Enzo

Enzo

 

Cap.1

Aquel  era un enclave curioso, y no solamente por la situación geográfica. El rincón se conocía por un solo motivo y se ignoraba por todos los demás.

Oficialmente aparecía en los mapas y en las guías turísticas como un pueblo, como un pequeño núcleo urbano, casi diminuto se podría matizar, constituido por apenas diez casas. Existen aldeas más grandes que jamás han alcanzado el calificativo de pueblo. Su nombre lo omitiremos de momento. Intentaremos forzar en usted un ejercicio mental, por si le suena y es capaz de adivinarlo antes de que lo desvelemos.

Como suele ocurrir en estos pequeños grupúsculos poblaciones, las casas no se distribuían ni mucho menos de modo regular. Las edificaciones se diseminaban como si cada una portase la misma carga eléctrica y la inherente repulsión entre ellas provocara que se alejaran lo máximo posible. Aun así, no lo conseguían lo suficiente. Se encontraban alejadas, pero no lo bastante como para que cada vecino no supiera si otro iba o venía, si estaba o no estaba, lo que hacía o lo que dejaba de hacer.

Además  de la población existía un pequeño hotel, en realidad un balneario. Lo había sido desde antiguo. En todo el mundo son conocidas las propiedades sanatorias de las aguas termales, y no solo por su temperatura, sino también por el beneficio derivado de su composición mineralógica. Desde hace siglos, estos parajes sitos siempre en las faldas de montañas, se han explotado, vamos a decirlo así, como centros de reposo y salud. Si bien es cierto que males como reumas y artritis son más propios de la ancianidad, en los últimos tiempos, gentes de todas las edades y condición disfrutan de un fin de semana en hospedajes similares.

El balneario que nos ocupa se mantenía a flote, sobre todo y de forma mayoritaria, gracias a los viajes del IMSERSO. Autobuses repletos de ancianos recalaban en él, inducidos por la creencia de que el poder milagroso de las aguas y la paz del entorno conseguirían lo que el abundante pastillaje que ingerían a diario no  lograba.

Y para mayor desconcierto del lector, y de mí mismo debo admitir, a un kilómetro del hotel-balneario, aproximadamente, existía una fonda. Un turista ajeno a la rutina local y a su historia podría pensar que el dueño de la fonda se había instalado en esas latitudes por fastidiar al hotel; nada más alejado de la realidad. Los habitantes de la zona saben, porque así se ha ido transmitiendo de generación en generación, que esa fonda lleva allí desde la Edad Media, o antes si me apuran. Yo de historia sé lo mismo que de taxidermia o de papiroflexia, pero les animo a que ustedes se ilustren en una buena enciclopedia, llamada hoy internet. La fonda se ubica donde se ubica, merced no a una casualidad ni a un capricho del fundador. El camino que separaba el territorio que nos ocupa con el valle aledaño pasaba  inevitablemente por allí. Piénsese que en épocas pretéritas, incluso remotas, los viajes se recorrían a pie y la carga se realizaba por medio de caballerizas. Antes de iniciar la dura cuesta que conducía al puerto, se debía ascender un penoso y tortuoso camino. Y en la fonda los viajeros reponían fuerzas, bien alimentándose, bien disfrutando de un sueño reparador, bien de ambas maneras.

Lo del balneario vino después. Que de la montaña surgía agua atemperada lo sabía hasta el más despistado. Ya en aquellos años tan distantes, los aldeanos gustaban de darse baños calientes en singulares pozas que el líquido elemento formaba en los recovecos de las rocas. Todo resultaba idílico, como en un cuento de Andersen, hasta que empresarios de entonces, con una avezada visión comercial, decidieron que explotar aquello podía resultar una buena idea. Cuando se invierte en un negocio en plena naturaleza, suelen ser  empresarios de ciudad los que aportan el capital. No pretendo sentenciar  ese sector de la sociedad, yo pertenezco a él y por eso también sé de lo que hablo. Las gentes de ciudad suelen poseer un conocimiento de la vida rural rayando la nulidad. Desconocen cómo viven los lugareños, las necesidades diarias que precisan y  lo más conveniente para su supervivencia. No insinúo que los consideran lerdos, exageraría, pero barrunto que se creen más listos que ellos. Y sobre todo, que el poder del dinero puede persuadirlos de casi todo. Eso es lo que pensaría el primer inversor que rumió la idea. Cuando llegó y contempló semejante desamparo y la diminuta población, elucubró que eso era pan comido. Se debió sentir como un gran conquistador que ha descubierto a unos indígenas y que su misión no era otra que cristianizarlos, convertirlos para que viesen la luz, la luz del mundo civilizado. Así es que ese astuto inversor, haciendo uso de sus influencias y saltándose, no ya las leyes, que probablemente no existirían en esa época, sino evidentes normas no escritas inculcadas en el interior de cada uno, inundó el paraje de material de construcción y de obreros. Todo para levantar un edificio, canalizar el agua y darle la forma que a los señoritos de la ciudad les podría agradar. Así es como nació el hotel-balneario.

En honor a la verdad, no todo fue negativo al principio. Si bien la paz y la tranquilidad  habitual se vieron menoscabadas por la ingente presencia de turistas, en el valle nació lo que ahora se conoce como riqueza turística. Para el humilde ganadero que subsistía merced a las vacas y a las gallinas, este hecho era irrelevante, pero para los restaurantes, hoteles y tienditas, fue notable la repentina visita de extraños dispuestos a gastar su dinero.

El hotel fue pasando de mano en mano con el devenir de los tiempos. El agua es una concesión del gobierno. Digamos que el agua no tiene dueño, pero las instalaciones sí, y estas han ido cambiando de uno a otro, se han ido comprando y vendiendo un sinfín de veces. En períodos más recientes, quizás imitando a otras demarcaciones de características parecidas, se empezó  a embotellar el agua para su comercialización. Esto otorgaba un plus añadido a la riqueza económica local. Casi todos los trabajadores de la planta embotelladora residían en el pueblo o en otros próximos.

