Efímero
Candasnos Cruz Soto y Apolíneo de la Guardia Macedo poseían unas mentes destartaladas, confusas e incompletas. Su devenir constituía un sinsentido absurdo, valga la redundancia. Qué esperaban de la vida, qué les impelía a levantarse cada día de sus camas, de qué manera caleidoscópica contemplaban su monotonía y sobre todo, la razón por la cual seguían respirando, formaban un estupendo ramillete de incógnitas que jamás nadie consiguió despejar.
Sus respectivas moradas no debían de distar más de dos calles. Esta incertidumbre, dejada caer con un cierto grado de malicia, viene a reflejar el caos geométrico en el cual se veía inmerso su barrio. El desbarajuste y batiburrillo de recovecos, esbozos de calles y ensanches, que no llegaban a conformar plazas, enredaban de tal modo el plano de la zona, que uno más bien diría que se encontraba en un laberinto en el cual el ratoncito debía de hallar, movido por la supervivencia, el camino correcto para alcanzar el extremo incorrecto.
Si bien sus pisos se alejaban en la dificultad, su aspecto se aproximaba por todo lo contrario. Este no podría calificarse de halagüeño ni siquiera de esperanzador. La inquietud que reflejaba la mirada de uno y otro, la desconfianza en su manera de expresarse oral y corporalmente, la rabia que proyectaban sus palabras y la fugacidad de sus movimientos no inspiraban sentimiento positivo alguno. Su indumentaria, mezcla bien proporcionada entre estilos carcelarios y de mercadillo, su meridiana falta de aseo y su pelo revuelto, ensortijado, sucio y bovino, completaban el desasosegador cuadro que tan sólo era aceptado en las entrañas de su barrio.
Candasnos contaba con veintiocho años, uno más que Apolíneo. Ambos habían crecido en el barrio, habían delinquido en el barrio y se habían creado enemigos en el barrio (su esperanza de vida debía de rondar los treinta). Tan solo la cárcel fue capaz de distanciarlos. Ambos habían sufrido condenas de pequeño calado, pero las constantes reincidencias fueron dilatando su permanencia en el presidio.
Sin nada mejor que hacer que haraganear todo el día, su proceder podría guardar gran paralelismo al de un gato (o al de un gitano; esto no lo diré en alto, podría tachárseme de racista). Se ponían en pie con la misma ropa con la que habían dormido (y llevado el día anterior y el anterior) y salían a la calle al encuentro del otro. Daban vueltas y vueltas por el barrio, hablando con unos y discutiendo con otros; su corto intelecto no les permitía trazar planes de futuro. Habían nacido para vivir el presente. La falta de conciencia les ahorraba el arrepentimiento por actos del pasado, la piedad por sus víctimas y el reconocimiento de que nunca obraron en consonancia hacia ley alguna escrita o sobreentendida. No existía un objetivo explícito en su jornada. Si se les presentaba la ocasión de delinquir de manera sencilla, no lo dudaban. Aceptaban la caridad de vecinos y propietarios de bares en cuanto a la manutención se refería. Ellos se dejaban hacer y sin abandonar el paralelismo con el mundo felino, se dejaban arrullar y acariciar en la nuca.
Con toda probabilidad, los vecinos conocían más acerca de sus familias y de su pasado que ellos mismos. Quizás, si tuviera sentido nombrar a una especialista, a una historiadora de estos dos sujetos, resultaría inevitable sacar a relucir a Calipsa. Calipsa, mujer que rondaría la sesentena, vivía sola desde hacía veinte años. Enviudó de manera trágica. A fecha de hoy se desconoce quién asesinó a su marido.
Calipsa salía a flote a duras penas como asistenta de limpieza. Con lo poco que obtenía de su trabajo y con la mísera pensión de viudedad sostenía una existencia penosa en lo económico pero grata en lo personal. Calipsa ostentaba la graciosa virtud del optimismo. Calipsa reía con frecuencia y sonreía cada vez que se le presentaba la oportunidad. Calipsa caía bien, no podía ser de otro modo. Calipsa gustaba de disfrutar de sus horas de asueto cuidando de su hogar. Consciente de que ninguna posesión más había en su reino, la mantenía como un palacio. La sencillez del pisito contrastaba de modo asombroso con la pulcritud.
