El Frigidaire

El Frigidaire

 

Jesusa, una viuda en edad de jubilación, continuaba regentando el establecimiento, bien arrastrada por la inercia, bien por nostalgia, bien por cualquier otra razón. Ella y su marido, procedentes de un pueblo abandonado del pirineo, invirtieron sus precarios ahorros en la compra de una casa casi tan vetusta como la que dejaron. Su capital, acumulado con tesón debajo de una baldosa, no les permitía un inmueble  de mayor potencial y mejor conservación. El marido de Jesusa, hombre de escasa cultura y con una nula visión del mundo, creyó que en ese sarcófago edificado en la época pre franquista, podrían comenzar una nueva etapa de su vida.

Sin descendencia y con mermas en sus capacidades físicas, se exiliaron de la aldea que los vio nacer. Últimos habitantes de ese recóndito rincón de las montañas, se sentían solos, miserables y expuestos a cualquier eventualidad sanitaria. Melchor había soñado desde chico con administrar un pequeño colmado. Creía que ese tipo de negocio, poco exigente físicamente, lo desempeñaría de modo adecuado junto a su mujer. Por eso adquirió esa casa, por el bajo. El propietario les informó que tiempos ha, una sonrosada y oronda mujerona, había destinado el local a la venta de vísceras. Ese tipo de comercios se denominaban chichorrerías, casquerías. Hoy en día no deben de quedar tan apenas en nuestro país. El bajo guardaba restos de ese negocio, estanterías, una vieja cámara, una nutrida colección de cuchillos y afiladores, una toza para apoyar la carne y cortarla a placer, y un Frigidaire. Melchor imaginó que la inversión necesaria para emprender su pequeña tienda de ultramarinos se vería beneficiada por la circunstancia.

Jesusa, educada a la antigua usanza, no contradecía tan apenas nunca a su marido. Convergiera o no en sus decisiones, se decantó, desde que se casaron, por asentir antes que discutir.

La mudanza la llevaron a cabo en un viejo camión, el cual necesitó obligadas paradas debidas a un  calentamiento excesivo  del motor. Sin apenas pertenencias personales, el cacharro lo llenaron de muebles y “cosas”, la mayoría verdaderos desechos, pero que conservaron, en parte, por sentir que poseían algo.

Acostumbrados a lo innecesario del dinero en el valle, a vivir del huerto y los animales, pronto se apercibieron de la cruda realidad que representaba la rutina en una ciudad. Conceptos como el recibo del agua, de la luz y del gas escapaban a su espectro. Impuestos derivados de las basuras, de la contribución de la casa, de la apertura de un negocio les resultaban de ciencia ficción y les sonaba a fábula y a leyenda.

Con tesón y mucha fuerza de voluntad, dejaron una vivienda digna para ser habitada (por personas muy pobres) y una tiendecita muy a la antigua usanza. Y así era ya que aprovecharon hasta los clavos que arrancaron de maderas viejas. El colmado Jesusa y Melchor, así lo bautizaron, con un indescriptible derroche de imaginación, guardaba la esencia de lugar familiar, cercano, de toda la vida. Muy pronto alcanzó fama en el barrio y raro era el día que encontraban un hueco para descansar en su amplia jornada de nueve a nueve.

Jesusa se amoldó con prontitud a su nuevo papel de tendera, no así Melchor, cuya rudeza de carácter desagradaba a un porcentaje no pequeño de la concurrencia. Ambos llamaban la atención por igual como consecuencia de su indumentaria (la que transportaran del valle), por su vocabulario (escaso, limitado e inadecuado), por su servilismo (rayando la sumisión) y por los reducidos precios; sin experiencia en negocio alguno y acostumbrados a vivir con nada, no creían oportuno aumentar en demasía el precio de coste de los alimentos.

 

Una mañana de junio entró Cleto. Cleto vivía en la misma calle, en la acera de enfrente, unos metros más allá. Cleto había oído una historia de sus padres, que en paz descansen, a la cual nunca otorgó crédito. Sus padres comentaban desde su adolescencia que Rosa, la de la casquería, había amasado una buena cantidad de dinero y que ni los Nacionales ni los Rojos fueron capaces de arrebatársela. Imaginaban cómo y dónde pudo camuflar la rolliza charcutera la supuesta fortuna. Conjeturaban que, a sabiendas de que una guerra civil se vaticinaba, había cambiado los billetes acumulados por oro y que este, descansaba entre menudillos, sesos, riñones y otras vísceras.

Cleto atravesaba una mala racha. En realidad su vida representaba una larga y predecible mala racha. A sus cuarenta, no conocía empleo estable. Vago y de mal carácter, difícilmente lo soportaban en colocación alguna. Sobrevivía merced a las ayudas sociales y a que el piso que habitaba lo heredó de sus padres.