Por todas estas razones, los propietarios del hotel no deberían de preocuparse por la existencia de una pequeña fonda. De acuerdo, sirven comidas y cenas, alquilan habitaciones, pero ese modesto negocio representa una minúscula gota de agua al lado del balneario.

¿Por qué una persona se alojaría en la humilde fonda antes que hacerlo en el hotel? Para empezar, por el precio, claro está. Y para continuar, porque hay turistas que acuden a ese destino para disfrutar de la naturaleza. No les interesa o no se sienten atraídos por los circuitos termales y ni siquiera les atrae beber el agua que allí embotellan. En sus cantimploras descansa el agua del grifo, la de toda la vida, que si hasta el momento no les ha perjudicado, no lo va  hacer ya nunca. Esos turistas quieren disfrutar de la montaña, de los paseos por la fronda, del frescor de los bosques en verano y de los paisajes nevados en invierno.

Habría que añadir que existe una fórmula intermedia. La de aquellos que se hospedan bajo los lujos y parabienes del hotel tan solo por el trato más refinado; o sencillamente porque a Joaquín (el dueño de la fonda) no le quedan plazas disponibles.

La orografía del sitio merece una descripción; breve, no se me asusten. Tanto las casas, como la fonda y el hotel se hallan ubicadas a los pies de una montaña de unos dos mil quinientos metros de altitud llamada Bontur. El topónimo no proviene del francés, ni siquiera del catalán. No se deriva de Bon Tour, aunque la idea no es mala. La montaña se llama así desde que es montaña. El nombre se lo adjudicaron los dioses y sólo ellos disciernen la razón. El Bontur abriga a las construcciones en uno de los lados del valle. En los otros, el pueblo se encuentra perimetrado por dos sierras de menos altitud que representan la frontera natural con las comarcas aledañas. Muchos de los turistas prefieren sufrir esos apenas seis cientos metros de desnivel, antes que lanzarse u osar desafiar al Bontur. Y la verdad es que vale la pena. Una vez alcanzadas las cotas más altas, se puede disfrutar de agradables vistas de las dos vertientes. No existen paseos llanos, muy apreciados por personas mayores y vagos redomados. Por esos lares tan sólo se puede ascender y descender. Pero esa dificultad, además del aislamiento congénito, le confiere un aurea muy atractiva para los que buscan sosiego y el encuentro consigo mismo. Allí se respira pura naturaleza, no hay carreteras ni fábricas ni motores ni siquiera una voz más alta que otra. Si lo que uno busca es retiro y olvidarse del mundo por unos días, es el destino idóneo.

El pueblo se llama Bontur, naturalmente. Pero como se imaginarán, no les estoy contando todo esto a modo de reclamo publicitario, de guía turística. ¿Lo está pareciendo, verdad? Desde luego que les aconsejo que lo visiten, pero mi historia se aparta bastante de la descripción paisajística. Yo quería hablarles de Enzo, uno de los habitantes del lugar.

 

Cap.2.

Enzo es un hombre que frisa la sesentena. De aspecto desaliñado y sucio, de carácter abierto y con propensión al alcohol, Enzo se dedica a la ganadería.

En el valle, la mitad del censo trabaja en el hotel y los mayores siguen conservando las tradiciones locales que no son más que el ganado y las tierras. En la demarcación, el que una huerta dé los frutos deseados es algo complicado por la altitud. Lo que la Madre Naturaleza ofrece y de sobras, son abundantes pastos que hacen las delicias de las numerosas reses que pacen por las laderas. No es preciso andar mucho ni alejarse demasiado para toparse con vacas de colores variopintos, que primero miran desafiantes, pero que a los pocos segundos se vuelven a concentrar en su rumiaje y en sus defecaciones.

Enzo es el propietario de una treintena de cabezas. Su “actividad laboral” le permite disponer de muchas horas libres (todas). Su oficio requiere dar una vuelta de vez en cuando para controlar que a ningún animalito le haya ocurrido nada. En épocas de estío, si las lluvias no son favorables, el ganado baja en busca de agua a los arroyos o a los abrevaderos construidos para tales fines. También lo hacen en invierno debido a la falta de forraje. En esas circunstancias, Enzo las conduce a unos cobertizos  donde las alimentará durante los meses más fríos. En marzo, hay años que antes, ya puede soltarlas. No hace falta reconducirlas,  ellas solas encuentran el camino de vuelta a su hábitat natural, en donde volverán a campar a sus anchas.

A los turistas les llama mucho la atención descubrirlas a dos mil metros de altura, apoyadas en apariencia de manera precaria sobre sus cuatro patas en una ladera de desnivel peligroso. Piensan, no sin falta de razón, que si ellos con sus ochenta kilos se las habían visto y deseado para llegar a dónde habían llegado, cómo diantres conseguían las vacas llegar ahí con sus miles de kilos.

Y cualquiera de esos turistas que viera a Enzo cavilaría lo mismo. Enzo, sin estar gordo, es un tipo fondón. Exhibe una barriga que indica lo mucho que le gusta comer y beber. Pero cuando hay que subir a buscar a una vaca descarriada, se mueve con la soltura que conservara de su juventud.

La vida de Enzo no es muy diferente a la de otros solterones de cualquier zona geográfica. Vive en casa de su tía, también soltera. La casa es de la familia. Allí se han criado todos. Padres, madres, hijos, hijas, tíos, tías, primos y primas, nietos y abuelos. Sobreviven ellos dos. La tía, cuya edad rondará los setenta y cinco años, se llama Felisa. La relación entre ambos es cordial pero distante. Los une un vínculo más animal que humano. Me explicaré. Se congratulan  de tenerse el uno al otro, de saber que, sobre todo al anochecer, alguien va a estar para compartir la cena, para hablar de lo de siempre, para no caer en el vacío del aislamiento.

