La muerte de Críspula

La muerte de Críspula

 

Decoroso, incapaz de ocultar su preocupación, llamaba a Atilano día tras día. Atilano, entre agradecido y hastiado, se sometía con desgana al interrogatorio telefónico. La conversación acababa de normal en los mismos términos, animosos por parte de Decoroso e indiferentes, y por ende preocupantes, por la de Atilano.

La desaparición de Críspula, aunque esperada, causó más dolor e hizo una mella más profunda en Atilano de la que nadie hubiera imaginado. Al decir “nadie” nos referimos exclusivamente a Atilano y a Decoroso.  Íntimos desde la infancia, ancianos de edad avanzada, sin parientes ni amistades en el pueblo, tan sólo se tenían el uno al otro. La preocupación mutua iba más allá de satisfacer el deseo de mostrarse buen amigo y que su semejante lo tomara como tal. Al igual que ocurre con muchos matrimonios, no concebían la rutina en ausencia de su media naranja; les resultaría del todo insoportable. Contemplados bajo ese prisma, sus desvelos podían tildarse de egoístas. Pudiera ser, pero llegados a un punto de la vida, esos matices carecen de importancia. Son daños colaterales interpuestos en una supuesta normalidad.

Desde que Críspula le entregara las cartas hasta su muerte, apenas habían transcurrido tres meses. El cáncer se dio prisa en finiquitar con eficiencia su trabajo; y también con premura Críspula supo anticiparse y citarse con él a tiempo. Desde que obraron en su poder, no había pasado un día en el cual no se sentara un rato a releerlas. Consciente de que esa manera de proceder le perjudicaba más que lo contrario, se desoía con rabia y se hacía callar con indolencia. Se complacía en la tristeza y en la impotencia que la lectura le proporcionaba. Decoroso se desvivía por que abandonara su aislamiento. Atilano ya no lo llamaba como solía para su paseo diario. Ya no lo invitaba a comer eventualmente con la excusa de echar en la sobremesa una partidita de cartas o dominó, para hablar de esto y de aquello, de banalidades y absurdos que tan solo divertían a ambos.

Decoroso se maldecía una y mil veces. Él y sólo él fue el causante de la trágica coyuntura en la que se hallaba su inseparable y condicional afecto. A él se le ocurrió, a instancias de Críspula todo hay que decirlo, convocar esa reunión, esa encerrona en la que por primera vez desde los dieciséis años se volvían a encontrar Atilano y ella. Críspula le contó con naturalidad a Decoroso su situación y sin desvelarle demasiados detalles acordaron preparar esa especie de añagaza. Decoroso, sin muchas más armas en su poder, creyó que el día de su cumpleaños sería una ocasión más que propicia. En honor a la verdad fue emotivo y tierno. Hasta la sirvienta lloró como una Magdalena.

Si la cosa hubiera acabado ahí…

El encuentro fue contraproducente. Tan sólo sirvió para remover los recuerdos que Atilano tan primorosamente supo esconder en la parte más secreta de su cerebro. Durante años permaneció enamorado de esa chica alegre, pizpireta e indiferente a sus ruegos epistolares. Aunque él consiguió vivir en el olvido, ella no lo había logrado y quizás el remordimiento la llevó a convocar esa cita en la antesala de su muerte. Puede que lo hubiera hecho más por él que por ella. Para que Atilano supiera que no dejó de amarlo ni un solo segundo de su existencia. Eso y sólo eso lo torturaba hasta un punto que se tornó insostenible. Creó un muro mastodóntico a su alrededor, infranqueable. Se aisló. Decoroso, con la seguridad que da la experiencia, sabía que de permanecer mucho más con ese comportamiento acabaría muerto en un periquete; la tristeza es la peor afección que se pueda padecer; una “enfermedad” con difícil tratamiento. A Atilano tampoco se le escapaba esa gran verdad, aun así se empecinaba en no salir de su castillo. Daba la impresión de que quisiera fenecer cuanto antes, de que lo que hasta el momento guardaba un significado, de repente careciera de él.

Pero le preocupaba Decoroso. Lo conocía y sabía que sufría cada minuto y cada segundo; temía que esa honda angustia lo llevara a la tumba antes que a él. Y eso no podía permitirlo. A él le daba lo mismo pasar a mejor vida o no, tal era su congoja, pero no se llevaría consigo la culpa de la muerte de su único amigo. No debía de olvidar eso. A sus ochenta y seis inviernos nadie más sobre la tierra escuchaba su voz y le respondía con paciencia unas veces y con insolencia otras. A Decoroso le debía respeto y devoción, y aunque solo fuera  por eso intentaría salir de casa.

