Clásicas excelencias

Clásicas excelencias

 

Láudano Batuter y Castora Allameny pertenecían a la burguesía más clasista y exclusiva de nuestro país. Descendientes de un arraigado elitismo,  por su sangre discurría el más alto linaje que un vulgar ciudadano pueda acaso imaginar.

Él, director de orquesta y ella, dama y figura imprescindible en todo tipo de actos e inauguraciones. Castora no debía en exclusiva su esencial presencia al ilustre renombre que la respaldaba, sino, y sobre cualquier otro punto, a las jugosas donaciones de las que hacía gala con desinhibido bombo y boato.

Las temporadas en las que convergían, las marcaba el apretado calendario de Láudano y la encorsetada agenda de Castora. Entre giras y ensayos, disfrutar de su mutua compañía representaba una voluble suerte, sujeta a las más estrictas leyes de la casuística.

A pesar de lo antedicho o quizás debido a ello, a ojos de propios y extraños, consagraban una envidiable relación. Ambos se mostraban ajenos a tamaña circunstancia, debido, sin lugar a dudas, a la proximidad y la falta de una perspectiva adecuada. Añádase a este dato su carácter afable y el portentoso don de gentes incubado al son de las nanas y posteriormente alimentado por la supervisión de tutores y guías.

Gustaban de organizar reuniones con amigos y allegados. Castora reconocía, en silencio y ponderando el perenne distanciamiento con su marido, que gozaba más bien poco de su intimidad marital. Entre compromisos y convocatorias voluntarias, un nutrido y variopinto desfile de personas y personalidades los rodeaban con asiduidad.

Ciro Baresvoyn, asimismo reputado director de orquesta, se consideraba el mejor amigo de Láudano. La vida de Ciro distaba leguas y yardas de la de su homóloga amistad. Soltero empedernido y mujeriego reconocido, se conducía desinhibido, libertino, promiscuo y juerguista, pisara el suelo que pisara. A sus cincuenta y pocos, conservaba  energía, una madura belleza lo había premiado con gracia, su labia hablaba por él y cierto sector femenino, bien afín  a su puesta en escena, bien próximo en edad, bien con ganas de echar una canita al aire, no deseaba perder la ocasión de revolcarse por una noche con el carismático músico.

Tras una larga gira que cubrió gran parte de Europa, diversas y alejadas ciudades de América del Norte y exóticos parajes de Asia, Láudano aterrizó por fin en su Barcelona natal. La locura de los cambios horarios transoceánicos lo depositó en su casa a media mañana. No coincidió con  Castora hasta bien avanzada la tarde. Él se disponía, recién vestido, a dar una vuelta que lo distrajese y acaso distendiese de una temporada profesional interminable. Entró cuando él se anudaba los zapatos, sentado a los pies de la cama. Castora le pidió que la esperase, que se daba una ducha y lo acompañaba. Láudano, hastiado y sin nada mejor que hacer, la obedeció. Mantuvieron la habitual charla, tras una larga separación, a través de la mampara.

—¿Qué tal ha ido?

—Bien, supongo. Han sido muchas semanas. Supongo que me has ido siguiendo por la tele y la prensa.

—No creas. He intentado no saber de ti.

Láudano se reía. De sobras sabía que así había sido. Castora se aburría con el aluvión de elogios que recaían sobre su marido semanalmente. Lo mismo le ocurría a él con las notas de sociedad respecto de su mujer. Ambos acaparaban titulares día sí, día también.

—¿Adónde ibas?

—A dar una vuelta. Llevo varias horas sólo sin ver a nadie, exceptuando al servicio, y me agobiaba.

Castora lanzó al aire una frase que fue engullida por el agua. Al advertir el silencio de Láudano, la volvió a repetir.

—Digo que no hagas planes para mañana. He organizado una cena.

Láudano trataba de situarse en el calendario; “mañana” era sábado. En lugar de contradecir y reprocharle que le hubiera agradado más un fin de semana envuelto en la complicidad conyugal, lo aceptó con parsimonia y galantería.

—De acuerdo. ¿Qué celebramos?

—Nada. Todo comenzó el miércoles, cuando tropecé con Ciro.

—¿Ciro está en Barcelona?

—Así es. Por lo menos anteayer, que fue el día que nos cruzamos en el centro.

Castora enumeró a los invitados. Todos ellos abigarradas y granadas personalidades de la alta sociedad. Láudano barruntaba que se iba aburrir como una ostra. El frugal pensamiento fue interrumpido por un dato que rompía tal elucubración.

—Asistirá tu hermano.

—¡¿Fredesvindo!? Pero…

—No te alteres. Es la semana de las casualidades. El día que me choqué con Ciro, este me contó que había tomado unas copas con tu hermano en un bar que ni uno ni otro suelen alternar. Sabes que tu hermano es un lobo solitario.