Enzo procura el dinero para el sustento y Felisa se preocupa de todo lo demás. Tan solo cuenta con su sobrino para adquirir lo necesario para ir tirando; alimentos que no producen la tierra y el ganado y enseres para la casa. Saín, el lugar más cercano que cuenta con tiendas, supermercados, talleres, bares y entidades bancarias, es la capital del valle. Sin tener la certeza del dato, me atrevo a aventurar que su población no superará los dos mil habitantes.

Bajar a Saín con su tía supone demorar la procesión (porque no es más que eso, una procesión) en exceso. A su tía Felisa, que no sale nunca de Bontur, le gusta tomárselo con calma, pasear por las calles, hablar con unos y con otros, y tomarse un cortadito en el bar más legendario del pueblo, el Bar Chesa. Conoce a la familia desde niña y siempre pregunta por la abuela, que hasta que se muera permanecerá entre fogones en la cocina, detrás de la barra. A Enzo se le hace la mañana eterna. Sin  nada mejor que hacer, vence la tentación de tomarse algún vino para  evadirse; no le gusta beber delante de Felisa. Ella no ignora que se presenta borracho a cenar todas las noches del año. Enzo bebe en el monte, en la fonda de Joaquín y en el hotel. Si baja solo a Sain a efectuar compras, se pone tibio. Nunca ha tenido un accidente con el cuatro por cuatro Land Rover del año catapún gracias a que se conoce las carreteras de memoria. Conoce cada curva, cada guijarro de  grava en el asfalto y cada cristalito de hielo en los tramos pacinos. La inclinación de Enzo por la bebida no es desconocida por nadie en la redolada.

Si han visto alguna de las películas de la saga Torrente, que el irreverente Santiago Segura ha tenido la gentileza de ofrecernos, se harán una idea del aspecto de Enzo. Haremos una cosa, quédense con la imagen de Torrente como punto de partida y yo la iré moldeando.

Enzo tiene pelo, una ensortijada entrecana y ondulada mata que luce igual de sucia y revuelta que la lana de una oveja. Y también luce con orgullo un amplio bigote, al estilo de los barman franceses de principios del siglo pasado, el típico moustache. Los atuendos igualan en guarrindonguez a los de Torrente, pero en lugar de vestir una americana, lleva una chaqueta de lana color verde, que a juzgar por su lastimero aspecto, debe de haber pertenecido a su abuelo. Los pantalones son del mismo corte que los de Torrente, pero de pana. En cuanto a las dimensiones del cuerpo, Enzo ostenta un poco menos de barriga que el actor, es algo más alto y en su decidido caminar (aun cuando va ebrio), se nota una determinación que solo los genes han podido otorgarle.

Otro paralelismo pudiera establecerse en la  afición por las putas. Si bien en el día a día es un hombre educado aunque tosco, en los puticlubs, su forma de ser cambia y se torna grosera y desinhibida. Le gusta fanfarronear y manosear de modo firme y descarado a las chicas. En Saín no hay putas. Los sábados con apetencias lujuriosas debe de conducir unos ochenta kilómetros hasta una ciudad llamada Conich. Felisa, cuando lo ve engalanarse un sábado por la tarde, ya adivina que su sobrino se va a gastar unos cientos de euros de la manera más miserable que la raza humana pueda imaginar.

Con lo de engalanarse no se vayan ustedes a imaginar una ceremonia exhaustiva. El acto consiste en una ducha (pasarse agua caliente por el cuerpo, como lo haría un gato). Su pelo le ocupa gran parte del proceso. Lavar y desmadejar semejante mata representa toda una odisea. Su espesura es igual que la de la selva virgen amazónica. Ningún conquistador ha conseguido abrirse paso de modo eficiente. El agua resbala por ella sin penetrar, como si se tratase de un material impermeable. Su tía le deja en la cama una muda limpia consistente en calcetines, calzoncillos y camiseta. Enzo sólo usa dos pantalones, el de pana marrón de todos los días y el de ir de putas,  un tejano más o menos presentable. Camisas tiene más, unas cuatro,  todas ellas ajadas, con los cuellos y los puños rotos por el uso y con algunas manchas que ni Felisa con todo su afán ha conseguido eliminar. Elige una al azar. Las botas Chiruca que usa de normal las cambia por unas zapatillas Juma. Y para rematar, en los días de invierno, se abriga con un chaquetón confeccionado con un material indefinido, feo, de color  perturbador; su tía lo compró años ha en el mercadillo de los sábados, que desde tiempo inmemorial se apuesta en la plaza del ayuntamiento de Saín.

 

Cap.3.

La relación de Enzo con los vecinos es la misma que con su tía, cordial y distante. Con todos se habla, con todos se para a intercambiar frases amables y a preguntar por la salud de la familia, pero con ninguno de ellos guarda amistad ni siquiera confianza. Los amigos de Enzo, los dos únicos que ha tenido en su niñez, habían desaparecido. Uno murió y el otro consiguió escapar del valle; cursó ingeniería y ahora reside en Madrid, bien situado y lejos de la claustrofóbica zona de Bontur.

Quedarse sólo pudo representar un fuerte mazazo en su día, pero en el fondo no supuso un problema tan grave. Enzo lo encajó como hubiera encajado cualquier otra circunstancia desfavorable, con la parsimonia y la filosofía que lo caracterizaban. Lo aceptó, sin más. Ese era su talante. ¿Por qué preocuparse por aspectos de la vida que escapaban a la voluntad de uno? Nada podía hacer por cambiar lo que no estaba en su mano. La mayoría de acontecimientos que nos rodean  son incontrolables.

Aparentando que va a vigilar el ganado, sube diariamente colina arriba con  el Land Rover hasta el punto más alto que la bien cuidada pista le permite. Lo aparca, y sacando el almuerzo y la botella de vino, se dedica a comer y a beber hasta que la modorra le puede y cae en un profundo sueño que lo obliga a descansar sobre el prado.

