Los que nunca cogen el teléfono

Los que nunca cogen el teléfono

 

Remoloneaba por el piso sin un objetivo claro en esa mañana de sábado. El sábado es un día que aprecio por encima de los demás, me proporciona una oportunidad de aprovechar el tiempo en gustosas aficiones, en apetentes ociosidades, pero, por lo que fuere, me envolvió el efecto contrario; me aboqué a un abandono inexplicado de autocompadecencia y me sumí en una extraña miasma de reflexión.

Encandilado por el té, afición que incorporé a mi catálogo en épocas universitarias, me preparé uno edulcorado con azúcar moreno y me senté en el sillón más próximo a la ventana. Esa cómoda atalaya me permitía otear la calle con cotilla y chismosa panorámica. En realidad miraba sin ver, tan abstraído me conducía desde que reposé el cuerpo en ese mullido rincón, pero la distracción me proporcionaba, por medio de un mecanismo desconocido, un estado parecido al nirvana, en el cual, desordenadas, confluían y desaparecían imágenes, conceptos, anhelos y dudas sin respuesta.

 

Sin pretenderlo, mi amigo Salva ocupó un plano emergente. Más bien su hija. En esporádicos encuentros, que acompañamos con una cerveza, se desahoga pormenorizando retazos de su vida familiar. Les dejo un fragmento de lo que compartió cierta tarde.

 Con diecisiete años, la considero una muchacha cabal, responsable y, hasta la fecha, excluyendo su época de pañales, no puedo reportar queja que valga la pena destacar. Pero existe una costumbre en su actitud que provoca que me hierva la sangre. Ya no porque la practique con maestría y profusión, sino porque al contemplarla me vienen a la mente otros conocidos que también abusan de ese, en mi opinión,  defecto. Nunca atiende a las llamadas. Sin excepción, ya puede ser su amiga del alma, su novio o su madre (yo ni entro en la ecuación). Y  me pregunto por qué. Ahora bien, le envías un whatsapp y a los dos milisegundos lo ha leído.

Comulgo con él hasta en la última coma. En el presente que vivimos, parece que las conversaciones deban de conducirse por los derroteros de lo escrito. De lo mal escrito, matizaría. Además de que me reviente sobre manera lo dicho, la rúbrica de esa diabólica apostura ante la comunicación la estampan, como he dejado caer, las clamorosas faltas de ortografía y las contracciones, gran parte de ellas sin sentido (para mí).

Mis amigos se ríen de un servidor cuando lo comentamos. Me tachan de antiguo, retrógrado e inflexible  ¿Y yo qué respondo? Nada. Carezco de argumentos. Me limito a exponer mi oposición y malestar. Espero que alguno de ustedes converja conmigo, aunque lo dudo. Sé que he de valerme sólo en esta batalla, desprovisto de arma eficiente con la que defenderme y posteriormente contraatacar.

 

De súbito, entró en escena otra curiosidad causa de irritación, en la que reparé hará ya unos lustros leyendo una novela policíaca. La novela policíaca y la novela negra (no confundirlas, por favor) gustan de orientarse dentro de las ciudades mediante los puntos cardinales. Me explicaré. Yo, e imagino que la mayoría de ustedes, cuando se mueven dentro de una ciudad no dicen ni piensan, mañana tengo que hacer una visita a un amigo que vive al este de la ciudad. Si algún foráneo les pregunta dónde se encuentra tal o cual lugar, usted lo orienta recomendándole que siga la avenida todo recto o que se desvíe cuando llegue al parque. Ese tipo de indicaciones son las que la generalidad utilizamos. Me da que es cosa de los norteamericanos, y más concretamente de las novelas antedichas y sobre todo de las películas. En estas abusan de ese modo tan irracional de dictar consejos y directrices. Si me preguntaran donde está el norte en mi ciudad, no vacilaría en la respuesta, ni idea. Es más, no necesito para nada saberlo. Ni ustedes tampoco, no se me pongan en plan trascendental y cultureta.

 

Y el turbio barrunto consistente en adivinar si la moto de Correos que vislumbraba la guiaría la Estrella Polar, lo sustituyó otro más filosófico. ¿Existe lo que no se ve? Desde niño me ha perseguido la sospecha de que aquello que no acaparaba nuestra atención, podía perfectamente no existir. ¿Quién nos asegura lo contrario? Cientos de cosas que contemplamos a diario, movimientos, deseos, puntos de vista, piedras, coches, árboles ¿siguen ahí una vez hemos pasado de largo? ¿Qué hacen, cuando no estamos, las flores del jardín? ¿La lluvia, que no vemos, ha caído o permanece en suspensión? Y me reafirmo en la absurda opinión, desde un punto de vista realista (no desde el mío), de que no existe lo que no vemos. Es más, no se puede demostrar. Si la ciencia  afirma lo contrario, se equivoca; no es omnipotente, no puede estar segura de la verdad.

 

Un puzle irresoluble se posó en el alfeizar de la ventana. El rompecabezas simbolizaba a la perfección nuestras vidas de juguete, desordenadas, caóticas. Palabras como “lineales”, que escuchaba desde hacía poco en los medios me molestaban. ¿Desde cuándo se les denomina a los expositores de productos, “lineales”? Da igual, no respondan. ¿Qué narices es la divisoria cuando dan el parte meteorológico? ¿Hay más de una divisoria?¿Para qué sirve  aparte de para dividir y confundirnos? Tampoco lo quiero saber.

 

Y zozobrando en estas arenas movedizas me halló la señora que limpia mi pocilga una vez por semana, que ni oí cuando llegó a casa ni la oí llamarme a grito pelado ni cuando entró en la habitación. Me zarandeó unas cuantas veces. Me observaba con preocupación, no exenta de simpatía, lo mismo que haría con un loco. Su voz sonaba acaramelada, confitada como un tarro de miel. Su cara, reflejo de pena y consternación, me pedía con inusitada insistencia que abandonara el cuarto para poder ordenarlo.

No recuerdo que le respondí. Dudaba de que fuera ella la que me hubiera hablado.

La moto de Correos volvió a pasar en sentido opuesto.

FIN

Autor: Miguel Angel Salinas   
 
 
                                                                 
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