—Lo mismo que Ciro.

—Ya, pero a tu hermano lo persigue una constante tristeza. A veces, me he llegado a preocupar por él.

—Pues no lo hagas.

—¿Te molesta que lo haya invitado?

—Pues si te soy sincero, un poco sí.

Láudano no guardaba recelo alguno para con Fredesvindo. El vínculo fraternal los había acompañado desde niños, pero un abismo se abría entre ellos. Criados bajo el mismo linaje, Fredesvindo, ya de adolescente, quiso escapar de ese ambiente acolchado con gasas, perfumado con bálsamos delicados y endulzado con los más exquisitos almíbares. Se desentendió de la fortuna familiar, no quiso saber nada de la posición ventajista a la que sus padres lo abocaban y se lanzó al mundo pretendiendo valerse por sí mismo. Proyectó construir un hombre diferente extramuros de la mansión que lo vio nacer. Buscaba la libertad, no subyugarse en modo alguno a nada ni a nadie. Tras unos estudios de magisterio, pagados  a costa de sus precarios trabajos, logró aprobar, no mucho después, una oposición que lo convirtió en un sencillo y feliz maestro rural. Nadie en su familia lo comprendió. Él no los repudiaba, sencillamente no aceptaba una vida organizada en la que a él no le era permitido aportar ni un microscópico grano de arena.

Por otro lado, la mentalidad de su hermano distaba colosalmente de los estándares adecuados para una reunión de ese calado. Fredesvindo no soportaba la opulencia y la falsedad con la que, según él,  se gobernaba ese tipo de gente; no comulgaba con las ruedas de molino que prensaban la fortuna familiar. Láudano, aún recuerda con pavor una cena de Navidad en la que su hermanito querido del alma no dejó títere con cabeza en cuantas conversaciones se inmiscuyó. Las caras, ceñudas y circunspectas de sus invitados, evidenciaban que no les agradaba para nada su compañía.

Láudano quedó sumido en un negro nubarrón. Si la noticia de la cena ya le incómodo, el invitado de excepción añadido lo derrumbó.

Mientras Castora de engalanaba con vistosos abalorios y caprichosos complementos, a Láudano se le escapó un ruego imperioso.

—Cariño, date prisa, por favor. Necesito beber algo.

 

Como ocurre cada veinticuatro horas, un día dio paso a otro y el sábado acompañó al matrimonio desde que se despojaran de las sábanas. Láudano se mantuvo distante. Castora no se lo reprochaba, conocía a la perfección los entresijos de su corazón y cada repliegue de su cerebro. Intentó llevarlo entre algodones todo el día.

A la cena asistían, un industrial del sector de los plásticos junto a su esposa que, por desgracia en este caso y en otros, tan sólo desempeñaba una función meramente decorativa; dos políticos, uno de un partido conservador y la otra de uno de derechas; el presidente de una compañía energética, otrora presidente del gobierno; un par de millonarios sin otra cualidad a destacar que la de almacenar dinero como quien lo vuelca con camiones en un silo; y Fredesvindo, el humilde servidor del pueblo.

El condumio se desarrolló hasta el primer plato por los cauces deseados y ningún contratiempo dialéctico menoscabó su afabilidad. Fredesvindo se mantuvo en todo momento a la retaguardia, cuidándose muy mucho de pronunciar palabras, que una vez lanzadas al aire se convirtiesen en anagramas, cambiando su significado en según qué oídos penetrasen. Se lamentaba profundamente por haber aceptado la invitación. Se dejó engañar por Castora, quien le aseguró que a su hermano le complacería mucho su compañía. A las claras se notaba que Láudano estaba irritado y distante; y no solo de forma figurada, los sentaron en extremos opuestos de la mesa.

Fredesvindo lo intentó. Se esmeró por soportar el parloteo cruzado que de manera involuntaria percibía. Constató hasta qué punto puede llegar la falsedad humana, lo inalcanzable que puede resultar la cordura para algunos, lo atrevido de la ignorancia, la vacuidad de las conversaciones y la apostura ridícula de cada interlocutor convertido en comensal. La gota que colmó el vaso fue la atrevida opinión del diputado conservador, al soltar de modo gratuito, tras un leve acaloramiento con uno de los millonarios, que la información que ofrecían  los medios de comunicación estaba sobrevalorada. Venía a cuento de una persecución mediática a la que  estaba siendo sometido su partido en relación con unas leyes aprobadas sobre la contaminación y el medio ambiente. El millonario aducía que era un símbolo, un signo dictatorial del gobierno. Una traba más colocada a posta para que la industria en nuestro país no pudiera avanzar y alcanzar los estándares marcados por la Comunidad Europea. El diputado intentaba hacerle entrar en razón acerca de las prácticas poco delicadas de la encumbrada industria a la que aludía.