En más de una ocasión, algún excursionista  lo había hallado desparramado en la hierba a las doce del mediodía, al lado del vehículo; acercándose con cautela y observándolo con pavor, había pensado, no sin falta de razón, que allí yacía un hombre muerto. De improviso Enzo se movía, se despertaba de forma brusca, abrupta, y con un tono de voz y un aspecto que no disimulaba en absoluto su embriaguez, saludaba a los asombrados paseantes que conforme se alejaban, pasaban del susto a la risa.

Enzo se siente bien allá arriba. Le gusta el contacto con la naturaleza, el aislamiento  y la cercanía con sus recuerdos. Allá arriba se traslada hacia sus ilusiones, sus sueños y sus deseos. Proyecta planes irrealizables y se propone esfuerzos y decisiones que jamás llevará a cabo. Pero el simple hecho de planearlo logra que su vida cobre sentido. Él no se considera mejor que una vaca, a las cuales les profesa un profundo respeto y  cuida como si de su progenie se tratara. Enzo se siente parte del entorno. Le gusta habitar allí porque sabe que los pajarillos no huyen cuando le oyen, que ya reconocen el ruido del coche cuando llega y se tranquilizan con el hipnótico ritmo de sus ronquidos. Que los jabalíes y sus jabatos lo esperan. Que las ardillas saltan de árbol en árbol para, desde su atalaya, disfrutar del agradable espectáculo que constituye su dormir y resoplar; para contemplar cómo ese grandón  es tan feliz como ellas y que acude diariamente para hacerles compañía.

Enzo reflexiona a veces con cierta pesadumbre; mientras que otros montan sus vidas en torno a la civilización y lo miran como a una criatura extraterrestre, con desprecio, él ha permanecido allí y se cuestiona si quizás eligió en su día un camino equivocado. Que su autocomplacencia no es más que una actitud para conformarse con lo único que ha podido conseguir en la vida, ser un animal más del bosque. Y ese pensamiento inquietante no lo ha abandonado a pesar de los años. Pero basta que se tumbe allí, al amparo de unos bojes, guarecido por unas rocas, para que en su interior se forje una opinión diferente y mucho más alentadora. Se convence a sí mismo de que es una persona afortunada. Que qué más quisieran muchos que deleitarse con un panorama tan reconfortante. Y con eso en la cabeza se duerme y refocila como lo haría un cerdo en la pocilga. Se llena el pelo de hojas, musgo y tierra. Y sus ropas lo mismo. En el pueblo se ríen a sus espaldas, pero a él le da igual. Como todo lo demás, eso hace años que lo tiene asumido.

 

Cap.4.

Un día, debía de ser septiembre, llegó  un turista y se alojó en la fonda. Parecía un tipo despistado y aseguró a Dolores (la esposa de Joaquín), que tan solo había ido para cambiar de aires. Estaba de vacaciones y quería desconectar. Pasaba muchas horas en la habitación y tanto Joaquín como Dolores se mordían la lengua para no preguntarle qué demonios hacía encerrado tanto tiempo. A eso de las once o doce, lo veían salir con su mochila montaña arriba y no regresaba hasta aproximadamente las seis.

Cuando se estableció una cierta confianza entre ellos (eso ocurrió al segundo día), el turista les confesó que se llevaba comida y lectura y que disfrutaba andando y andando y parándose cuando le venía en gana a descansar, a comer y a leer un rato bajo una sombra agradable. Los posaderos, no entendían esa manera de ver la vida. Razonaban que si ellos vivieran en una ciudad, para que diantres tenían que ir al culo del mundo a aburrirse. Así es como consideraban su vida, como una rutina imposible de modificar. Siempre había sido así y siempre lo sería. Sin saber a ciencia cierta su significado, creían en la predestinación.

En una de esas excursiones, en lo alto de una loma, cuando ya llevaba recorrido un largo trecho, Tiberio (así se llama nuestro turista) se topó con la escena que ya hemos descrito, con un hombre desparramado en el suelo, rodeado de restos de pan, huesos de conejo y una botella de vino vacía a su vera. Se sobresaltó y permaneció mirándolo durante un par de minutos. No sabía ni por asomo cómo proceder. Pensó con horror que si estuviera muerto, menudo trance, esa circunstancia podría arruinarle el día y puede que hasta las vacaciones. No había acabado de meditarlo, cuando advirtió un movimiento imprevisto y observó cómo el yacente se giraba sobre sí mismo y se colocaba decúbito supino. Enzo abrió los ojos con dificultad y tardó unos segundos en percatarse de la presencia de un foráneo apostado justo delante de él.

Acostumbrado a despertar y a contemplar un jabalí observándolo, a una vaca espantando a las moscas con el rabo o incluso a una cohorte de abejas en posición militar, no se esperaba ni por asomo ver a una persona plantada ahí, como un pasmarote. Saludó toscamente, Tiberio le correspondió y a renglón seguido se interesó por su bienestar. Enzo, a modo de disculpa por lo embarazoso de la situación, contó haber trabajado mucho y haberse quedado indispuesto por el esfuerzo físico. Al intentar incorporarse, una de sus manos topó con la botella vacía y observó cómo el visitante esbozaba una discreta sonrisa. Este, lejos de mostrar intención de proseguir su camino, se sentó en una gran piedra y bebió un trago de agua de su cantimplora. Enzo deseaba que se marchara, pero Tiberio comenzó una conversación trivial sobre el valle, la meteorología y otra serie de tópicos que no interesaba para nada al confundido lugareño.

A Enzo no le quedó más remedio que incorporarse y, por así decir, guardar la visita. De buena gana hubiera abierto otra botella de vino que reservaba en el maletero, pero no le pareció oportuno ni se hubiera sentido cómodo con semejante conducta. En su lugar, sacó una garrafa de agua y le propinó un largo trago para mitigar en la medida de lo posible el reseco que sentía en la boca y en la garganta. Parte del líquido le resbaló por el cuello y se fue a unir al resto de manchurrones, que de ostensiblemente se apreciaban en su camisa.