Cleto despertó una mañana con la historia de sus padres golpeándole la frente. Se la quiso creer. Necesitaba creerla. Necesitaba algo a lo que agarrarse en su menesterosa vida. Si el oro se escondió en ese lugar, si eso era cierto, él lo encontraría.

 

Cleto intentó parecer simpático y amable pero no lo consiguió. Sospechaba que cayó mal a esos harapientos tenderos desde que, tiempo atrás, entró por primera vez a comprar una longaniza y una barra de pan. Notaba como lo observaban con desconfianza y con el ceño fruncido. Cierto que su aspecto alertaba a todo bicho viviente, pero estaba seguro de no haber inducido a provocar desconfianza. Esa mañana no distinguió a Melchor y se empleó a fondo con Jesusa. Zalamero, habló de esto y de aquello; que cuántos años llevaban en el barrio, que por qué abandonaron su casa natal, ese tipo de conversación. Jesusa, aun inmersa en su innata inocencia y poseedora de una acusada falta de malicia, se mosqueó por el trato lisonjero de ese cliente que ni él ni su marido soportaban. Aseguró tener gran interés en ver la trastienda. Le contó que sus padres compraban allí siendo él mozalbete. Jesusa, a regañadientes, accedió. Una insuficiente bombilla intentaba iluminar la dependencia sin conseguirlo. A Jesusa no se le escapó que ese hombre tramaba algo. Miraba y auscultaba cada rincón como si hubiera perdido las llaves de casa. Cleto asomaba la nariz por detrás de los estantes, apartaba víveres sin ningún recato y husmeaba con total indiscreción.

La visita del indeseado se volvió a repetir en reiteradas ocasiones. Melchor, sobre aviso, lo trataba de manera tajante y antipática.

Sin embargo, de la noche a la mañana cesaron sus apariciones.

Una semana después un cliente les informó que un peculiar vecino de la calle había sido arrollado por un vehículo; de resultas del accidente, perdió la vida.

El incidente sumió a Jesusa en una nube de contradicciones. Durante la cena, le comentó a Melchor su parecer acerca del hombre y sus misteriosas visitas. Dejó caer que andaba a la caza de algo. Recordaba retazos de conversaciones mantenidas  y no se le escapaba que nombró repetidas veces, más de las necesarias, a la antigua inquilina. Melchor restó importancia a lo narrado por su mujer, achacando una innecesaria inventiva, provocada, sin lugar a  dudas, por el aburrimiento.

 

Jesusa no dejó de sentir un runrún machacón y obsesivo, y de buenas a primeras, se sorprendió procediendo igual que Cleto. Se dedicó a remover Roma con Santiago, no dejando un resquicio por analizar. Se ofuscó con la idea de que un tesoro se ocultaba entre esas cuatro paredes. Melchor, dentro de su parsimonia, se llegó a preocupar por ella.

 

El verano acabó, y este, como suele ocurrir, dejó paso al  otoño. Una tarde de octubre, una hermosa tarde en la cual el sol acompañaba y alegraba todos los rincones de la ciudad, excepto el bajo de esa casa, impermeable a la luz solar y al calor, a Jesusa le dio por efectuar una limpieza a fondo. Consideró que el polvo y la suciedad campaban a sus anchas y que su deber imponía una eficaz solución. Melchor, ante tal perspectiva y con temor a que le tocara arrimar el hombro, susurró que se iba a dar una vuelta. Comenzó por el escaparate. Interrumpió su labor para atender a una clienta. Continuó con estantes, anaqueles, aparadores y armarios. Cerca de la hora de cierre, retiró los productos perecederos que conservaba el Frigidaire y los depositó temporalmente en la cámara. Extrajo las bandejas metálicas y las lavó debajo del grifo. Las seco con esmero. Tras bajar la persiana, con un pequeño balde medio lleno de agua y jabón, restregó las paredes y la base del expositor refrigerado. Al pasar la bayeta por cierta plancha metálica, notó como esta bailaba, como si no estuviera bien asentada. Dejó la bayeta en la palangana y con los dedos hurgó por entre los bordes. Consiguió levantarla por una esquina, no sin dificultad, tan próxima se acomodaba una plancha de otra. Al apartarla, lo que vio no la impresionó más de lo necesario. Decenas de pequeños dorados lingotes ocupaban el fondo del Frigidaire.

 

Su tranquila reacción le sorprende aún hoy día. Volvió a colocar las planchas, las bandejas y los productos cárnicos. No desveló a Melchor tamaño hallazgo. Consideró que contaba con una posesión mucho más elevada que el dinero, que la fortuna. Por una vez en su vida atesoró algo que le pertenecía por completo. Algo que tan sólo conocía ella y nadie más.

Un secreto.

 

FIN

Autor: Miguel Angel Salinas

¡¡Suelta lo que llevas dentro, desahógate!!
 
 
                                                                 
Volver arriba