo a ti, cariño.

Tadeo al oír esas palabras, sonrió de satisfacción, ya que las tomó en sentido inverso al que ella les quiso dar. Ella se refería al consuelo que le proporcionaba su compañía y él, al hecho de haber sabido que ese hombre sobraba en su vida y que no quedó más remedio que quitarlo de en medio.

Todo esto llevó a que Mª Jesús requiriera la compañía del cartero más de lo que  a este hubiera gustado. Y lo que son las cosas, Tadeo estaba deseando que Mª Jesús se echara otro novio lo antes posible.

Nicoleta se enteró el lunes y no por boca de Mª Jesús. El universo chismoso en el que se movía Nicoleta era tan activo e interrelacionado que parecía que fuera una neurona en permanente contacto con los otros millones de neuronas cotorras y parlanchinas. Nada más abrir la tienda estuvo esperando fuera para ver aparecer a su vecina de negocio y en plena placita salió a su encuentro y se fundieron en un abrazo. Mª Jesús agradeció sobremanera el gesto, tan afligida estaba. Suerte que la rutina diaria disipó la pena y el malestar tan grande y profundo que desolaba a la pizpireta tendera.

Y ya lo dice el refrán, que el tiempo todo lo cura. Bueno, algunos de ustedes opinarían que todo todo, no. Que los días de lluvia van mal para el reuma y que los huesos se resienten. Pero no nos referimos a ese tiempo, no estamos hablando de la meteorología, sino del tiempo del reloj, del calendario. Aun así, seguro que no han podido superar alguna desgracia. Me lo creo, pero no podrán negar que algo se habrá mitigado, ¿no? Y si no es así, ¿qué quieren que les diga? Que la vida no se detiene y este relato tampoco. No me puedo entretener en escuchar sus problemas. Que yo también tengo los míos y no les doy la tabarra con ellos. Sigamos con otro capítulo.

Cap.11

Y todo fue de maravilla hasta que el novio de Nicoleta se puso pesado.

Sí, de repente, un buen día, empezó a sospechar de ella. Se figuraba que le metía los cuernos. Una corazonada más que fundada. Ella no sabía disimular, aunque lo intentara. Ya no eran los misteriosos días en los que ella se encontraba indispuesta y no acudía a abrir el negocio. La delataba su actitud, el humor y el hermetismo con que se comportaba.

De la sospecha, pasó a la paranoia y sin haberlo planeado decidió espiarla de manera aleatoria. Las pesquisas de Rodolfo cayeron en saco roto o en agua de borrajas, como prefieran. Eso fue así durante los inicios de la investigación. Pero el que la sigue la consigue; por fin vio salir al cartero del portal de su casa. Ocurrió uno de esos días en los que Nicoleta aseguró encontrarse fatal, con un resfriado tremendo. Tal y como precedía en tales circunstancias,  se quedó en casa. Y Rodolfo decidió esperar en la calle, enfrente del portal, a verlas venir. Y no lo vio venir, pero sí irse.

No pudo subir al piso. Necesitaba asimilarlo. Empezó a caminar erráticamente por las calles aledañas y sin saber dónde se metía, entró maquinalmente en un bar y se pidió una caña. Aparentando ver la tele, mirándola sin ver, oyéndola sin escuchar, su cabeza funcionaba a mil por hora y en vez de sosegarse, se iba acelerando cada vez más. No podía subir a casa en ese estado ni podía ausentarse sin decírselo. Hizo de tripas corazón y resolvió dejarlo por esa noche. Pondría su mejor cara de póquer y tantearía el terreno para encontrar el día y el momento propicio para abordar la espinosa cuestión. Lo que estaba claro es que la cosa no podía quedar así.

Nicoleta, ajena a los descubrimientos de su novio, le daba vueltas a una intuición. Cabía dentro de lo posible que Rodolfo se oliera la tostada. Lo encontraba cada vez más raro y esquivo. Parecía que la evitaba, que hacía todo lo posible por no toparse con ella dentro de la casa.

Una tarde en el que su cuerpo desnudo yacía junto al del cartero, no menos desnudo, susurró,

—Creo que Rodolfo sospecha algo.

—¿De nosotros?

—Claro, de nosotros. ¿Cuántos amantes crees que tengo?

—No lo sé. ¿Cuántos amantes tienes?

—Vete a la mierda. No tiene gracia.

—Está bien. Perdona. Era broma. ¿No tienes sentido del humor o qué?

—Sabes que no mucho.

Ambos permanecieron en silencio, sin saber muy bien qué decir.

—Además, recientemente, a la vez que me evita, me vigila. Está pendiente de si voy y vengo. Y eso sí que es raro. Intuyo que no quiere perderme de vista.

—Creo que te estás volviendo paranoica.

—No es verdad.

—Pues te comportas como si lo fueras. Lo que cuentas es pura imaginación.

—Podría ser. Pero mi sexto y séptimo sentido raras veces se equivocan. Lo conozco desde hace muchos años y sé diferenciar hasta sus maneras de respirar.