Tiberio era un tipo paciente y su actitud, aunque al principio le resultara a Enzo impertinente, se tornó en agradable. En el reducido espectro de su hábitat, Tiberio representaba un animalillo más del entorno, con la única salvedad de que este se comunicaba de forma diferente a como lo hacía el resto. Enzo no estaba habituado a largas charlas. Incluso con su tía, la única persona a la que veía todos los días, no intercambiaba más de cien palabras (y estas eran siempre las mismas).

El turista parecía ávido de información, pero en ningún caso le pareció a Enzo un cotilla. Aparentaba sinceridad y enseguida le cayó bien. Poco a poco se fue abriendo, y aunque su vocabulario y  riqueza expresiva dejaran mucho que desear, supo trasmitir a Tiberio su empatía.

Tras una hora de charla, Tiberio decidió proseguir su andadura. Enzo le ofreció bajarlo en el Land Rover y Tiberio, con una sonrisa en la boca, respondió que no, que su objetivo perseguía realizar algo de ejercicio. Enzo no entendió eso. Fue como si se lo hubiera dicho en ruso.

Cuando Tiberio regresaba a la fonda, se reconfortaba con una placentera ducha y daba un paseo hasta el hotel para premiarse con un par de cañas hasta que se hiciese la hora de cenar, que solía ser alrededor de la ocho y media, nueve. Esa tarde, ni de lejos imaginaba cruzarse de nuevo con el lugareño, pero ahí estaba, departiendo con una joven camarera de manera jovial y entretenida. Enzo, al verlo, lo saludó  efusivamente. Aunque Tiberio gustaba de salir a la terraza exterior a disfrutar del atardecer, se dio cuenta de que la gente local no apreciaba ese detalle; en el tiempo que llevaba allí no había visto a ninguno fuera. Casi con toda probabilidad debían de pensar que eso era cosa de guiris, lo de las terrazas. Tiberio aplicó la máxima, “allí donde fueres haz lo que vieres” y se quedó con él en la barra.

Tiberio ofreció la siguiente ronda, a lo que Enzo aceptó encantado. Tiberio no fue consciente en ese momento el error que había cometido. Había entrado en el juego sin fin de las rondas. A ver quién paga la última y cómo te puedes escabullir sin despreciar una. Como consecuencia, llegó a la fonda cerca de las diez bastante embriagado, detalle que no pasó desapercibido a Dolores, que tras preguntar si de primero quería judías salteadas con jamón o una ensalada ilustrada, el huésped farfulló algo ininteligible.

Al día siguiente, Tiberio tenía prevista una ruta alternativa a la de la jornada anterior. Se había propuesto conocer el valle variando las caminatas, pero la posibilidad de toparse otra vez con Enzo lo animó a repetir. Cuando tras una hora de fatigosa subida conquistó la loma, divisó a lo lejos el destartalado cuatro por cuatro y al alcanzarlo, se sorprendió de no hallar a su propietario. Se apoyó en la misma piedra que la mañana anterior y sacando una botella con agua, observó las inmediaciones a la vez que bebía copiosamente. A los cinco minutos lo vio aparecer, abrochándose el cinturón. Sin duda, acababa de aflojar los intestinos en algún rincón, que si Tiberio no se equivocaba, sería el mismo que de costumbre. Enzo no pudo disimular una franca alegría al verlo. Pronosticando el encuentro, preparó un macuto bien provisto; le ofreció un taco de jamón casero y otras delicias que su tía preparaba y  guardaba en la despensa.

Allí sentados, en la cómoda y ya seca hierba, Tiberio se dispuso a almorzar y Enzo a repetirlo por segunda vez. El vino no faltó y entre ambos trasegaron una botella. Cierto es que en torno a una comida se forjan a menudo sólidas alianzas y se establecen vínculos personales que no se producirían de buen seguro en otro marco. Pero no cabía duda de que entre ambos, en tan solo dos días, se había establecido una empatía extraña de modo unidireccional. A Tiberio no le resultaba en absoluto raro el haber congeniado con el tosco ganadero, pero por la mente de Enzo circulaban otra serie de pensamientos.  Esas vibraciones que recorrían sus venas no eran ni mucho menos corrientes. Reconoció que se fiaba más de ese foráneo que de personas que trataba desde niño. Y eso le preocupó. No de forma alarmante, aunque le creó un runrún en su cabeza.

Enzo tuvo que reconocer que lo había pasado bien en su compañía. Ofreció su vehículo para regresar y Tiberio se negó.

Mientras conducía cara abajo, ya echaba de menos al desconocido turista.

 

Cap.5.

Tanto Joaquín como Dolores se preguntaban cuál sería el oficio o la ocupación de su huésped. Dijo estar de vacaciones y tras una semana, no había hecho mención de despedirse. No es que pusieran reparos, sino todo lo contrario. Pero en algunos casos, la desconfianza se lleva en los genes como insignia y bandera. Ese dudoso privilegio, en absoluto exclusivo de su propiedad, también marcaba al resto de vecinos. En las cábalas de los hosteleros circulaban unos datos básicos y realistas; mes septiembre, el tiempo acompañaba, por lo que probablemente  el hospedado contara con por lo menos dos o tres semanas de vacaciones.

La rutina del turista cambió, y de repente dejó de enclaustrarse en su habitación y comenzó a salir temprano. Ni los posaderos ni el resto del pueblo tardaron en enterarse de que la pareja Enzo-Tiberio había congeniado  de maravilla. Qué es lo que encontraba el uno en el otro representaba un gran enigma. Se chismorreaba sobre la relación del borracho de Enzo con el forastero. Y era un punto bien curioso este. Cada semana, sin exagerar, llegaban al balneario cientos de turistas y el que los habitantes de la localidad repararan en Tiberio, un turista más, alojado en la única y modesta fonda, no dejaba de resultar pintoresco.

En los frecuentes encuentros, bien en lo alto de la colina, bien en la barra del bar, Tiberio cuenta su vida a Enzo. Le cuenta de dónde es, a qué se dedica, cuáles son sus aficiones y sus planes de futuro. Enzo hace lo propio y en la soledad de su alcoba, entre vaporada etílica y vaporada etílica, piensa que le ha revelado en pocos días más de lo que lo ha hecho a nadie jamás. A excepción de sus dos amigos.