Calipsa había conocido a las familias de Candasnos y Apolíneo. No era de extrañar que los dos fueran como eran. Podríamos aludir a lo del palo y la astilla sin temor a equivocarnos. Los pimpollos decepcionarían con creces a los respectivos progenitores. Estos, sin pretenderlo, lograron erigirse en ilustrados maestros de su hijos. Los cuatro murieron antes de cumplir los cuarenta. El padre de Candasnos fue hallado en un descampado cosido a navajazos; la madre, tras una persecución en el centro de la ciudad, fue abatida a tiros delante del Corte Inglés; el padre de Apolíneo murió en la cárcel por “causas naturales” (¿qué causa puede resultar natural para morir en la cárcel?); la madre, dedicada a la prostitución desde los diez y seis, murió de sobredosis.
Calipsa, vecina de escalera de Candasnos, conocía a este mejor que al otro. Sin comulgar con su forma de vida, siempre sintió compasión por ellos y cuando sus padres desaparecieron, los lazos de afecto se estrecharon. Como hemos comentado, los pimpollos se dejaban arrullar, lo que propiciaba que se dejaran caer por la casa de la anciana con más asiduidad de la que a ellos les apetecería. Calipsa se ofrecía a lavarles la ropa, a servirles un caldo caliente y a prestarles unos pocos euros para que salieran adelante. Ambos la veneraban como nunca hicieron con sus padres. Pero esa devoción no implicaba ofrecimiento para favor alguno. Carecían, como hemos dejado entrever, de un comportamiento similar al humano.
Calipsa los trataba con ternura, pero se cuidó muy mucho de encariñarse con ellos. Calipsa había tenido gatos en casa. La muerte de una gata, con la que convivió cerca de doce años, la sumió en una amarga pena. Consciente de que los muchachos no alcanzarían la edad de sus padres, focalizaba sus encuentros como ellos hacían con sus vidas, se limitaba a disfrutar del momento, consciente de que podría ser el último.
Calipsa carecía de cultura pero no de perspicacia y educación. Nunca se le escapó que los muchachos eran unos botarates. Los temas de conversación que mantenían en sus frecuentes o frugales visitas no desentonaban con esa opinión. Decían que venían de dar una vuelta y que luego darían otra, a ver si veían a este o aquel. Jamás le preguntaron por su salud o si la podían ayudar en algo. No les importaba el tiempo, la situación económica del país, el desorden, ruido y suciedad en el barrio, ni siquiera el fútbol. No les importaba nada. No veían televisión (no tenían) ni usaban internet ya que carecían de ordenador. Comer, entretenerse y dormir ocupaban todo su tiempo. Puede que alguna chica les hubiera gustado alguna vez, puede. Ellos satisfacían sus instintos con las putas. A cambio ellos les conseguían un poco de droga para ir tirando. Droga que pedían a los camellos a cambio de dejarles sus pisos para los trapicheos. Pisos que hacía años que no les pertenecían. Fueron embargados a la muerte de sus padres y pasaron a manos de alguna entidad bancaria. Ni siquiera estas mostraban interés alguno en el barrio. Estas, y todos los ciudadanos que vivían fuera de ese gueto, esperaban que demolieran esos bloques, y si era posible, con los inquilinos dentro.
Una tarde, debía de correr el mes de marzo, Calipsa abrió el buzón. No esperaba noticia alguna, buena o mala. No había perdido esa costumbre desde que falleció su marido. Los meses posteriores a esta recibió la perceptiva correspondencia de la aseguradora, tanatorio, hospital y Seguridad Social. Ninguna carta le reportó ningún beneficio, pero por alguna razón, se sintió en la obligación de no desatender la cajita metálica del patio.
El sobre que halló en su interior mostraba el membrete de un abogado. Sin motivo alguno le empezaron a temblar las piernas. Esa escena la proyectó a dos décadas atrás. Retazos desordenados de ese pasado no olvidado, pero si superado, la rodearon de un sofoco que le empapó la ropa. Una vez sentada en el raído sillón de escay del comedor, abrió el sobre con más miedo que curiosidad. Su decepción fue manifiesta. Tan sólo la informaban de que debía de pasarse por ese despacho para un asunto de su interés.