Le costó despojarse del pijama, se había adherido a su cuerpo como una segunda piel. Templó de manera precaria el baño antes de meterse bajo el agua. En esos terribles meses de frio la calefacción central, obsoleta y necesitada de renovación, no daba abasto para dotar de confort al edificio. Una vez satisfecha la penosa obligación de despegarse de la suciedad y de la pereza, se propuso emperifollarse buscando en el armario las mejores galas. Por un instante se le ocurrió que Decoroso se preocuparía más si lo viera aparecer de esa guisa que en bata y una sonrisa cambió el rictus de su cara. Tuvo la suerte de cazarla al vuelo ya que se contemplaba en el espejo del recibidor.

Desconocedor por completo de la hora, salió a la calle con determinación. Timbró en el portal de Decoroso y la voz que le respondió parecía provenir del más allá. Imaginó la cara de asombro de su colega suponiendo ese momento irreal, que un fantasma lo iba a visitar.

Decoroso no pudo evitar preocuparse primero y sonreír después al contemplar el porte que lucía Atilano. Le preguntó si se encontraba bien y Atilano, que había recobrado la confianza en sí mismo, lo apremió para que se arreglara, que lo invitaba a comer. Decoroso tuvo que observar que el reloj marcaba las cinco de la tarde. Atilano rectificó y cambió comer por cenar. Decoroso barruntaba que esa hora no era apropiada para nada, pero no quiso romper el hechizo del momento, si es que este existía. Le ofreció algo de comer o de beber, no sabía a ciencia cierta su estado nutritivo o alimenticio. Atilano por toda respuesta se quitó el abrigo y se sentó en el sofá. Lo urgió con desfachatez y con el mismo descaro le recordó que no tenía todo el día. Decoroso, dentro de su turbación, no podía refrenar un regocijo mal disimulado. Atilano se entristeció al comprobar lo mucho que lo hacía sufrir. Se le notaba tan desmejorado como él.

Atilano le gritaba que parecía una señora, que sólo le faltaba pintarse y cardarse el pelo. Este le respondía que lo dejara en paz, que se daba toda la prisa de que era capaz. Pretendía mostrarse a la altura de su visitante y lucir elegante. La combinación que eligió fue la adecuada para conjuntar la bufanda y el sombrero que Atilano le regalara en su cumpleaños pasado. «Ya estoy», dijo mientras buscaba las lleves y el dinero. Atilano, sonriendo, le pidió que no buscara el dinero que no le haría falta. Decoroso simuló no haberlo oído.

El reducido censo de Batán del Monte facilitaba la proximidad de sus ciudadanos y el que, queriendo o sin querer, casi todos supieran casi todo de casi todos. Decoroso y Atilano guardaban buena relación con sus paisanos aunque no estrechaban lazos de amistad. Participaban de la opinión, humilde por supuesto, de que no resultaba ético forzar las circunstancias por necesidad, por haber llegado a la vejez, por sentirse quizás más necesitados, por reflejar pena y misericordia en los demás. No faltaba quien se interesaba por ellos y les ofrecía apoyo del tipo que fuera. Por ejemplo ayuda con la compra o con otras labores domésticas. Ambos reusaron una y otra vez con educación cada uno de esos ofrecimientos.

Decoroso cavilaba acerca de la hora. Que a las  seis de la tarde como mucho podían aspirar a una merienda en el bar de Melitón. Atilano, que pareció leerle el pensamiento, propuso esa posibilidad y comentó sin ambages que la invitación se volvía a cambiar. La comida pasó de cena a merienda. «Me parece bien», comentó con despreocupación Decoroso, «antes iremos a dormir». Esa reflexión sumió a Atilano en un mutismo preocupante. Qué triste oteaba su horizonte cuando tan sólo comer y dormir  representaban recelo y pesadumbre.

Melitón, cuarentón orgulloso de su soltería, heredó el nombre de su abuelo. Contaba su madre que un tatarabuelo por parte paterna también se llamaba así.  La entrada de Atilano y Decoroso provocó un seco silencio e indiscretos giros de cuello. La concurrencia la conformaban sencillos agricultores, habituales ciudadanos ociosos y alguna que otra madre con sus hijos correteando entre las mesas. La reacción de asombro la provocó no sólo el aspecto engalanado de los abuelos, sino también la hora. Atilano y Decoroso tan apenas salían de casa por las tardes.