Tadeo, mientras se dirigía a casa, barruntaba que quizás Nicoleta estuviera en lo cierto y que Rodolfo tuviera la mosca detrás de la oreja. En ese caso, lo mejor sería dejar de verse por un tiempo; así lo habían decidido antes de separarse minutos antes. Era lo más sensato.

Pero la tormenta estalló mucho antes de lo que ninguno imaginaba. Un sábado, algo pasó en el piso de Nicoleta y Rodolfo. Algo prendió la mecha y todo explotó por los aires. No sabemos cómo se inició, pero estaba claro que esa situación no podía durar mucho más. Ese piso se asemejaba a un polvorín, lleno de inestable nitroglicerina. Rodolfo, en pleno acaloramiento, le aseguró haber visto al cartero salir por la puerta de la calle. Ella no lo negó, simplemente le soltó, «¿y qué?». Esa indiferencia agravó más el estado de ánimo de Rodolfo, el cual, entre gritos y berridos, le preguntó que cómo podía comportarse así de fría, que si no tenía sentimientos y ella, haciendo mutis por el foro, se fue a encerrar en el baño. Rodolfo la oía sollozar de manera vehemente y sin saber qué hacer ni cómo comportarse, tuvo la imperiosa necesidad de salir a la calle a probar suerte con el aire fresco, a ver si él sabía calmarlo.

Esa noche y la siguiente no durmió en casa, se fue a un hotel. Tuvo la deferencia de enviar a Nicoleta un mensaje aclarador, «Estoy bien, me he ido a un hotel. Necesito espacio y tiempo para pensar en todo esto. Te ruego que tú hagas lo mismo». El lunes fue a trabajar y por la tarde, se encaminó a casa del cartero. Había buscado sus señas días atrás y la idea de hacer una visita a ese bastardo lo atormentó durante todo el fin de semana.

Antes de que sonara el timbre en casa de Tadeo, fíjense lo que son las casualidades, estaba pensando que no sería mala idea dar pasaporte a ese Rodolfo que tanto atormentaba a la pobre Nicoleta. Pero recapacitó y recobrando la templanza, se dijo que no podía ir por ahí matando a todos los novios, maridos y ligues de las mujeres con las que se acostaba. El timbre lo arrancó de manera abrupta de  esas cavilaciones.

Oír por el interfono el nombre de Rodolfo lo descolocó. Pero más lo hizo el rostro del muchachote fornido que se presentó en el rellano. Su aspecto, desde luego, no auguraba nada bueno. Sin venir a cuento, lo empujó, lo insultó y le gritó que qué se había creído. Tadeo intentó defenderse verbalmente, pero se dejó vapulear. Sabía que no podría con ese tipo, más joven y robusto que él. Tadeo, cada vez que podía, entre jadeo y jadeo, aseguraba a su agresor que se equivocaba de persona, que ignoraba de qué le estaba hablando. Sobre la marcha se le ocurrió que esa situación, aunque dolorosa, le podría resultar beneficiosa, ventajosa de alguna forma.

Rodolfo, cuando se fue vociferando que como se acercara otra vez a ella volvería y lo remataría, dejó a Tadeo hecho unos zorros. Había recibido la paliza de su vida y siendo sinceros, no podía decir que no se lo merecía; tarde o temprano tenía que llegar, debía de ocurrir. Ya se sabe, el que juega con fuego, al final se quema. Y Tadeo llevaba mucho tiempo dándoselas de pirómano y aunque creía que había sido prudente y cuidadoso, a la vista estaba que las precauciones tomadas habían resultado insuficientes.

Se fue a lavar al baño y mientras lo hacía, fue urdiendo la diabólica idea de denunciar a su agresor. Lo llevaría a juicio; tenía todas las de ganar. Y el denunciarlo no perseguía únicamente una posible venganza, sino también desacreditar a ese matón a los ojos de Nicoleta. De esa forma, ella de daría cuenta con qué tipo de hombre compartía cama; con qué clase de aborigen convivía.

Y el plan no le pudo salir mejor. El juez ordenó que Rodolfo pagara una multa por agresión; que indemnizara a Tadeo por daños y perjuicios con una cantidad de dinero que si bien no alta, ascendió lo suficiente como para cabrear a Rodolfo y dibujar una amplia sonrisa en la cara de Tadeo.

Antes de que esto ocurriera, cuando llegó Mónica esa tarde a casa después del trabajo, se encontró con un Tadeo hecho un guiñapo. Los dos ojos a la funerala, el pómulo izquierdo magullado, el labio hinchado y la posición en la que se encontraba en el sofá indicaban que alguna parte de su cuerpo debía de estar en peores condiciones. Ella se sobresaltó y le preguntó qué le había pasado. Tadeo llevaba rato pensando en la respuesta a esa pregunta. Y decidió que la mejor mentira es la pura verdad. Le contó lo que había pasado, ni más ni menos. Que ese loco que había ido a verle pensaba que mantenía relaciones con su pareja; ella no era más que una muchacha a la cual repartía el correo a diario.

