Cualquiera que me venga a visitar
Abrí los ojos con pereza, intentando separar sueño y realidad. Me situaba en ese limbo que comparten la vida y la muerte. La noche había resultado dura. Pesadillas irreverentes, crueles y persistentes me fustigaron sin piedad. Concentré poco a poco la vista en una de las vigas de madera que sostiene el techo de mi habitación. Las intrincadas vetas y los caprichosos nudos no se diferenciaban demasiado de los laberínticos mundos de mi ajado cerebro. Tapado hasta la barbilla, sujetaba las sábanas con ambas manos, como si temiera que, rebeldes, se bajaran hasta mis pies. La niebla se empezó a disipar y lo que antes fuera incertidumbre se transformó en una aterradora realidad.
Soñé que me arruinaba, que mi negocio quebraba, que pasaba penurias económicas y que de seguir en esa línea, debería de acudir con prontitud a las ayudas sociales. El frío reinante en mi habitación confirmó mis sospechas. Un ambiente gélido impedía que abandonara la cama. El suministro de gas lo cortaron un mes atrás y no disponía ni de calefacción ni de agua caliente. No apartaba los ojos de las vigas. Seguía sus enmarañadas estrías e intentaba interpretarlas, como si fuesen las líneas de la mano.
Sin pensarlo me destapé y salté al suelo con determinación. Con la pericia que da la experiencia, me enfundé la bata primero y me calcé a continuación unos gruesos calcetines y unas zapatillas de franela. Lo primero que me obligaba a recordar cada día, aunque tan solo fuera para impelerme ánimo, era que el piso me pertenecía. Por fortuna acabé de pagarlo un año atrás.
Desayunaba frugalmente y sin convicción. Con el café con leche ya frío me sentaba frente al ordenador, con la firme intención de evadirme y distanciarme de mi penosa coyuntura.
Mi tienda de ultramarinos se fue al garete. Con la perspectiva de los años debo reconocer que era una muerte anunciada. La proliferación de las grandes superficies fagocitó los pequeños negocios. Lo vi venir y no hice nada. Así soy yo. No es que no me entere de lo que ocurre a mi alrededor, es sencillamente que me veo incapaz de actuar. Miedo, incompetencia, vagancia, pachorra, optimismo, pesimismo, todo ello junto, metido en la misma bolsa. El haber y el deber se fueron descompensando en beneficio de este último. Mes a mes. Lo inevitable ocurrió. No moví ni un dedo por cambiar la trayectoria. Me conformé. Y no debería de haber obrado así.
Tengo cincuenta y nueve años, la semana que viene cumpliré sesenta. Ha pasado más de medio año desde que cerré y mi postura es la de un gato atrapado por los faros de un coche: permanece inmóvil en el centro de la carretera, sabe que lo van a atropellar y aun así no se aparta. He aceptado con resignación mi realidad. Me han cortado el gas, lo asumo y lo acepto como justo. Tengo un aviso, varios en realidad, sobre mis impagos de luz y agua. Afortunadamente, dios bendiga a este gobierno actual, una ley impide desproveer a los menos favorecidos (ahí entro yo) de recursos básicos para la subsistencia. Me aferro a mi casa como un capitán se aferraría a su barco en un naufragio.
Mis condiciones telefónicas son las más limitadas del mercado. El ordenador va como yo, lento y quejumbroso. Pero carezco de esa pandemia mundial que es la prisa. Miro, tan solo por entretenimiento, las ofertas de empleo. Leandro Sanjuán, su humilde servidor, procede de una familia sin recursos y jamás fue buen estudiante. Ambas circunstancias me condujeron a saltar de un trabajo precario a otro más triste. Esa espiral, en la cual la formación y el reciclaje nunca entraron a formar parte, me procuró un currículo más que desestimable. ¿Quién va a contratarme y para qué en mi situación? No lo piensen demasiado, nadie en absoluto. Pero me divierte leer las ofertas laborales y fantasear con que envío mis datos, que me llaman para una entrevista y que me rechazan. Y en ese punto me rio y me reafirmo en que sigo el camino correcto. A sabiendas de que el proceso sería exactamente así, me congratulo de mi perspicacia y predisposición.
El mayor problema al que me enfrento no es el económico, que sin ser baladí es asumible. Mi ánimo descansa más allá del subsuelo. El aburrimiento llena cada escondido recoveco de mi casa. El sinsentido de mi vida me provoca pesadillas. Y no dejo de preguntarme cada día qué me impulsa y permite que siga con esta rutina. Carezco de amigos, de familia, no cuento ni siquiera con conocidos casuales con los que compartir un esporádico café. No pertenezco a club ni asociación alguna. Soy ese gato paralizado en medio de la sociedad, deslumbrado por sus focos, esperando que lo chafen.
Y es curioso como es la vida. No hablo de la mía, hablo en general. Permítanme que me erija en portavoz de la humanidad por unos instantes, y sintiéndome poderoso, en portavoz de la vida. Los seres vivos, salvo raras anomalías, nos aferramos a la perpetuación como lo hace una enredadera en una pared. Desarrollamos esos diminutos tentáculos que nos permiten sujetar con fuerza hasta el más pequeño trocito de esperanza. ¿Qué sentido tiene nuestra existencia? El que le queramos dar, digo yo. En muchas ocasiones, como me ocurre a mí, es la vida por la vida. Es el simple recipiente de la vida, que aunque se encuentre vacío, no lo tiramos. De manera fatua, obstinada y sátira lo conservamos, esperando que se llene solo. Y ahí está, cada vez con más polvo, lo único que contiene, lo único que atrae.
Hasta que una mañana descubres que un principio de telaraña se está formando en un rincón del techo.
Pero no la quitas. Si es una araña la que la que ronda cerca, bienvenida sea.
FIN