Enzo es burdo explicándose, pero se desenvuelve bien. Utiliza muchos localismos que a Tiberio le resulta difícil de seguir a ratos. Sin embargo, su economía de palabras lo hace conciso y directo. Además es una persona que no se ruboriza por nada ni titubea al abrirse. Hasta él mismo se admira de que pueda comportarse de esa manera. Es como si fuera su normal proceder.

También en la soledad y tristeza de su alcoba, Enzo se acuerda de Jeremías, su amigo muerto. Mientras sus ojos turbios se dejan vencer por el sueño, observa las fantasmagóricas sombras que la escasa luz que penetra por los cristales de la puerta refleja en el techo. Cualquier crío hubiera fallecido de miedo allí tumbado, en ese sarcófago de asfixia. Pero a Enzo esa tenue luz lo relaja y lo ayuda a traspasar al más allá. Y en ese lugar puede vislumbrar a Jeremías aún en vida, hablando y moviéndose con total nitidez. Contempla con una claridad casi meridiana como lo mató, como se deshizo de él de una forma natural y sin dudar. Sin premeditación, sin remordimientos de conciencia. Sencillamente lo hizo. Y nadie lo sabe, excepto él.

 

Cap.6.

A Enzo le gustaría contar también eso. Quizás es de lo poco que le queda por desvelar tras varios días al lado del extraño, que ya no lo es. Pero no puede. No puede contar algo que no podría explicar. Lo hizo y aún no sabe si fue una acción desproporcionada o una consecuencia lógica de las circunstancias. Al día siguiente, con Tiberio tumbado a su vera, intenta rememorar esos días.

 

Tenían treinta y dos años. De eso sí que se acuerda. Los tres eran de la misma edad. Extraño hecho en ese singular  reducto geográfico, que tres parejas (el ochenta por ciento de las parejas de Bontur) decidieran procrear al mismo tiempo. Puede que los tres muchachos fueran concebidos por mero accidente. Quién sabe.

De niños eran inseparables, tanto en las correrías por el valle, como en la escuela de primaria a la que asistían en Sain. Allí coincidieron con otros niños de otros pequeños lugares de la zona y aprendieron otras formas de jugar y de socializarse más amplias y en ocasiones más divertidas. Después vino el instituto y para ello debieron de trasladarse a Conich. La provincia contaba con una fabulosa red de transporte público que facilitaba los traslados escolares. Enzo cree que en Conich fue donde empezaron a distanciarse un tanto; allí comenzaron los escarceos amorosos, las primeras borracheras y el primer contacto con el mundo exterior.

Josué fue el que tuvo claro desde el principio que quería alejarse del valle cuanto antes. Mostraba buenas aptitudes para las ciencias y sus padres optaron por pagarle unos estudios. Jeremías, bueno también académicamente, tras cursar derecho, se lanzó a preparar unas oposiciones. Él no quería moverse, se sentía muy cómodo allí y Enzo, en silencio, agradeció el gesto. Se veía abocado a la soledad. Si Jeremías seguía los pasos de Josué se quedaría sin amigos y lo más grave, sin ganas de conseguir ninguno más. Tomó la decisión de Jeremías como un favor que le otorgaba, como una excusa para seguir a su lado.

Jeremías tardó tres años en conseguir plaza tras irse moviendo de modo caótico por las listas de interinaje. Logró una plaza en el ayuntamiento de Conich como técnico de desarrollo rural. Era una persona feliz. Le preocupaban los problemas y las vicisitudes de las gentes que lo rodeaban y deseaba, desde su puesto de funcionario, hacer lo posible por mejorar su patria chica. Proveer a la población de todas las ventajas de un mundo civilizado, favorecer la movilidad, la educación, la sanidad y la cultura. Su carrera de derecho le proporcionaba unos conocimientos amplios en las leyes generales y particulares que atañían a su cargo. A los veintiocho años, Jeremías alcanzó ya un meritorio reconocimiento.

Nunca cambió su residencia a Conich. Vivía con sus padres y se encontraba a gusto con ellos. Si bien mayores, la pareja se desenvolvía de maravilla en los quehaceres cotidianos y gozaban de una razonable buena salud. Con Enzo solía coincidir casi todos los días del año. Resultaba harto complicado lo contrario. Lo mismo que hubiese sido imposible no coincidir con las casas de Bontur; no se movían  de allí.

Jeremías se preocupaba por su amigo. Siempre lo hizo. Enzo fue desde niño un mal estudiante y su experiencia en el bachillerato no significó más que un clamoroso fracaso. Repitió primero, segundo lo abandonó. Nadie conocía lo que circulaba por  la cabeza de Enzo, introvertida e insondable. Era la típica persona que se muestra más proclive a preocuparse por los demás que por sí mismo. La vida de Enzo avanzaba en la oscuridad y en la soledad. Se había creado un mundo particular que lo acompañaba día y noche; en él habitaba. A Jeremías le daba la impresión, a veces, de que todo el mundo le molestaba, que todos sobraban a su alrededor. Y estaba convencido de que algún día esa actitud le pasaría factura, que caería sumido en una profunda depresión la cual no podría vencer.

Y qué hablar de la cantidad de alcohol que trasegaba a diario. Bien es cierto que Enzo, antes de ir al bachillerato, ya bebía como un cosaco. Mientras que sus amigos descubrieron qué era emborracharse de adolescentes, en Conich, Enzo estaba harto de beber y de padecer resacas. Aunque Jeremías se esforzara, no conseguía recordar en los últimos diez o quince años un solo día en el cual su amigo pareciera sobrio.