Mónica no hizo mucho caso al relato ya que lo urgió para acudir al hospital. Allí descubrieron un brazo roto, varias costillas fracturadas y contusiones y hematomas en varias zonas de la geografía anatómica de su cuerpo. No le quedaría más remedio que sufrir una baja durante unas cuantas semanas. Pensó con resignación que no le vendría mal un tiempo de dolorido descanso. El lapso ayudaría a calmar las aguas y por qué no, a descansar del frenesí al que estaba siendo arrastrado desde que se declinó por el adulterio.

La explicación que Tadeo diera a Mónica sobre lo que ocurrió aquella tarde le bastó al principio, pero con el tiempo, ella se empezó a carcomer la cabeza y a imaginar a qué dedicaba Tadeo las tardes de lunes a viernes. No se le escapaba que su Tadeo era un apuesto hombre y no le extrañaría que se fuese de picos pardos mientras ella se encontraba en el trabajo. Bien es verdad que nada sugería que su marido se comportara de esa manera. Nunca desde que lo conocía había desconfiado en ese sentido. Y ahora que ambos se encontraban en la cincuentena, todavía tenía menos sentido sospechar que él le ponía los cuernos. Ni la trayectoria de su pasado ni las circunstancias del presente hacían albergar ninguna duda acerca de Tadeo. Pero no era normal que alguien creyese sin ninguna base ni fundamento que Tadeo se estaba beneficiando a su mujer. Aún tenía menos sentido que el cornudo decidiera dar un palo de ciego y aporrease al primero que se le ocurriera, y a domicilio. No, desde luego que sonaba algo descabellado. Y todo el asunto en sí soltaba un tufillo que enrarecía el ambiente. Mónica pasó de la duda al presentimiento, y un día, cuando apagaba la luz de su mesilla, se durmió pensando de qué manera podría averiguar algo más de la vida de su pareja. De esa vida que desconocía.

Cap.12

Rodolfo fue directamente al piso. Necesitaba contarle a Nicoleta lo que acababa de ocurrir. No estaba seguro de cómo reaccionaría, pero creyó que había actuado bien y que la paliza que le endosó a ese tipo iba muy en consonancia con los hechos ocurridos entre este y su pareja.

Se encontró el piso vacío. Miró el reloj y se dio cuenta de que era aún muy pronto para que ella hubiera llegado de trabajar. Para pasar el rato, se dio una ducha lenta, de esas en las que intentas disfrutar cada una de las miles de gotas que acarician tu cuerpo. Se encontraba entumecido y tenso. Como si los golpes los hubiera recibido él. Luego, se embutió en un chándal y fue al salón. Se sentó en el sofá y a los dos minutos se levantó y se dirigió a la cocina a por algo que llevarse a la boca. Se encontraba ansioso, la espera  le estaba resultando interminable.

Cuando entró Nicoleta y lo vio, su rostro no expresó toda la alegría que él hubiera esperado. Ella tan sólo dijo,

—¡Ah, estás aquí!

Pero lo soltó con una total indiferencia. Como si le importase un pimiento su presencia. Él se levantó y fue a su encuentro. Ella pareció molesta de que le siguiera como un perrito faldero.

—Nicoleta, espera, tenemos que hablar. He venido para eso.

—Aguarda a que me cambie.

Y Rodolfo tuvo que esperar otra media hora, tiempo que le costó a ella darse una ducha y ponerse ropa cómoda para andar por casa. Él se encontraba en la cocina, improvisando algo para cenar. Ella abrió la nevera, saco un litro de zumo de pomelo y se sirvió un vaso.

—Bien, hablemos.

Rodolfo le contó la visita al piso de Tadeo. A ella se le fueron agrandando los ojos conforme iba escuchando el relato. Su cara fue tornando de color, alcanzando en pocos minutos irisaciones rosáceas, cercanas al color de la ira. Al final no pudo más, y lo interrumpió de improviso.

—Eres un animal. ¿Cómo has podido hacerle eso?

—¿Y a ti que más te da? Según dijiste, para ti no significa nada, no es más que un ligue.

Ella calló. A las claras se veía que no era así. Que sentía un sincero afecto por ese hombre.

—Signifique algo o no, tu conducta no ha estado bien. ¿Desde cuando eres una persona violenta?

—No soy una persona violenta. De hecho, soy bastante pacífico. Han sido las circunstancias.

A Nicoleta, cada vez le apetecía menos hablar, permanecer a su lado. Su presencia la incomodaba sobremanera y no pudo callarse.

—Quiero que te vayas.

—¿Cómo?

—Quiero que te vayas de esta casa. Lo has estropeado todo.

—¡¿Encima que me pones los cuernos el malo soy yo?!

—Aquí no hay ni malos ni buenos.

Y con esa sentencia, se levantó y se refugió en la habitación.

