Carlos
(Un cuento para niños)
Paseaba Carlos distraídamente por las arterias vitales de la ciudad en un día clásico de verano, a las horas vespertinas en las que el calor amaina su sibilino zarpazo.
La imagen saltó ante él instantáneamente. Apenas fue una visión efectuada al trasluz y de reojo, suscitándole una fuente de deseo. Acababa de vislumbrar, fugazmente como hemos insinuado, a un pequeño cogidito del brazo de su mamá que devoraba un babilónico (por lo grande) cucurucho.
En aquél cucurucho se resumían todos los cucuruchos del mundo y el mundo sólo fue para Carlos a partir de ese momento un enorme cucurucho.
Carlos callejeaba sólo, harto de la idiocia cada vez más alarmante de sus amigos, que no eran capaces de salir una tarde de verano, pretextando cansancio, enfermedad o falta de ganas. Esta circunstancia había quedado olvidada. En su deambular ajeno a la realidad, tan sólo pensaba en su deseo helado.
Se recreaba y se lamía los labios pensando en una torre de maravillosos sabores y esencias olorosas.
Súbitamente, el castillo en el aire se derrumbó al comprobar, tras meter inadvertidamente las manos en los bolsillos, que no llevaba más que medio euro y una moneda de dos céntimos. Lo relatado sucedía enfrente de la heladería y el deseo se tornó irresistible.
No tardó mucho en florecer en su mente una decisión, una idea fija que llevar a cabo, tal era el estado febril en el que se encontraba. Haría lo imposible de ser necesario, pero volvería a casa con su estómago satisfecho.
Su primera orientación fue noble, y así cuando pasaban jóvenes les pedía un euro con la falsa y endeble excusa de coger el autobús. Mas desistió enseguida al ver que era objeto de rechifla y burla, y que no ofrecía más que un triste y lamentable ridículo.
La idea que le rondaba arraigaba con un brío demente e inusitado, debería de utilizar la fuerza.
Paró en una esquina y se tranquilizó, no sin esfuerzo, pues lo gobernaba su obsesión y la ansiedad. Sereno del todo, se apostó en la revuelta de la bocacalle que comunicaba con el paseo central. Lo consideró un buen lugar porque le permitía controlar el paso de los peatones a la vez que le facilitaba la huida rápida por el maremágnum del callejón que se adivinaba por detrás.
Se agazapó dispuesto a saltar como un león sobre el primero que pasara. Por fortuna pudo contenerse a tiempo; se trataba de un tipo de metro noventa, hercúleo, musculado y con cara de muy malas pulgas. Debía de ser más cuidadoso, no podía fallar; se convenció a sí mismo con patológica voluntad.
Escrutó el horizonte y despiadadamente pensó lo fácil que resultaría quitarle el cucurucho a una abuelita que pasaba, atacarla y saciar su fijación. Pero nuestro héroe recapacitó y dejó pasar a la anciana, señal de los buenos sentimientos que anidaban en el fondo de su corazón.
Acto seguido, observó cómo salía un niño de mirada tímida y aspecto frágil de la heladería, exhibiendo un precioso y llamativo cucurucho; iba sólo y no tendría más de diez años.
Carlos se abalanzó sobre él con felina astucia, le arrebató el tesoro, hizo rodar a la criatura por el suelo y acto seguido se dio a la fuga pese a que nadie había contemplado tan dramática escena.
En un lugar seguro ya, se entregó con delectación a paladear el mantecado, gustando también del sabor del barquillo en el que se encontraba impregnada la gran masa refrescante.
Cuando terminó se dirigió feliz y contento a casa, donde cenó bien y durmió mejor.
Como todos los cuentos para niños, lo relatado no está exento de moraleja. Esta no es otra, pequeños, que las cosas no se piden, se toman cuando hacen falta y apetece.
Aplicaos el cuento muchachitos.
FIN