Sabido es que para el cotilleo, híbrido entre deporte de masas y virus contagioso, no se ha creado remedio ni vacuna que valga. Fue inevitable que hasta el más despistado de los habitantes de Batán del Monte se enterara de la trágica, bella y desgarradora historia de la visita de Críspula con sus cartas de amor y de su posterior y fulminante muerte. Los miraban con ternura, con unos impulsos apenas sofocados de aproximarse, estrecharlos en sus brazos y colmarlos a besos. Atilano se sentía molesto por el hecho de saberse observado. Se estaba arrepintiendo de haber ido. Decoroso le vio la cara y lo condujo a la mesa más aislada que encontró.

Melitón acudió presuroso a atenderlos desoyendo sugerencias y ruegos por parte de los clientes tales como «pregúntales si les pasa algo». Atilano instó al camarero y propietario para que les sacara de merendar, que les informara de la carta. Este les respondió que en la carta, ubicada en su memoria, no faltaba prácticamente de nada. Decoroso, siempre con un dardo envenenado en la punta de la lengua, pidió langosta. Melitón, con serenidad y con una ironía mal llevada, le aseguró que acababa de servir la última. Ese tira y afloja, en el cual no participó Atilano, acabó en una tortilla de espinacas, jamón ibérico y pan con tomate, unas gambas cocidas y unos ajos trigueros con champiñones a la plancha. Atilano le pidió la carta de vinos. Melitón con asombro le respondió que nunca contaron en su establecimiento con semejante disparate. Atilano le pidió el mejor vino de su bodega y Melitón, volviendo a sonreír, les aconsejó un Ribera del Duero reserva. Les saldría por veinticuatro euros la botella. Atilano asertó con la cabeza.

La escena representaba un sinsentido. Tenían prohibido por prescripción médica la mitad de lo que Melitón estaba preparando, pero por lo visto a ninguno de los dos le importó lo más mínimo. Dejaron el pabellón bien alto dando cuenta de hasta la última miguita de pan.

Decoroso lo invitó a su casa a tomar una copa de coñac, «como brillante colofón» se atrevió a apostillar. Atilano aceptó encantado. El salón de Decoroso resultaba una habitación acogedora, no ya por los muebles y la iluminación, sino sobre todo, en invierno, por la chimenea que calentaba de un modo diferente a los tradicionales radiadores, impregnando además el ambiente con un olor a leña tan cálido como familiar.

Sentados cada uno en un sillón, con las copas y el tabaco en ristre, hablaron y hablaron hasta quedarse afónicos. Sus temas rondaban los más variopintos campos e intentaban que nunca se acercaran a lo personal. Ese constituía un terreno pantanoso en el cual no querían entrar ni siquiera pisar de refilón, no fuera que no supieran luego salir.

En un momento dado Decoroso se levantó para ir al baño y al volver se encontró a su camarada con la pipa en el regazo y la cabeza apoyada en la orejera derecha. Supo que estaba muerto. No necesitaba tocarlo ni comprobación adicional alguna. Se sentó en su sillón, dio un pequeño trago al coñac y una profunda calada al Cohiba. Pretendía alargar en lo posible su compañía. Cruzando las piernas se embelesó con el crepitar de las llamas e intentó descifrar las extrañas y caprichosas formas que adquirían. Ahí se almacenaba toda su vida. La veía pasar fotograma a fotograma bajo el crepitar de las ascuas. Seguro que Atilano también contemplaba lo mismo, aunque desde un ángulo distinto.

Al acabar el coñac, fue en busca de dos mantas. Con una tapó a su alma gemela, quería que su cuerpo conservara el máximo calor posible. Con la otra se cubrió él.

Sería la última noche, las postreras horas al lado de Atilano.

Por la mañana ya llamaría a quien tuviera que llamar.

Antes de dormirse alargó la mano, cogió el sombrero que descansaba sobre la mesita y se cubrió la cabeza. Fue un buen regalo, el definitivo, aunque posiblemente no el mejor.

Daba igual, ya no habría más.

FIN

Autor: Miguel Angel Salinas

¡¡Suelta lo que llevas dentro, desahógate!!
 
                                                                           
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