Ustedes pensarán que por qué no se iba ella del piso, ¿verdad? Pues muy sencillo, el piso pertenecía a Nicoleta. Bueno, no exactamente. La mitad pertenecía todavía al banco, pero en unos diez años, si no se retrasaba en sus pagos, acabaría de finiquitar la hipoteca y se convertiría en la legítima propietaria.

A Rodolfo le faltaban ánimos para hacerse el equipaje y recoger todas sus pertenencias, que eran muchas. Entró en la habitación, en donde se encontró con una Nicoleta sollozante, tapada con las sábanas y con la almohada encima de su cabeza. Rodolfo se disculpó diciendo que cogía cuatro cosas y que se iba. Que por la mañana pasaría para hacer la mudanza.

Ella permaneció muda. Ni siquiera le dijo adiós.

Cap.13

Pasaron las semanas y Tadeo se recuperó bien de sus males y de sus heridas. Le dieron el alta y volvió al trabajo. Lo estaba deseando. Acostumbrado al mundo laboral desde joven, los días se le hacían eternos. Debía llenarlos de ocio y entretenimiento y para un tullido, no hay muchas distracciones interesantes.

Una mañana, mientras él preparaba el desayuno, Mónica se arrepentía de  albergar de manera habitual pensamientos dramáticos y desconfiados hacia su marido. Se dijo que jamás obtendría el valor suficiente como para espiarlo. Sonaba a todas luces descabellado. Se avergonzaba incluso de sus locas ideas.

Era habitual que él saliera de casa antes que ella. Cuando se hubo marchado, Mónica pudo dedicarse a reflexionar de manera más coherente y sosegada. Entre mordisquito de tostada y sorbito de café, le iban llegando flashes de los dos en los últimos tiempos y lo que más memoria le ocupaba eran las escenas de sexo. De una cosa estaba segura, de que de un tiempo a esta parte su escasa actividad sexual había recobrado nuevos bríos. Y eso la complacía desde cualquier punto y ángulo que se examinase. No era cuestión de mostrarse exquisitos con la edad de ambos. Además, había notado como su marido la requería más a menudo, de hecho, él tenía ganas casi a diario. Ella no tanto, pero enseguida se subió al carro del placer. A lo bueno se acostumbra uno rápido, desde luego. Y claro, todo esto le sugería un sinfín de preguntas. ¿De dónde había sacado Tadeo toda esa carga sexual contenida durante tanto tiempo y menguada con el paso de los años? ¿Dónde había aprendido esas posturas nuevas y nada usuales en sus estancadas costumbres sexuales? Se asombraba de ver a Tadeo improvisar y ensayar novedosas y hasta el momento imposibles posiciones en la cama.

Todo ello daba mucho que pensar, desde luego.

El primer día que Mónica no fue al trabajo aduciendo un catarrazo terrible, se aburrió cosa mala. Tadeo al volver del suyo se sorprendió de su presencia. Ella le dijo que no había podido ir a la oficina por hallarse en unas condiciones penosas. Él estuvo cariñoso, le prometió un caldo que iba a empezar a cocinar ipso facto, la arropó con una manta y mientras, le preparó una infusión con miel. Mónica, simulando cierto interés en la tele, no paraba de observarlo y de reconocer la gran suerte de tener a Tadeo como pareja,  un sol de persona.

Lo de fingir un resfriado o encontrarse enferma, lo repitió de manera aleatoria cada vez que se le antojó. No había nada en el comportamiento de él que lo delatara como adúltero. Mónica pensaba que fingir resfriados para espiarlo, aparte de poco efectivo, era bastante deshonesto por su parte y al final desistió. Admitió haberse comportado como una chiflada. Tadeo era un encanto de persona.

Un sábado por la mañana, Mónica le propuso que la acompañara a realizar algunas compras. Tadeo odiaba eso, ir de compras con ella. Le agradaba ir sólo, a su aire, pero no soportaba ir con ella. Y no por su compañía, no por ser su pareja ni tan siquiera por ser mujer. Ir de compras con alguien significaba una tortura. Debes de fingir que te interesa lo que el otro quiera adquirir, cuando en realidad te importa un rábano. La presencia de un compañero de compras no hace más que limar el tiempo que uno va a dedicar a lo que de verdad le interesa. No le compensaba desde ningún punto de vista.

Yendo de un lugar a otro, pasaron por la pequeña placita. A Mónica se le antojó comprar un regalo a un compañero de trabajo con el que estaban muy bien avenidos y cuyo cumpleaños se iba a celebrar la semana próxima. La situación fue extraña. Tadeo tuvo que esforzarse por no parecer incómodo y Mª Jesús lo trató con total normalidad. Pero a Mónica no se le escaparon las miradas cómplices que había entre ellos. Tadeo, al salir de la tienda, pensó que había pasado la prueba de una forma más que holgada. Pero nada más lejos de la realidad.