Al día siguiente concertó una cita con la antipática secretaria del letrado. Le aseguró que no podría llegar antes de las siete y media de la tarde. Calipsa no estaba dispuesta a renunciar a parte del sueldo de la jornada por una incertidumbre. En su larga vida había conocido a unos cuantos picapleitos y le producían la misma desconfianza que la información del tiempo en televisión.
Esperó cerca de media hora. Antonio Sigüenza despidió la visita y con un rostro que denotaba cansancio y hastío la hizo pasar. Calipsa se apiadó de ese hombre y le produjo una pena que no pudo disimular. En resumidas cuentas, le vino a comunicar que obraba en su poder un cheque por ocho mil quinientos euros. Que sus hermanas (Calipsa tenía cuatro hermanas) habían vendido la casa del pueblo en donde se criaron. La casa de sus padres, la casa en la que crecieron, se estaba echando a perder. Mucha gente de ciudad busca una segunda residencia en algún paraje tranquilo y pintoresco. Sus hermanas, dispersadas por la geografía nacional y de una edad más avanzada que la de Calipsa, no se lo pensaron y accedieron la oferta de la inmobiliaria.
Calipsa quedó boquiabierta y perpleja. Le sorprendió sobremanera el hecho de haber olvidado que tuviese hermanas. Ni remotamente recordaba la casa ni el pueblo. Firmó un par de documentos y Antonio Sigüenza le entregó el cheque. La informó de que podría cobrarlo en la entidad bancaria indicada; y que no se olvidara de llevar consigo el documento de identidad.
Una vez en la calle, Calipsa no mostró alborozo ni se reconfortó con esa tan oportuna inyección económica que le había llovido de modo milagroso. Mientras se dirigía hacia su casa pensaba en sus hermanas. Tampoco las recordaba. En su fuero interno las suponía muertas. No mantenían contacto desde que asistieron al entierro de su marido. No se trataba de una mala relación, sencillamente la vida las había distanciado y ninguna de las cinco volvió la vista atrás.
Mientras limpiaba borraja y pelaba unas patatas, no dejaba de realizar cálculos mentales. Ese dinero era el equivalente a los sueldos de ocho o nueve meses. Calipsa, tan acostumbrada a la austeridad, el único destino que vislumbró para esa pequeña fortuna fue guardarlo en su cuenta bancaria. Un pequeño colchón económico no le vendría nada mal. No necesitaba comprar nada, no ansiaba viaje alguno, no gustaba de regalarse caprichos y en definitiva, su vida no iba a cambiar un ápice.
Calipsa aprovechó una mañana en la cual entraba a limpiar un piso a las nueve para acercarse antes a una oficina del Banco de Crédito Infinito que le caía muy a mano. Consciente de que iba a llevar en el bolso esa abultada cantidad, su preocupación no cesó hasta que llegó por la noche a su piso. Debería de encontrar un hueco para ingresarlo en su banco, La Caja de Ahorros Inexistentes.
En el ínterin, una bonita y casi primaveral mañana de sábado, recibió la visita de Candasnos y Apolíneo. Les ofreció empanada de atún que cocinó la noche anterior. También les sirvió sendos cafés. Calipsa compraba café pero casi no lo cataba. No encontraba un momento del día en el cual le sentara bien. Por la mañana la excitaba demasiado y le producía descomposición. Tan solo en algún fin de semana como ese hallaba la ocasión propicia.
Los muchachos hablaron de vaguedades y que como les caía de camino, hicieron una parada antes de dirigirse a otro lugar por un «bussines» que les había surgido. Calipsa no entendió nada, ni lo pretendió. Aprovechaba esas visitas para hablar como si estuviese sola y no parecer una loca. A veces, la situación resultaba cómica. Ella diciendo algo desde la cocina y ellos, comentando sus cosas si atender a las palabras de Calipsa. Parecía que tan solo les importarse la complacencia de la compañía mutua.
