Más tonto que Dennis Quaid

Más tonto que Dennis Quaid

 

Cap.1

—¡Qué día tan hermoso!

—Sí, ciertamente lo es.

—Podríamos dar un paseo antes de la compra.

—No sé, no lo tengo claro.

—¿Qué es lo que no tienes claro?

—Que me apetezca dar un paseo. Me he levantado con una modorra que deseo disfrutar. Cualquier actividad que rompa ese hechizo no me parece oportuna.

Trinidad se sirvió un poco más de café.

—Ay, Undelecio, que nos conocemos. Reconoce que eres un hombre de rutinas, de costumbres inamovibles y que no te gusta alterarlas por nada. Ni por nadie, si me apuras. Ese nadie, por si no lo pillas, soy yo.

Undelecio  permanecía mudo. Iba alternando mordisquitos de una tostada  recién untada con mantequilla y mermelada, con descuidados vistazos al periódico, en el cual dejaba su impronta en forma de manchurrón, tan pringosos llevaba los dedos.

—¿A qué tenías pensado dedicar esta mañana?

—Si tan predecible soy, no hace falta que me lo preguntes.

—No te pongas sarcástico conmigo.

—Ya te lo he dicho, a nada. Me apetece seguir desayunando, leer el periódico, disfrutar de tu compañía —a Trinidad se le escapó una fingida carcajada—, conversar con nuestro retoño, en fin, a disfrutar un fin de semana con mi familia.

—Y cuando hayas hecho todo eso, que no te llevará más de una hora, tu mayor deseo será encerrarte en el despacho a trabajar un poco. ¿Me equivoco?

—Completamente. Primero te acompañaré a la compra como hago puntualmente todos los sábados, no sin antes asegurarnos de que Anastasio ya se ha levantado y que no planea arrastrarse el día entero por la casa, o vagabundear con sus amigos por ahí.

Trinidad no respondió. Reconocía en su marido a un hombre casero, que disfrutaba de la compañía de sus seres queridos, aunque añoraba un poco de variación en el esquema de sus vidas. Ella necesitaba pequeñas modificaciones para comprobar que atesoraba voluntad propia y que su rutina distaba de la de un autómata programado,  el cual no se puede apartar ni un ápice del guión preestablecido.

En esas, apareció el espectro de Anastasio. Su aspecto resultaba terrible, parecía recién salido de un sarcófago en el que hubiera dormido durante siglos.

—Me habéis despertado.

—Esa era nuestra intención —contestó su padre sin dejar de mirar el periódico.

—Es sábado.

—¿Y? —siguió incisivo Undelecio.                

—Joder, que para un día que no tengo que madrugar…

—Cuida ese lenguaje jovencito —le reprendió su madre pasándole la mano por el pelo— ¿Qué vas a desayunar?

—Un café bien cargado.

—Falta te va a hacer. Sacas unas pintas horribles —Undelecio, otra vez.

—Deja de meterte con el chico, haz el favor. ¿Tienes algún examen la semana que viene?

—Mamá, tengo exámenes todas las semanas.

—Me refería a alguno que te requiera más dedicación.

—Sí, tengo el martes uno de biología. Igual le meto caña por la mañana y así me queda la tarde libre.

—¿Libre para qué?

—Papá, tengo una vida, ¿sabes? Hay más vida fuera de esta casa, aunque no te lo creas.

Trinidad sonreía divertida. Sabía que su marido no se metía con el chico con malas intenciones. Digamos que se conducía de ese modo para conseguir una toma de contacto.

—Entonces, ¿no nos vas a acompañar al súper?

—¿Cómo? ¿Qué pinto yo en el súper?

—¿De dónde te crees que sale todo esto que estás comiendo?

—Otra vez no, papá. Sé que los alimentos no se fabrican dentro de la nevera. Hasta ahí llego. Si queréis que vaya iré, pero que sepáis que no me hace ninguna gracia. La última vez que os acompañé os pegasteis hora y media. ¡Qué digo hora y media, fueron cerca de dos horas! No parabais de discutir sobre que echar en el carro. Me aburrí como una ostra.

—La verdad es que es mejor que no vengas. Simplemente estaba comprobando que sigues igual de solícito que siempre. Lo menos que podrías hacer es recoger un poco la cocina mientras estamos comprando.

Anastasio, como buen estratega, se levantó de improviso y se fue.

—Voy a estudiar.

Cuando el chico se hubo encerrado en su habitación, Trinidad susurró.

—No te metas con él de ese modo. Lo atosigas.

—Me divierte.

—A veces te mataría —le dijo dándole un cariñoso golpe en el hombro.