Y en cierta forma lo admiraba. En común compartían su amor por el valle, aunque este lo manifestaban con posturas bien diferentes. Enzo jamás movería un dedo por mejorarlo. Le gustaba hermanarse con el medio ambiente y disfrutar de todos sus parabienes. Lo respetaba desde una perspectiva bien particular, formaba parte de él. Y bien mirado, tampoco una urraca hace nada por la naturaleza, se limita a cohabitar en ella. Jeremías había adquirido con el paso de los años una visión más amplia y desde su puesto de trabajo, intentaba dejar claro públicamente que todos debían de aportar su granito de arena para que las cosas fueran mejor. Una razón bastante poderosa (aunque no única ni mucho menos) era la económica. Quien más quien menos vivía del turismo: Hoteles, restaurantes, casas rurales, tiendas y comercios. Aunque sólo existiera esa razón, ya era suficiente como para tomar acciones en dos direcciones, hacer lo correcto y evitar lo incorrecto.

Jeremías, más de una vez, había intentado apartarlo de Bontur. Lo había invitado a pasar un fin de semana en algún sitio. Se ofreció a correr con todos los gastos y poner su coche. Enzo siempre respondía lo mismo, que no se le había perdido nada mundo alante. Y en el fondo, en opinión de Jeremías, el miedo a lo desconocido lo atenazaba. Lo más lejos que había llegado Enzo, que él supiera,  había sido a Conich. Ignoraba todo acerca del mundo y no manifestaba el menor interés por conocerlo. Cuando sacaba el tema, Enzo se imbuía en sí mismo y, o bien caía en un profundo mutismo cejijunto, o cambiaba de asunto radicalmente.

Así es que Jeremías mantenía con él una relación de tira y afloja. Sabía que nada conseguiría a corto plazo. Se limitaba a mantener una actitud expectante, tal y como su amigo deseaba. Le seguía la corriente y actuaba como Enzo quería que actuase. En ese sentido su amigo se comportaba como un animal asustado. Como cuando queremos conseguir que un gato perdido se acerque a nosotros. La mejor estrategia es esperar a que lo haga él. Si damos un paso hacia el felino, este se escapará desconfiado. Esa es la mejor definición de Enzo, un animal asilvestrado.

Con el paso del tiempo, Enzo empezó  a considerar a su amigo como una amenaza. Llegó un momento en el que dejó de ser su amigo para convertirse en un pesado que no paraba de darle la tabarra para que cambiara. Él no quería cambiar. No necesitaba cambiar. Él, Enzo, no precisaba nada. Lo tenía todo allí, en su entorno. Él era como era y respetaba que los demás fueran como fuesen. Él no se metía con nadie y lo mínimo que esperaba era que los demás hiciesen lo mismo. No guardaba resquemor porque sus dos colegas de la infancia hubieran tenido “éxito” en la vida y él se hubiera tenido que “conformar” con sus vacas. Opinaba casi al revés. Veía lo de sus amigos como una desgracia y lo suyo como una gran suerte. También pensaba que lo que un día fue, no tenía por qué durar eternamente. No creía en la amistad de por vida. De hecho, con Josué, no guardaba ninguna relación. Tan sólo lo veía para navidad. Enzo, apartado del mundo de internet y de la telefonía, no mantenía contacto con nadie. Accedió a comprar un móvil de antiquísima generación tan solo porque su tía se puso pesada. Pero fue al revés de cómo se imaginan. Su tía se preocupaba por saber de él, el motivo de que la anciana le obligara a adquirir el móvil fue para irlo controlando. No sabía de su paradero en todo el día y temía que le pasara algo.

Era consciente de lo que Jeremías pensaba de él. Que lo consideraba un tipo oscuro encerrado en sí mismo y que vivía en un pozo de miseria y tristeza; pero nada más alejado de la realidad. Enzo, a su manera, era feliz. No le gustaban los cambios ni las sorpresas. Le agradaba que todo trascurriera  como de costumbre, sin sobresaltos. En la falta de preocupaciones residía la alta longevidad de las gentes de la zona. Enzo notaba a Jeremía siempre alterado, siempre con planes en la cabeza, siempre con ganas de liarlo para esto y aquello. Le dolía la cabeza solo de oírlo; le alteraban sus gestos, sus movimientos y  la forma en la que elevaba la voz cuando trataba temas de política.

Enzo llegó al tope de su paciencia. Ocurrió un día en el que Jeremías se quedó solo en casa. Habían tenido que ingresar a su madre en el hospital por una dolencia rutinaria, Enzo no  recuerda cual. Su padre la acompañó los dos días que duró el ingreso, durmiendo en el incómodo sillón del hospital. Era verano. Jeremías solía llegar al pueblo sobre las cuatro de la tarde. Ese día, se sorprendió de toparse a Enzo cuando recién entraba por Bontur, paseando taciturno, como un moscardón bomboloneante. Paró el coche y le preguntó que qué hacía que no estaba con las vacas. Le respondió que su tía le había pedido realizar unas cuantas tareas domésticas. Lo pronunció con hastío y aburrimiento. Jeremías le propuso dar una vuelta, a lo que Enzo accedió. A esas horas, no había ni un alma por la calle. Quien más quien menos solía gozar de la siesta como un bien preciado.

Tomaron un sombrío sendero que ya nacía muy empinado (como casi todos los del entorno) y comenzaron la ascensión. No existía objetivo más allá de la compañía mutua. Mientras andaban, Jeremías no paraba de hablar. Contó lo de sus padres y otras muchas cosas que Enzo no escuchaba. Era como oír una radio mal sintonizada, un ruido de fondo que le acompañaba y  que necesitaba silenciar. Y fue en un recodo, ya algo entrado en un espeso y frondoso pinar. Enzo caminaba detrás. Sin pensarlo, se aproximó a su amigo, le dio un fuerte empujón y Jeremías cayó al vació, volando cerca de cincuenta metros antes de chocar contra las rocas. Enzo se paró unos segundos para asegurarse de que no se movía y continuó.

El cuerpo fue hallado días después. Nadie aportó una explicación plausible y tras unas diligencias policiales nada exhaustivas, se archivó el caso como accidente. A Enzo lo interrogaron, sabedores de que era el mejor amigo del finado. Se reiteró en su asombro y desconcierto. No tenía ni idea de lo que a Jeremías le pudo ocurrir.

