24 llaves y 7 cerraduras

24 llaves y 7 cerraduras

 

En una desvencijada y raída caja de cartón, convivían siete cerraduras y un buen número de llaves. Las primeras se repartían desmembradas y caóticas. Los pestillos, frontales, las manillas y los tornillos que un día las sujetaran, se desperdigaban con prodigioso desorden y falta de criterio. Notoriamente necesitadas, pretendían recomponerse con resultados más que nefastos. Las piezas, no encontraban el correcto lugar de origen. La necesidad imperiosa, apenas contenida por el paso de los años, de volver a ser abiertas y cerradas, las conducía a un intento sobrado de voluntad pero falto de pericia.

Las llaves, aunque del mismo modo desordenadas, convivían felices una al lado de la otra.  Se las observaba  sosegadas y dichosas, se complacían de la mutua compañía y no mostraban atisbo alguno de querer cambiar tal disposición. Sabedoras de que ya habían abierto y cerrado lo suficiente a lo largo de su larga existencia, descansaban plagadas de recuerdos, reviviendo en su memoria cada mano que las sostuvo, cada bolsillo que las zarandeó y cada llavero que tuvieron que soportar, como argollas que recordaran tiempos de esclavitud. Algunas, más oxidadas que otras, entretienen a la concurrencia con sus decimonónicas aventuras, más próximas a lo novelesco que a lo cotidiano.

Las cerraduras las contemplan y cuchichean a sus espaldas. Las tachan de orgullosas y engreídas. Les reprochan que ellas abrieron y cerraron el mismo número de veces, ni una más ni una menos, y que no por ello se las dan de nada. Las llaves no entran al trapo, altivas y autosuficientes, también educadas y con un tacto exquisito, no mencionan que una pobre cerradura perdura anclada a la puerta que la vio nacer hasta que esta muere y que su reducido espectro del mundo se refiere a esas dos realidades binarias, el interior y el exterior. Las llaves han conocido mundo, han viajado, han descansado en innumerables habitaciones, incluso se han perdido en un alarde de osadas y peligrosas aventuras. Una pobre cerradura jamás entendería eso. Ni eso ni otras cosas.

La llave más longeva del grupo, la que exhibe unos dientes más toscamente limados y ya redondeados con el paso de las décadas, deja caer, con pausada malicia, que ellas jamás han padecido enfermedades ni han precisado la atención del cerrajero. Su mecanismo de precisión no requiere atención ni cuidados paliativos. En cambio las pobres cerraduras, se atoran, se desajustan y no pocas pasan a mejor vida por falta palpable de remedio. La llave les recuerda que, precisamente por eso, hay en esa caja, y en otras muchas, se atreve a apostillar, más llaves que cerraduras. Las llaves, en un momento dado, de la noche a la mañana, se encuentran solas y desamparadas. Sin una cerradura en la cual encajar, se ven abocadas al ostracismo y olvidadas en depósitos tan maltrechos como ese, cuando no tiradas a la basura con total desprecio y falta de sensibilidad.

Las llaves son orgullosas por naturaleza. Nacieron orgullosas y no se les puede recriminar. En sentido riguroso y figurado, son hermafroditas. Las llaves, de género femenino, poseen la característica de poder penetrar. En cambio las cerraduras tan solo disfrutan de un sexo, el suyo. Esa actitud machista, fuera de lugar, aporta una razón más para que su ego se eleve unos puntos por encima del que ya disfrutaban.

Algunas, han pasado los lustros más unidas que otras. En algunos casos, la anilla que un día las agrupara, se aja y marchita al  mismo ritmo. En otros, es un llavero el que hace las funciones de medio aglutinador. Afortunadamente, la mayoría envejece libre de ataduras y dejada al albur de las circunstancias del recipiente contenedor.

 

Cerraduras entrañables y cercanas viven con la esperanza de que en esa caja hallen la llave que se acople a su corazón. Por mucho que despotriquen y critiquen a las altaneras llaves, todas las cerraduras aspiran a reencontrarse de nuevo con su media naranja. Lo ansían con amor de madre, con celos de mujer despechada, con un cariño asentado por la fuerza de la costumbre, con una irracional necesidad de romper la soledad vulnerada por una compañía no deseada y obligada por las circunstancias. Una cerradura jamás olvida a su llave, jamás la perdería y por nada del mundo permitiría que penetrara en otras cerraduras. Las llaves aseguran que a veces se equivocan, pero las cerraduras saben que no es así. Las llaves nacieron libertinas, son licenciosas por naturaleza. A una llave no le importa probar en cuantas cerraduras estime oportuno, con la endeble excusa de haberse equivocado.

Una cerradura es noble, posee corazón. Una llave se vende al mejor postor. Sólo hay que verlas, ahí en la caja. Creen que engañan a alguien, con su falsa seguridad y pachorra. Las siete cerraduras  sueñan con ser escogidas en un futuro y puestas otra vez en funcionamiento, aunque saben que eso jamás va a ocurrir. Y las llaves están tan muertas como ellas. Cayeron en ese rincón del olvido y más pronto que tarde acabarán en un contenedor o sepultadas bajo los escombros. Conscientes de que  la llave amada tan solo reside en su imaginación, el único consuela que les queda es contemplar como las veinticuatro llaves, en silencio y sin abandonar su orgullo, van avejentándose al mismo compás. Si algo bueno aporta esa cárcel de cartón, es lo que aportan los presidios, la uniformidad, la homogeneidad y una ausencia palmaria de esperanza.

 

FIN

Autor: Miguel Angel Salinas

¡¡Suelta lo que llevas dentro, desahógate!!
 
 
                                                                 
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