—Lo sé.

Trinidad se dispuso a recoger la mesa; una buena estrategia para apremiarlo y que moviera el culo.

—Ya que no quieres dar un paseo, iremos a comprar.

—Está bien, está bien. Qué familia esta. No hay forma de lograr paz y tranquilidad. Tengo que discutir primero con mi hijo y luego con mi mujer.

—No estamos discutiendo.

—Pero podemos llegar a hacerlo en cualquier momento.

Enfundados en sendos chándales, sacaron el coche del garaje y se dirigieron hacia un área comercial que no distaba demasiado de la urbanización en dónde vivían.

Cap.2

Panreo, una ciudad pequeña, contaba con aproximadamente doscientos mil habitantes; exhibía riqueza y se respiraba bonanza, prosperidad y por qué no decirlo, cordialidad. No existían altas tasas de delincuencia y se podría asegurar, sin temor a equivocarnos, que era una población segura para vivir.

La próspera economía del lugar provenía de diferentes fuentes. La ciudad se rodeaba de extensiones rurales en donde se practicaba la agricultura y la ganadería. Más cerca, existían diferentes zonas industriales. El centro constituía un bonito sitio en el que gastar el dinero yendo de tiendas. No en vano, vecinos de pequeños núcleos aledaños, acudían, sobre todo el fin de semana, a pasar el sábado en Panreo.

No debemos de olvidarnos de la Universidad. Existía una, modesta, pero bien considerada en el resto del país. Gracias a ella, durante los nueve meses que duraba el curso, Panreo aumentaba su población en cerca de treinta mil estudiantes; el hecho proporcionaba una mayor vida al núcleo urbano, contribuyendo a los ingresos de la urbe.

En esa universidad trabajaba Trinidad como profesora de matemáticas. Se licenció en exactas y si bien el dominio que poseyera en las diferentes áreas de su carrera fuera alto, las circunstancias la llevaron a olvidar algunas de ellas. Sus enseñanzas iban dirigidas desde hacía ya un montón de años a los cursos de primero, impartiendo fundamentalmente álgebra y cálculo.

Undelecio, por su parte, ostentaba el cargo de director general de Cableados Levógiros S.A. Sin duda, después de la Universidad,  la mayor empresa de Panreo, con  unos quinientos trabajadores en nómina. La citada empresa, como su nombre hace sospechar, se dedicaba a la fabricación de un sinfín de tipos de cables destinados a inimaginables usos. Pertenecía a un grupo multinacional y Cableados era la única de ese holding sita en nuestro país.

El matrimonio provenía de Madrid. Recalaron en Panreo debido al trabajo de Undelecio. Trinidad tuvo suerte de encontrar una plaza un año después de haberse instalado.

Anastasio sí nació en Panreo. Es un joven que cursa 2º de Bachillerato. Es un estudiante normal. Aprueba con facilidad, sin esforzarse más de lo debido. Ya se sabe, a su edad, la cabeza se llena de otras cosas, planes, ilusiones y fantasías. Todas ellas de suma importancia, circunstancia que conduce a que los estudios se sitúen en un segundo plano. Sus padres no cesan de preguntarle (con demasiada insistencia, según el muchacho) si ya ha decidido qué va a estudiar el próximo año. Él les responde que no lo presionen, que está pensando en ello, pero que no lo tiene claro todavía. Que es una decisión importante y que no la puede tomar a la ligera. Siendo octubre todavía, ni Trinidad ni Undelecio se ponen demasiado nerviosos ante la pachorra de su hijo, consolados por la lejanía en el tiempo de ese momento crucial. Trinidad no se siente tan sosegada como su marido, aunque lo intenta disimular.

Un día, a Anastasio se le escapó que deseaba ser director de una empresa, como su padre. Este le contestó, con sorna, que no había ningún plan de estudios, por lo menos que él supiera, que lo colocara de manera inmediata a los mandos de un negocio. Debía de cursar una carrera adecuada. Le indicó unas cuantas, como Ciencias Empresariales, Derecho y Marketing. Anastasio se sintió algo mareado ante la perspectiva. En el fondo, cansado de estudiar, lo que más deseaba en el mundo era disponer de dinero en el bolsillo para llevar su propia vida. En secreto, acariciaba el dejar de lado la universidad y pasar al mundo laboral. Sentía un fuerte dolor en el pecho cada vez que pensaba en ello, tan sólo de imaginar el disgusto que sus padres se llevarían si llegaran a saberlo. En definitiva, estaba hecho un lío.