 

Tiberio parece despertarse de una ligera siesta y al emitir unos gruñidos, saca a Enzo de su ensimismamiento y lo vuelve al presente de manera abrupta. El rememorar el pasado le ha hecho mucho bien. Lo llena de una infundada alegría y eso corrobora que su proceder no fue ningún despropósito ni nada descabellado. Fue, como hemos narrado, una consecuencia lógica a un problema persistente y con difícil solución.

Animado, propone a Tiberio tomar unas cervezas en el hotel.

Por primera vez, Tiberio acepta bajar en coche.

 

Cap.7.

Tiberio ya llevaba dos semanas en el pueblo. Dos semanas que le habían pasado volando. Desde luego, su objetivo de desconectar de la rutina, de los problemas cotidianos, de su entorno más inmediato, había constituido un clamoroso éxito. Se encontraba liviano, como si hubiera arrojado a un profundo pozo cada uno de sus males y preocupaciones.

La fonda contaba con una pequeña barra, sita en una especie de bodega, en los bajos de la casa. A Joaquín no le gustaba beber delante de Dolores y aprovechando que el forastero no hacía ascos a tomarse todos los días algunas cervecitas, algún vino o algún licorcillo, adquirió la costumbre de invitarlo a un trago. De esa forma se libraba por un rato de los quehaceres cotidianos y departía con Tiberio sobre cualquier tema. El posadero lo mismo hablaba de esto que de aquello. En una de esas tertulias, el huésped confiesa a Joaquín que es escritor y que se ha dado un tiempo para salir de la ciudad (no le revela cual) e intentar encontrar inspiración. Así mismo le asegura también que no tiene ninguna prisa por marchar. Joaquín se regocija pensando en el inminente beneficio económico.

 

Como acostumbraba, Tiberio, a media mañana del día siguiente, partió en busca de Enzo. Lo encontró donde siempre. Tras almorzar y beberse la botella de vino de rigor, Enzo sorprende a Tiberio ofreciéndose a llevarlo por un sendero que partía de allí mismo y que el forastero reconoció no haber tomado nunca.

En el transcurso de la caminata Tiberio nota un hecho bien curioso. Alrededor y en las proximidades, puede observar mamíferos, roedores y aves que los siguen. Ese es un fenómeno que no le ha pasado yendo solo, ni se hubiera imaginado en un millón de años que tal cosa fuera posible. Y entonces se da cuenta de la relación tan especial que Enzo sostiene con el medio que lo rodea; que es capaz de trasmitir empatía a la flora y fauna y que los une un tipo de comunicación singular.

En un momento determinado Tiberio le pide que le explique cómo murió su amigo. Nota al instante como Enzo se tensa, se pone nervioso. Choca verlo de esa guisa. Enzo no se altera nunca. Es como una roca, como una montaña. Tan sólo cambia por la erosión sufrida al cabo de los años.

 

Y Tiberio, aunque lo intentara, no sabría interpretar la vibración que le llegó. Algo extraordinario, no cabía explicación posible. En cierto punto de la conversación, Tiberio se da cuenta de la verdad. En esa pequeña excursión se convence de que ha captado el fondo de Enzo, que ha sido capaz de llegar a su interior, que ha sido capaz de atravesar esa coraza más dura que el caparazón de las tortugas y que ha conseguido penetrar a través de ella. Ve a Enzo por delante de él y se fija en el entorno; es como un camaleón. Enzo se mimetiza con la naturaleza de modo perfecto. Nadie diría que es un hombre. De hecho, contemplados a distancia, no verían a dos personas caminar. Tan sólo vería a uno, a él, a Tiberio.

Sin mediar lógica alguna lo sabe. Sabe que Enzo mató a su amigo. Y lo comprende y admite como razonable. Enzo no es humano, no goza de las cualidades y características que nos definen. Él sigue otro patrón, otro código. La revelación lo sobrecoge. E imagina con tristeza que nadie en ese pueblo perdido de la mano de dios lo ha comprendido jamás. Que en Bontur se siente solo, desamparado. No es una persona taciturna y sin amigos como la mayoría piensa. En la civilización es así, pero en el bosque, en las montañas es donde Enzo se relaciona. Es  donde adquiere una dimensión única y personal. Allí se muestra tal y como es. Y si bien en el lenguaje de los humanos es poco comunicativo, no lo es en absoluto en otro tipo de idioma, de signos. Y a las claras de aprecia que no le faltan “amigos” y seres que lo acojan con cariño y lo estimen.

Al día siguiente, nada más levantarse, decide que se va a marchar. No se va a despedir de Enzo. Sabe que si permanece a su alrededor, tarde o temprano acabará con él también. Sería cuestión de tiempo. A Joaquín le cuenta que lo han llamado urgentemente y que debe de regresar. Le miente arguyendo que es algo referente al trabajo, que le ha salido un encargo que merece la pena, un asunto gordo y jugoso que no puede despreciar.  Le paga un día más para cubrir lo inesperado de la marcha. Joaquín  chista que de ninguna manera, pero el regateo no dura demasiado y el posadero acepta la generosidad del huésped.

Y mientras conduce y aprecia por el retrovisor como Bontur va disminuyendo de tamaño, sospecha que la novela que va a escribir con lo que ha vivido esos días puede colmar las expectativas de su dictatorial editor. Deberá cambiar nombres de personas y lugares, pero a eso ya está acostumbrado.

Y Enzo, desconociendo el motivo, con el paso de los días, echa de menos a Tiberio. Lo considera una persona diferente. Le resultó incómodo una vez; tuvo que controlar el impulso de despeñarlo ladera abajo. En fracciones de segundo el forastero cambió de actitud (¿o puede que cambiara de posición y se alejara del precipicio?) y la tensión de sus músculos se aflojó.

De todas formas, tampoco le importaría que no volviera nunca. Y está seguro de que no lo hará.

O sí, y eso tampoco le importa.

 

FIN

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