Esa noche, mientras lo hacía fervorosamente con su marido, no podía quitarse de la cabeza a la exuberante y apetecible dependienta y los celos y las sospechas volvieron a aflorar.

La semana siguiente, simulando no encontrarse bien y confesando al jefe que su estado se debía a un catarro mal curado, salió antes del trabajo. En su anterior espionaje, había decidido investigar más a fondo y averiguó en dónde vivía ella. Apostó el coche en un lugar con una visibilidad adecuada del portal y, tachán-tachán. ¿A quién vio salir de allí? A su encantador esposo Tadeo. Mónica quedó inmóvil por unos minutos. En ese momento se dio cuenta de que se había equivocado. Hubiera preferido desconocer la verdad. Ya se sabe, ojos que no ven…Pensó por unos instantes salir y montarle una escena, pero enseguida cambió de opinión. Ni siquiera se veía con arrestos de sacar el tema en casa. Entonces, ¿para qué quería esa información? ¿Cómo iba a utilizar lo que acababa de averiguar? No lo sabía. Se imaginaba llegando a casa y diciendo a Tadeo que lo había descubierto saliendo del portal de ella. Y Tadeo se preguntaría que hacía por allí, y ella que iba a contestar, ¿que lo estaba espiando? Se moriría de vergüenza. ¿Qué pasaba casualmente por ahí? Esa dirección no le caía de camino a ningún sitio. Decidió llevarlo con discreción, era la mejor manera. De momento dejaría las cosas tal y como estaban.

Se sorprendió como era capaz de convivir con él a pesar de saber lo que sabía. La certeza de que Tadeo le ponía los cuernos no afectó para nada a su convivencia. Pero el problema de no exteriorizar los sentimientos, las penas y las preocupaciones es que nos hacen mella por dentro y en ocasiones es hasta peligroso. Es mejor explosionar que implosionar. Y a Mónica le estaban saliendo úlceras en el estómago y divertículos en el intestino, de tanto contenerse.

Decidió hacer una visita a Mª Jesús. La movía el convencimiento de que una conversación de mujer a mujer ofrecería la mejor solución posible. Ella estaba dispuesta a pelear por lo que consideraba suyo. Bajo ninguna circunstancia quería perder a Tadeo. En el portero automático, cuando oyó «¿quién es?», prefirió no mentir e ir al grano.

—La mujer de Tadeo.

Era entre semana,  la hora de la comida, el mejor momento para pillarla en casa.

Mª Jesús la recibió con cordialidad y por qué no decirlo, con deportividad. Sabía que si Mónica había ido a verla se debía a que se había enterado del pastel. Así es que no negó ninguna acusación, pero tampoco se disculpó. Desde su punto de vista las personas no pertenecemos a nadie. Cada uno es libre de irse con quien mejor le venga en gana, sin que ataduras de tipo marital u otras puedan sujetar a nadie. Mónica se iba enfureciendo a medida que la oía razonar acerca de su relación con Tadeo bajo esos términos. Vino a decirle, “me lo estoy tirando porque me da la gana, él quiere y tú no eres nadie para decirnos lo que debemos de hacer. Que ya somos adultos y no unos putos críos”. De repente, Mónica perdió el temple y agarró un jarrón de porcelana que descansaba sobre una mesita; se lo estampó en la cara, con tan mala suerte, que la mitad de él fue a parar al cuello y eso ocasionó que se le rajara la yugular. Un potente y escarlata chorro brotó de Mª Jesús. Mónica se llenó de sangre, tanto su cara como su blusa quedaron impregnadas. Mª Jesús se desplomó y tras unas cuantas convulsiones, dejó de representar un problema para Mónica.

Muy al contrario de lo que hubiera pensado. Un alivio difícil de describir la inundó. Esa liberación le descontracturó el cuello y la zona cervical de la espalda, zonas que había tenido agarrotadas durante muchos días. Reconoció que el liberar tensiones, de la manera que fuera, era mejor que acudir al fisio.

Fue al baño y se lavó. Entró en la habitación de Mª Jesús, buscó una camisa  y se cambió. Una vez en la calle, tiró la suya a un contenedor y se dispuso a entrar en su hogar con la mejor de las sonrisas. Su querido Tadeo la estaría esperando con la cena hecha y ella estaba dispuesta a premiar su esfuerzo con una sesión de sexo a la altura de las circunstancias.

Cap.14

Mónica se despertó descansada, muy relajada. Era viernes y por ende su satisfacción se duplicaba. Los viernes es un buen día para las personas inmersas en el mundo laboral. Dicen los políticos que gobiernan, que las cifras del paro cada vez son menores, que nuestro país va francamente bien, que debemos de ser pacientes y confiar en ellos. En fin, ya conocen ustedes de qué va el paño. El caso es que excepto esos millones de personas que están en paro, el resto, los que tienen la suerte de disfrutar de un trabajo, y dentro de estos, los que lo hacen con una jornada de lunes a viernes, viven este día con especial alborozo. Es la antesala del fin de semana y la cabeza está más en los planes del sábado y del domingo que en lo que se debería de estar. Y si no pregúntenles a los jefes, a ver qué piensan del rendimiento de sus subalternos los viernes. Lo mismo ocurre los lunes, aunque por otros motivos. La realidad es que en este país tan sólo se trabajan tres días. Pero me estoy yendo por las ramas.

