El señor Amery y su vecino Anselmo
Ocupar el piso 23 de un edificio puede considerarse haber llegado muy alto en el escalafón social, sobre todo si uno pretende resignarse con la forma a falta de un fondo de calado. Habitar las alturas proporciona, asimismo, cierta aureola de grandeza, por el simple y fatuo hecho de observar a los demás por encima del hombro, con un impúdico toque de superioridad.
El señor Amery, sin embargo, escapaba de cualquiera de los mentados moldes y patrones. Si alguna fisura o tara pretendiéramos descubrir en su talante se alojaría en una veta bastante diferente, de enigmática me atrevería a tacharla. El venerable, por lo provecto, personaje, recién cumplidos los ochenta y dos años, burlando e incluso ninguneando a su avanzada edad, se desenvolvía con salud y una jovial serenidad. Con la sorna y el cinismo con que se conducía, repetía de tanto en tanto a su vecino de rellano Anselmo, que cuanto más cerca del cielo estuvieran, menos trecho les quedaría por recorrer una vez muertos. Anselmo, un mozalbete más joven (ochenta y uno), no compartía ese sentido del humor, macabro en ocasiones.
Los avatares y casualidades del destino los arrinconó en ese reducto de la ciudad. Anselmo residía en el 23 D desde que se mudaron con la desaparecida Gertrudis. Sobrellevaba la soledad de un modo digno. Una más que jugosa renta no lo sometía a estrecheces y le permitía disfrutar del ocio a pleno rendimiento.
El señor Amery, en cambio, se instaló ocho años atrás en el 23 E. El nombre, como puedan haber sospechado, delataba un origen anglosajón, origen ubicado en Norwich, al este de Inglaterra. Cómo recaló en nuestro país es lo que les voy a desvelar al paso de estas líneas.
El señor Amery hablaba con un marcado acento que no había conseguido suavizar tras casi una década en España. Ese pormenor le otorgaba una gracia especial en sus diatribas diarias con Anselmo. Es de ley puntualizar que Anselmo, a pesar de no haber nacido tampoco en nuestro país, pronunciaba con la corrección de un nativo. Ingeniero de profesión, había viajado por media Europa y quizás esa particularidad le otorgaba un deje neutro, vago, sin connotaciones destacables.
El señor Amery cultivaba un único hobby, la jardinería. Las enormes y bien orientadas terrazas y lo benigno del clima de la zona favorecían la exuberancia del vergel, que admiraba con fruición cada amanecer y arrullaba con mimo al oscurecer. Anselmo se beneficiaba de ese decorado mágico, aromático y perfumado, fruto de la contigüidad de ambas galerías.
Anselmo se imponía un par de paseos diarios, uno por salud y el otro por placer. Amaba cocinar y, frecuentemente, colmaba a su vecino con elaborados y jugosos platos. Sin embargo, su principal entretenimiento, la construcción de maquetas de barcos, dispensaba un sentido genuino al cadencioso trascurrir de su vejez.
Anselmo ignoraba con bastante profundidad el misterioso día a día del señor Amery. Aparte de lo evidente, la jardinería y salidas obligadas para avituallarse, no le asociaba ninguna otra actividad; no se ausentaba del domicilio jamás, bajo circunstancia alguna. Anselmo hubiera anhelado su compañía en los agradables paseos matutinos; en más de una ocasión lo dejó caer con indisimulado interés. Pero el señor Amery sorteaba el ofrecimiento con elegante maestría, aderezada con arte de malabarista y, a buen seguro, perfeccionada al paso de los años.
Y su paralelo discurrir dejaba una impronta asimétrica que hería sutilmente a Anselmo y, en apariencia, pasaba desapercibida al señor Amery. Este conocía hasta el más oculto entresijo de Anselmo, pero la inexistente reciprocidad alteraba su dócil disposición. Anselmo le había abierto su corazón y el baúl de las intimidades, pero del señor Amery no estaba al corriente más que de trivialidades entresacadas de réplicas difusas y de evasivas ocurrentes. La coyuntura, es justo apuntarlo, en nada menoscaba el excelente vínculo de amistad que los unía; un compañerismo y vocación por cuidar del otro se palpaba de manera sincera, sin cortapisas.