El martes siguiente, Calipsa encontró un hueco para acercarse a su banco. Pero el sobre no estaba. Lo dejó encima de un mueblecito, parecido a un trinchante, situado al lado de la mesa del comedor. Buscó y rebuscó por cajones y rincones olvidados de la casa. Mientras lo hacía, la seguridad de que los muchachos se habían apropiado de él no la abandonó ni un instante. ¿Cómo habían podido cometer un acto tan cruel? A Calipsa le dolió lo mismo que si se hubieran llevado una docena de huevos. No se trataba del “qué” si no del “por qué”. Se trataba de haber quebrantado una confianza establecida décadas atrás.
Con la serenidad que da el poseer un dominio de la situación, marchó a trabajar y tan solo al volver a casa meditó sobre el asunto. Sobre cómo manejar esa inusual situación. No se lamentaba de su mala suerte ni se maldecía por insensata e imprudente. Las cosas pasan por algo, algún motivo oculto mueve los hilos de nuestra existencia. Los chicos no pretendían herirla ni perjudicarla en ningún sentido. Eso hubiera resultado desde todo punto de vista imposible. No les daba para tanto.
Y pasada una semana, Calipsa todavía no había tomado una decisión al respecto. Tampoco había pensado mucho acerca de ello, todo hay que decirlo. Los meses pasaron y fue en la primavera del año siguiente cuando le llegó la noticia. Candasnos logró alcanzar los treinta pero Apolíneo no. Calipsa se enteró de su muerte, sin más. No quiso conocer los detalles. Los hallaron muertos en unos bajos de lo que en tiempos fuera un almacén industrial.
Una vecina se lo comunicó mientras subía por la angosta escalera cargada con dos bolsas del súper. La vecina dejó caer que se lo tenían bien merecido y Calipsa se limitó a suspirar, más por el penoso ascenso que por la noticia. Mientras colocaba lo comprado en su sitio, pensaba en los pobres muchachos y le asombró de que hubieran logrado sobrevivir tantos años.
Candasnos le dio en tiempos una llave de su piso por si perdía la suya o la olvidaba dentro. La buscó en el cajón de la cómoda y la halló sumergida en un revoltijo de papeles y objetos de lo más variopinto. Nada más entrar, un fuerte olor a cerrado le golpeó la nariz. Describir el estado de ese lugar resultaría complicado hasta a los más virtuosos creadores de fábulas; una especie de pocilga que había sufrido una apocalipsis nuclear en medio de un terremoto. No quiso abrir ninguna ventana para no llamar la atención del exterior. Le asombró que todavía no le hubiesen cortado la electricidad. Seguro que alguien que no era él pagaba el recibo.
El piso adolecía de muebles en favor de la basura. Una cama y una caja de cartón a modo de mesilla hacían las veces de salón y habitación a la vez. No existían más dependencias que esa, la cocina y el baño. Sentada en la cama, curioseó la “mesilla”. Tabaco, mechero, una piedra marrón, tickets y una lamparita destartalada. Justo a sus pies había un par de zapatillas que desprendían un fuerte hedor, calcetines y camisetas sucias, papeles y una bolsa del Eroski sepultada debajo de una cazadora tejana. Miró en su interior y extrajo dos pesados paquetes de un polvo blanco además unos cuantos fardos de billetes de cincuenta euros.
Calipsa supo que en su mano descansaba la razón, el motivo de la muerte de los muchachos. Fue con las dos bolsas al baño y las vació en la taza. El polvo blanco contrastó por unos instantes con el color ocre del inodoro. Estiró de la cadena, volvió a la habitación, cogió la bolsa con el dinero, cerró con cuidado de no hacer ruido y entró en su piso. No quiso contarlo. Dejó los fajos en el cajón del trinchante y fue a la cocina a preparar la cena.
Tumbada en la cama trazaba el orden del siguiente día. Los pisos que debía ir a limpiar y cuál sería el itinerario más adecuado para no perder demasiado tiempo en desplazamientos. Asimismo se acordaba de Candasnos y Apolíneo. Segura de que ya nadie más la iría a visitar, se estaba planteando seriamente en adquirir un gato.
Como seguramente moriría antes que él, se ahorraría sufrir y padecer una eventual pérdida.
FIN