Decíamos que Mónica se levantó de un excelente buen humor. Tadeo la pudo oír cantar bajo la ducha, algo que él creía de usufructo exclusivo. Como de costumbre, él salió antes de casa y ella quedó acompañada de sus pensamientos. Creía firmemente en que había actuado de forma correcta. Nadie, excepto la policía, debería reprocharle su modo de actuar. Es más, si lo contara a cualquiera, ese cualquiera le daría una palmadita en la espalda y la felicitaría. Pero lo que la satisfacía no descansaba en la opinión de los demás. Lo que la llenaba de orgullo era lo que ella pensaba de sí misma. No mucha gente hubiera defendido lo suyo de una manera tan contundente y sincera. Sí, porque había sinceridad en su proceder. Cierto que no lo premeditó, vino rodado como quien dice. Pero su temple y serenidad le demostraban que había seguido el camino correcto. Por otro lado, no existía atisbo alguno de remordimiento de conciencia. No se sentía agobiada por si alguien la había visto salir de esa casa, por las investigaciones policiales que se desencadenarían. Sencillamente, era feliz.

Tadeo por su parte, cuando esa mañana vio la tienda de regalos cerrada, se extrañó. Que él supiera, Mª Jesús no estaba enferma. Así es que le preguntó a Nicoleta.

—Pues no tengo ni idea. Sí que es raro sí.

—Igual tenía alguna visita médica, o algo así —concluyó Tadeo, restando importancia al asunto.

—Podría ser. Aunque me lo hubiera dicho.

El cartero encontró, como hacía todas las mañanas, un hueco para echarse un rápido cortado. En el ínterin, aprovechó para marcar el número de Mª Jesús. No hubo respuesta. Eso lo preocupó más.

A la salida del trabajo, aun antes de ir a casa, pasó por el portal de ella y timbró. Nada. Todo le resultó muy extraño.

Por la noche, Mónica estaba radiante. En cuanto llegó le propuso ir a cenar por ahí. Tadeo no estaba de humor, además, acababa de preparar una exquisita ensalada de arroz y en el horno se estaban cocinando unos canelones. Había comprado además una botella de vino blanco que se enfriaba en la nevera.

—Ya tengo la cena preparada. Podías haberme llamado antes.

—Se me ha ocurrido por el camino. Venga va, no seas plasta. Es viernes.

El pobre Tadeo, hizo de tripas corazón y accedió a los deseo de su mujer. Apagó el horno y pensó que a los canelones no les pasaría nada porque descansaran allí hasta el día siguiente. La ensalada, sin ninguna duda, perdería su atractivo aspecto.

En la cena estuvo ausente. Mónica no paraba de hablar. Se le había metido en la cabeza realizar un viaje. No dejaba de hablar del futuro y Tadeo se sentía desbordado. Todo bullía en su cabeza de una forma desordenada y sin sentido. La ausencia de noticias de Mª Jesús, la explosiva felicidad de su mujer y él, que no encajaba en ningún sitio.

Mónica no era ajena al estado de desconcierto de Tadeo. Por un lado le divertía verlo así, alicaído y triste. No podía reprimir pensamientos del tipo “es lo que te mereces, por adúltero”. Pero en el fondo sentía lástima por él. Por eso urdió el plan del viaje y otros muchos, para llenar de alguna manera el vacío que se había instaurado en su interior.

Dos días después se conoció la noticia. Nicoleta fue la que alertó a la policía. Dos días seguidos sin tener noticias de su vecina de negocio resultaba algo llamativo. Nicoleta se horrorizó al enterarse de que habían encontrado el cuerpo degollado en su propio apartamento. Tadeo se enteró por boca de ella. Tubo que sentarse en un taburete en la tienda de Nicoleta. Ella lo intentó consolar con tacto y mimo, pero no fue suficiente. Estaba blanco como la leche.

Tadeo no dio pie con bolo en toda la mañana. No paraba de repetirse quién podía haber cometido semejante barbaridad. En la placita se comentaba que la vida de la malograda dependienta había estado sembrada de mala suerte y de desgracias. Apuñalan a su novio, estrangulan a su siguiente pareja, y ahora a ella. Muchos pensaban, y con razón, que los tres crímenes no podían constituir hechos aislados; demasiada casualidad. Y Tadeo también pensaba lo mismo. Él era el causante de dos de ellos, pero ¿y el tercero? Si era cierto que existía un hilo conductor, ¿qué hilo era ese?