Cap.3

Undelecio, tras tantos años de matrimonio, todavía desconoce por qué van a comprar juntos todos los sábados. No lo sabe, y lo que es más importante, no lo quiere preguntar, no sea que llegue a conclusiones poco gratas. Tal y como Trinidad sentencia, son un matrimonio anclado a unas pautas inamovibles. La respuesta más próxima a la verdad que a él se le ocurre es el símil con un perrito de compañía. Undelecio necesita a su familia y a la vez necesita apartarse de ella. Anhela su espacio y hace todo lo posible por encontrar ese difícil equilibrio. Supone que acompaña cada sábado a su mujer, primero para que ella no le recrimine una actitud machista y que no apoquina el hombro en casa. Sí, eso debe de ser. Lo cierto es que él no coopera demasiado. Casi podría decirse que Anastasio colabora más en las tareas domésticas que él. Es consciente y se siente culpable. Necesita demostrar a su mujer que también arrima el hombro, aunque en realidad, su compañía en la compra es más un estorbo que otra cosa. Lo único que logra es ralentizar el tiempo que dedican a llenar el carro. Trinidad le pregunta de manera ocasional que le parece esto o aquello, que si le apetece más ternera o lomo de cerdo. Pero la pregunta tan sólo persigue hacerlo partícipe, que se sienta útil. En realidad, él nunca toma una decisión acertada. Es como si le preguntaran quien creía que iba a ganar en la liga de fútbol si el Panreo o el Huesca. A Undelecio no le gustaba el fútbol y se la traía al pairo quien ganara o dejara de perder. Con esa misma actitud, elegía la ternera y Trinidad asintiendo, optaba por el lomo de cerdo.

A la vuelta, la ayudaba a sacar las bolsas del coche y a colocar todo en los estantes y en la nevera. Y a partir de ese momento comenzaba el ansiado momento en el que se tapiaba en su despacho a seguir proyectando planes y a revisar balances.

Trinidad hacía lo propio. Se encerraba en su estudio a preparar clases, corregir exámenes o simplemente a refugiarse en sí misma y poder pensar con claridad sobre la vida y sus enrevesados intríngulis.

En esas dos horas aproximadamente que precedían a la comida, se respiraba en la casa un ambiente de tranquilidad  que los tres necesitaban. Y en silencio y nunca reconociéndolo, lo disfrutaban y se regodeaban de su soledad.

Por la tarde, nada más acabada la comida, Anastasio desaparecía como por arte de magia y tras haber recogido la cocina, el matrimonio se apoltronaba en el sofá contemplando algún reportaje sobre flora y fauna. No les importaba el tema. Tan sólo les apetecía acurrucarse el uno junto al otro como dos gatitos ronroneantes y quedarse plácidamente dormidos. Tras la siesta, merendaban, se daban una ducha y por lo general se tomaban una copa que los achispaba el punto necesario para crear momentos divertidos y en ocasiones, propiciar el impulso necesario para un roce sexual.

Anastasio rara vez llegaba antes de las doce. Su agenda era más complicada que la de un primer ministro. Sus padres nunca se preocuparon por las compañías que frecuentaba, por las posibles borracheras o por que apareciera más tarde que de costumbre. El muchacho poseía un buen número de defectos, pero sus virtudes se mantenían claras y estáticas. Era consciente de que en casa, como en ningún sitio. «Eso es porque no ha conocido todavía a ninguna gatita. En el momento que se eche una novia, todo cambiará», pensaba su padre con cierta zozobra.

Los domingos por la mañana resultaban lánguidos y no exentos de placer. Anastasio se levantaba muy tarde, casi a la hora de comer. La pareja gustaba de salir a almorzar fuera. Esa costumbre también se afianzó de manera férrea entre sus pétreas costumbres. Su hijo, en ocasiones, los sorprendía proponiendo acompañarlos (las menos de las veces). Lo más habitual era que quedara en casa alimentándose de restos de la cena o de cualquier comefácil que encontrara por la cocina.

Y la tarde del domingo, se les presentaba como a la mayoría de los mortales, con una cierta congoja. El ser conscientes de que el fin de semana había tocado a su fin y que el lunes asomaba ya la cabeza, los desanimaba un tanto. Tan sólo el ambiente de confort y familiar los disuadía de que no pasaba nada. Que no estaban viviendo una experiencia que no hubieran vivido un montón de veces y que si todo iba bien, la volvería a repetir muchas veces más

Cap.4

Los mejores amigos de Undelecio y Trinidad son un matrimonio encantador, Jeremías y Susana.