—Perdonen que me inmiscuya. No he podido dejar de seguir atentamente su diatriba.

—Simplemente estábamos dialogando —se defendió el diputado.

—Claro, claro. No he podido, entonces, dejar de seguir atentamente su diálogo.

En este punto, se hizo un silencio reverencial. Láudano dejó de masticar, presagiando lo irremediable. Castora, le sujetó la mano, quizás para infundirle unos ánimos imposibles.

—Si la información de los medios de comunicación está sobrevalorada, punto este del cual discrepo, debemos también de sospechar que cualquier otra circunstancia en la vida que no les interese, podría estarlo. Está dejando caer, de rebote, que el estar informado también está sobrevalorado…

—Yo no he dicho tal cosa.

—Ya lo creo que sí. Supongo que conocen la expresión leer entre líneas o como dirían en algunos círculos próximos a ustedes, between the lines. Si ese argumento no les sirve, podría acudir a la extrapolación, que llevado al terreno de la estadística se denomina  inferencia. Pues bien, si como decía el estar bien informado está sobrevalorado, otros podrían pensar, porque les conviene, que el sexo también lo está —miró de soslayo a Ciro—, o la música clásica con toda la exclusividad y opulencia que la ampara.

Los ojos de ambos hermanos se cruzaron, los de Láudano inyectados en sangre y los de Fredesvindo, lisonjeros y risueños.

—Así mismo, tal y como han dejado caer de manera subrepticia, el preocuparse por el medio ambiente está sobrevalorado. De lo que subyace que el reciclar basura y el ser ecologista también lo está. Y claro, si nos ponemos a tirar del hilo, está sobrevalorado el ser comprensivo. No me gustaría que cayeran en el error de pensar que no existen cosas a nuestro alrededor exentas de ese defecto, ya lo creo que las hay y muchas. Lo que ocurre es que cada uno pone el listón donde le interesa o lo mide con el rasero que guarda en su casa, que para el caso, viene a ser lo mismo.

»Ustedes son capaces de llegar a la conclusión, amparados en dios sabe qué conocimientos y alumbramientos divinos, de que cualquier faceta de la vida que no les interese puede estar sobrevalorada. Pues miren, para mí está sobrevalorado el creerse buen padre, el tenerse por una persona divertida, en esta cena tenemos la fortuna de comprobarlo e incluso, que me perdone mi familia, el ser un buen anfitrión. Si ustedes encajan en alguno de estas “sobrevaloraciones” que acabo de citar, deberían de visitar a un especialista, aunque, siento comunicarles una mala noticia, eso también está sobrevalorado.

Láudano no sabía en dónde meterse. El silencio fue tan prolongado, las palabras de Fredesvindo hirieron de tal modo a la concurrencia, que el motor de la concordia no volvió a engranar hasta que Castora rompió el hielo anunciando que el segundo plato iba a ser servido.

Aunque lo intentaron, la cordialidad no volvió a reinar en la velada.

Fredesvindo se excusó al acabar los postres, pretextando que no podía quedarse a la sobremesa por razones de gran peso y profundo calado. Él, dijo, como persona adecuadamente informada, comprensiva, divertida, enemiga de la música clásica, moderadamente preocupada por el medio ambiente y promiscua, se había citado en su casa con una chica a la que conoció la tarde anterior en la Fnac.

Les deseó buenas noches y un final feliz a tan bello encuentro. A su hermano, que no quiso levantarse para despedirse, lo saludó desde el quicio de la puerta del salón. Castora lo acompañó hasta la salida.

—Siento el espectáculo, pero he llegado al límite.

—Lo comprendo.

—No  sé si lo comprendes, pero no deberías de haberme invitado. Eso lo sabes ¿verdad?

Castora asintió con un movimiento de cabeza.

Se dieron dos besos y, antes de separar las cabezas, Fredesvindo le susurró al oído.

—Yo que tú, agarraría esta noche la batuta de tu marido y la agitaría con energía. Necesita un poco de música celestial en su vida apentagramada.

Castora sonrió con complicidad y se despidió de su cuñado.

Se propuso  frecuentarlo más a partir de entonces. Al hermano de su marido no lo olvidaría ningún invitado de los presentes, eso desde luego. Pero ella advirtió que a pesar de lo incómodo que resultaba, su falta de hipocresía y la libertad que le concedía no atesorar  opulencia y dinero lo convertían en una compañía recomendable, muy recomendable. Necesitaba chutes de adrenalina y enfocar la rutina desde una óptica poliédrica y no desde una lente bifocal con escasa o nulas probabilidades de proporcionarle felicidad y distensión.

FIN

Autor: Miguel Angel Salinas

¡¡Suelta lo que llevas dentro, desahógate!!
 
 
                                                                 
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