Con el paso de los días, se fue mejorando. Nicoleta lo consoló lo mejor que pudo, y no me refiero a que únicamente le dejara llorar en su hombro, ustedes ya me entienden. Mónica también le prodigó todo tipo de atenciones. No le ofrecía más que parabienes y lo obsequiaba con  compañía, ternura y sexo.

No podemos ocultar que Tadeo era feliz, se dejaba mimar. Bien mirado, su situación distaba de ser mala. Sencillamente había habido una baja en su harén. Nada más que eso. A fin de cuentas, no era para tanto.

Cap.15

Pasó el tiempo y la normalidad volvió a reinar. Tadeo y Mónica seguían siendo una pareja bien avenida y su relación disfrutaba de una salud de hierro. Se complacían de su mutua compañía y lo hacían de un modo sincero. Tadeo no dejó de ver a Nicoleta ni una sola semana. Que su matrimonio fuera viento en popa no quería decir que sus infidelidades no navegaran por los mismos derroteros.

Y esto fue así hasta que a Mónica se le cruzó entre ceja y ceja que su amorcito escondía algo. Y llegó a esa conclusión por nada en especial. No es que pillara a Tadeo en falso, que le descubriera algún desliz. Sencillamente era de la opinión de que a quien le gustan los dulces y las golosinas, no puede parar de saborearlos por muchos años que pasen. Tadeo era un goloso. Una vez abierto el tarro de la miel, estaba segura que no pararía hasta acabárselo. Por eso sospechó que había alguien más.

Un sábado, ofreció a Tadeo ir de compras por el centro. Este aceptó a regañadientes, y ella, que en el fondo no quería que la acompañara, le disculpó diciéndole que si no le apetecía que ya iría ella sola. Que no buscaba nada especial, sencillamente, pasar el rato. Tras un regateo dialéctico, cada uno se salió con la suya. Ella fue sola y él quedó en casa disfrutando la paz y la tranquilidad.

Mónica intuía que en esa placita residían todas las tentaciones de Tadeo; un pálpito infundado, pero no exento de certeza. Así es que merodeó por ahí y decidió entrar en la tienda de productos biológicos, tiendita pegada a la de la pobrecita Mª Jesús. Aprovechó la discreción que le otorgó el hecho de que estuviera bastante concurrida, para observar a la chica que la regentaba. Sin lugar a dudas no estaba nada mal. Algo joven para Tadeo, pero también lo era Mª Jesús y eso no cortó al madurito de su marido. Mónica pensó con acierto que la dependienta no tendría ni idea de quién era ella, así es que cuando le tocó la vez, actuó con normalidad y pagó un paquete de medio quilo de avena. Le cayó bien al instante; desenvuelta y risueña, amable y educada. Y en ese momento lo supo. Actuó como un médium, se situó en el espacio que separaba a su marido y a la tendera. Sin ninguna justificación palpable y sin poderlo explicar en el caso de que hubiera sido necesario, supo que su marido estaba liado con esa chica. Y notó que ella había experimentado algo parecido a una convulsión cuando le entregaba el tique. La tendera percibió algún tipo de vibración que la alertó de un incierto peligro.

Esta vez no le costó ningún esfuerzo espiarla. Con Mª Jesús fue diferente. Había una incertidumbre que en este caso no existía. No le costó tampoco seguirla un día a la salida del trabajo y averiguar dónde vivía. Tampoco le costó ningún esfuerzo simular en el trabajo, una vez más, que se encontraba enferma. Y fue cuestión de tiempo descubrir a Tadeo salir una tarde del portal de la chica.

En hecho no supuso para ella trauma alguno. Ni siquiera se lo tomó a mal. No le cogió de sopetón como en el caso de Mª Jesús. Lo sabía, su único propósito fue corroborarlo.

Se sorprendió a sí misma ver como actuaba con total naturalidad ante su esposo. Es más, no le recriminaba nada. Manejaba el asunto como si se tratara de la educación del hijo que nunca tuvieron; con paciencia y sacrificio. Sabía que Tadeo no era culpable de nada. Se dejaba llevar, quizás por no estar acostumbrado a ello.

Y ocurrió de manera parecida a como actuó con Mª Jesús. Se personó en su casa, dijo por el interfono quién era, Nicoleta le abrió la puerta y con el mismo cuchillo jamonero que utilizó su marido (aunque ella desconocía esa circunstancia) se la cargó. Esta vez no se manchó, ni siquiera se despeinó. Fue una acción limpia y eficaz.

El disgusto de Tadeo no supuso un mazazo tan fuerte como la muerte de Mª Jesús. Se mostró alicaído durante unos días, pero al cabo de poco tiempo, todo recobró una habitual normalidad.

Las sospechas que giraban en torno a la cabeza de Tadeo se fraguaron en una incuestionable certidumbre. Mónica había despachado a las dos chicas. ¿Quién si no? Era lo único que se sostenía. Por mucho que ella hubiese actuado simulando sendos robos, estaba más claro que el agua. Y Tadeo no pudo reprimir un cierto orgullo hacia su mujer. Demostraba que se preocupaba por él. Que se preocupaba por su relación. Y en el fondo, ella y él no eran muy distintos. También el mató por el bienestar de dos personas. Porque creyó que era una medida adecuada a las circunstancias. Así pues, Mónica se condujo como mejor supo. No le podía reprochar nada por ello.