Jeremías es el director de la Delegación de Hacienda de la provincia y Susana, a pesar de que posee un flamante título de licenciada en Filosofía y Letras y dos másteres, nunca metió la cabeza en el mundo laboral. Económicamente no le ha hecho falta, debido a la holgada situación de su familia; sus padres poseen una fortuna suficiente para enronar  la cordillera del Himalaya de billetes y que no se vea ni la puntita de Everest. Toda su vida de soltera se ha podido dedicar a la vida contemplativa y quizás por eso se decidió por esa absurda carrera, para poseer las bases teóricas necesarias para formularse preguntas y no hallar ninguna respuesta.

El mayor de sus retoños, Melisa, es de la misma edad que Anastasio. Su relación no es mala, aunque algo distante. No van al mismo instituto pero sí a los mismos bares. Son inevitables sus encuentros en reuniones familiares, que a ninguno de los dos agrada. Esas reuniones las consideran una encerrona.

Si bien ambos se muestran correctos y educados cuando no les queda más remedio, entre ellos existen serias diferencias. Melisa es una pija de la cabeza a los pies. Y no nos referimos sólo a su aspecto, sino también a sus maneras. Tampoco insinuamos que hable con expresiones de tipo afectado. Es más el prisma especial bajo el que observa lo que le rodea, su modo virtual de apreciarlo.

Si dependiera de los progenitores, ya estarían emparejados. Desde tiempos remotos, cuando los chavales contaban tan sólo con trece años, los veían como pareja. Ansiaban que su relación se estrechara más. Pero nunca fue así. Siempre existió entre ellos un distanciamiento y una barrera que hasta el momento no se había roto.

Si preguntáramos a Anastasio no nos diría nada, pero si husmeáramos en su corazoncito, descubriríamos que algo siente por la muchacha. Lo que lo echa para atrás es su pijería redomada. Sin embargo, aspectos de su carácter  lo atraen. No deja de encontrarla una persona divertida. A su manera. Y Anastasio se da cuenta de que él también la atrae en cierta forma.

Ella piensa que es una persona demasiado coloquial en sus conversaciones y que si se arreglara con más esmero, podría incluso pasear con él por la calle con cierta altanería. Anastasio habla como lo hacen los chicos de su edad, suelta tacos, se ríe de groserías y esconde ideas descabelladas. Melisa no alcanza a comprender que la rara es ella. Nadie en toda la ciudad se expresa y se conduce de ese modo. Y muchos adolescentes se preguntan en qué lugar se fabrica tal modelo de ser humano.

En el fondo, a Melisa le gustaría probar una breve relación con Anastasio. Quizás ese deseo esté influenciado por las constantes indirectas de sus padres. O puede que se sienta la Madre Teresa de Calcuta y quiera salvar al chico de ese pozo de vulgaridad en el que se halla inmerso; puede que ambas cosas a la vez. Por su parte, Anastasio se siente atraído por su rareza. No le importaría explorar esos mundos tan exóticos del snob extremo. Pero sobre todo, no le importaría darse un buen revolcón con ella. En su opinión, Melisa está muy buena.

Y el retoño pequeño, hermano de Melisa, es Sócrates. Este mozalbete que cursa 4º de la ESO es el prototipo de adolescente con las hormonas desbocadas, bocazas de pro, gamberrete y gracioso número uno de su clase. Quizás lo que más irrite a sus profesores no sea el hecho de que dé por el saco todas y cada una de las horas del año, sino el que sin saber ni cómo ni por qué, saque unas notas estupendas. Sin lugar a dudas es un tipo inteligente que focaliza de una manera no adecuada sus energías y personalidad.

Con su hermana se lleva mal. No puede decirse lo contrario. Se ríe a su costa, de su amaneramiento y modales. Se ríe de ella porque carece de amigos, por lo menos amigos de verdad. Se ríe de ella porque es una empollona y él, sin pegar palo al agua, saca mejores notas. Se ríe de ella porque se le nota a la legua que está enamorada del pringado ese de Anastasio. En fin, se ríe de ella a todas horas y por cualquier razón, por muy peregrina que sea. Sus padres están acostumbrados de verlos sentados a la mesa como el perro y el gato, pero cualquiera otra persona no aguantaría ni dos segundos a su lado.

Cuando celebran alguna reunión con la familia de Anastasio, Sócrates se siente eufórico, pletórico, todo lo contrario que Melisa, que muta a fría y nerviosa. A Sócrates le gusta verla así, sufriendo. Es un muchacho cruel. Y ella padece, no ya por su malestar, sino porque un renacuajo como su hermano la ponga en una tesitura de la que es incapaz de escapar.

 

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