Las subsiguientes semanas no representaron más que deliciosos momentos que ansiaban en verse. Si la felicidad tiene un límite y este no es el infinito, ellos lo habían alcanzado. Mónica era consciente de que él sabía lo que ella había hecho y eso la reconfortaba, si cabe, mucho más. Era un secreto compartido y no hablado. A ninguno de los dos se le pasó jamás por la cabeza comentar nada al respecto. ¿Para qué? No tenía ningún sentido. Bastaba que ambos lo supieran, el silencio producía más placer que las palabras.

Pero este statu quo no duró demasiado. ¿Saben ustedes eso de que la cabra tira al monte? Bien, ya se imaginarán por donde voy. Tadeo, un buen día, se fijó que al lado de la tienda de la desaparecida Mª Jesús, habían abierto un establecimiento de ropa pija. La regentaba una mujer de edad parecida a la de Mª Jesús, un poco mayor quizás. Sin ser ninguna belleza, alteraba a Tadeo de un modo que le era familiar. Notaba como ella coqueteaba con él de una manera nada ambigua…

Epílogo

Ya ven, ¿qué quieren que les diga? Me he limitado a contar lo que pasó. ¿Qué son hechos vergonzosos vistos desde una moral endeble? ¿Qué no se deberían de tomar a la ligera soluciones tan radicales como las expuestas? ¿Qué uno no puede ir por ahí liquidando a todo aquel que le estorbe? Vale, vale, de acuerdo. Yo ni quito ni pongo. Ni digo una cosa ni tampoco la contraria. Para gustos, colores.

Seguramente muchos de ustedes no hubieran procedido de esta manera. No lo sé. La mayoría de la gente no tendría agallas para cargarse a otra. A lo mejor enfrentarse al supuesto amante y darle una paliza, puede. Aun así lo dudo. El que no es violento de natural, no puede improvisar sus actos. Es complicado. Una persona debe de estar en una situación límite como para perder los estribos, y aun así.

Comprendería que a alguno de ustedes le resultasen unos hechos escandalosos, sobre todo contados así, a la ligera. Pero miren, yo los veo de lo más naturales. Sobre todo porque he seguido comportándome así desde que descubrí que matar es placentero. Desde que descubrí que no hay manera más sencilla de acabar con los problemas que eliminándolos de raíz, sin intermediarios, sin discusiones, sin pleitos, sin abogados, sin gastar dinero y sin la necesidad de pasar noches y noches de insomnio. Sin que se llegue a producir en mi interior gastritis, que sin lugar a dudas derivaría en una úlcera y luego quien sabe, en peritonitis. No amigos. Yo lo tuve claro desde un principio. Mi salud y bienestar ante todo. Nadie cuida de uno mejor que uno mismo. Eso es un hecho y una verdad incontestables. Si queremos sacarnos las castañas del fuego es mejor ser autosuficientes. Recurrir a la ayuda externa (al resto del mundo) es por lo general fútil, lento, indiscreto y tortuoso. Desde que maté a Adrián, la vida me ha ido mucho mejor. Soy mejor persona, más comprensivo, me muestro más receptivo y sintonizo mejor con la raza humana. Me ha ayudado a entender mejor a las personas y valoro mucho más cada momento de la vida. De la mía, claro.

Efectivamente soy Tadeo. Un buen día, tuve la necesidad de confeccionar un pequeño boceto de mis vivencias, de mis sentimientos, hasta que obtuve fuerzas suficientes como darles forma e intentar elaborar un relato. Esto que están leyendo es ese intento y lo único que espero es que haya resultado de su agrado.

Después de lo que les he narrado, ha habido muchos más crímenes a mis espaldas. Tengo un buen montón de muescas en mi revólver, como dirían en alguna novela del género negro.

¿Y Mónica?, se preguntarán ustedes. Bien, pues mi querida Mónica siente, piensa y actúa como yo. Nunca hemos sacado el tema, como creo que ya he comentado, pero sé que ella va liquidando a todas las mujeres con las que me acuesto. No lo puede evitar. Nuestra dicha va en proporción directa a mis adulterios y a sus asesinatos. Y nos va bien. Muy bien.

No me gustaría acabar sembrando la duda de que intento hacer apología del asesinato. Ni mucho menos. No les estoy alentando para que sacrifiquen al vecino que le molesta con un volumen inhumano del televisor (aunque si se trata de un partido de fútbol, lo tendría más que merecido). Me he limitado a sincerarme con ustedes, a expresarles mis sensaciones después de matar. A mí me gusta, pero antes de probarlo, les aconsejo que lo hablen con un profesional. Nueve de cada diez dentistas recomiendan no hacerlo.

FIN

 

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