Una mañana primaveral, de esas en las que el corazón nos eleva en volandas y la euforia, apenas mesurada, nos impide pensar con claridad, el señor Amery se animó a pisar la calle. Anselmo oyó como cerraba la puerta. A punto de asomarse al rellano para preguntarle si todo iba bien, se reprimió a tiempo. Una descabellada idea le rondaba como un moscardón empecinado y cabezón, imposible de disuadir ni a manotazos; codiciaba con ansias contenidas ahondar en los secretos de su vecino. Cruzar de una terraza a otra no entrañaba traba alguna. El muro de ladrillos, coronado con una mínima barandilla, no se alzaba a más de un metro del suelo. Así es que, ni corto ni perezoso, ayudado de una silla, traspasó al otro lado.
Padeció escalofríos cuando penetró en el salón. Una extraña sensación de haberse colado bajo la piel de un cuerpo humano lo conmocionó. Se notaba sucio y traidor, sin embargo, no le sobrecogía ni le incomodaba el hecho de una repentina aparición del señor Amery.
El piso, visitado a diario, lo conocía al dedillo. A Anselmo tan sólo le faltaba por acceder a una pieza del apartamento; le daba la impresión de que un cuartito, supuestamente destinado a trastero, representaba el sanctasanctórum de la estancia. El objetivo de su allanamiento de morada perseguía adentrarse en ese rincón. Y sin dudarlo siquiera, sin pudor ni recato, se introdujo en él.
Un revoltijo inesperado lo abofeteó. El caos reinante contrastaba sorpresivamente con la escrupulosa armonía y limpieza de puertas afuera. Las paredes atiborradas de estanterías con vetustos libros, un escritorio alfombrado con decenas de folios sin arbitrio alguno y un armario, aparentemente manufacturado con esmero e infestado de recuerdos estrafalarios, resultaban chocantes a vuela pluma. Anselmo, una vez orientado en tamaña anarquía, rodeó la mesa y se sentó en el sillón de ajado cuero marrón. Sin prisa, con pasmosa parsimonia, acomodó su columna al respaldo y gastó parte de los escasos minutos que le restaban en contemplar el habitáculo. Fue inevitable que su mano derecha se dedicara a abrir cajón tras cajón. Muy al contrario de lo que imaginó, en el interior de cada uno halló un perfecto orden de revista. En el fondo del tercero, acarició un objeto metálico que no tardó en extraer. Se trataba de un revolver. Anselmo se estremeció. Abriendo el tambor, comprobó que se encontraba cargado. Al devolverlo a su sitio pudo apreciar varias cajas con munición. Ese cajón respondía, de algún modo, a las preguntas que Anselmo se había ido formulando a lo largo de los años.
En la parte delantera del mismo, dos carpetas de cartón, muy rozadas y roñosas, captaron su atención. Una de ellas guardaba, en rigurosa jerarquía, varias fichas, quince, veinte a lo sumo, con datos y fotografías de personas de nacionalidades de lo más dispares. No le sorprendió descubrir la suya junto a una foto sujeta por un clip. La reconoció al instante. Fue tomada a sus veintipico, en una comida campestre, acompañado de sus amigos y parejas respectivas. Lo que más le impactó fue leer su nombre mecanografiado, Bruno Schäfer.
Repuso el cartapacio en su lugar, cerró el cajón y se volvió a reclinar en el sillón. Necesitaba cavilar acerca de su justo proceder.
Estaba claro que el señor Amery alquiló esa vivienda porque lo había localizado. Su primigenio plan debió de consistir en aguardar el momento propicio para liquidarlo. ¿Cómo había esperado cerca de nueve años para perpetrar el homicidio? Solamente una respuesta cabía dentro de esas cábalas. El señor Amery le cogió apego. Puede que, viejo y abatido, se cansara de perseguir y matar nazis por medio mundo. Puede que detrás de los crímenes que se le atribuían a Bruno, alias Anselmo, fuera capaz de entrever a un anciano sociable, de buen corazón, amigo inseparable, divertido y preocupado por él. Puede que precisara a un alma caritativa que lo asistiera y protegiera en su derrengada senectud. Puede que careciera de amigos a los cuales acudir para cualquier eventualidad acontecida. Puede que Bruno, alias Anselmo, lo proveyera de la paz de espíritu perdida durante y después de la guerra. Puede que pesara más en su turbulento devenir el saberse escuchado y querido que el perseverar en venganza tras venganza hasta el fin de sus días.
Sin identidad, no formando parte de ninguna familia, habiendo reemplazado una vida propia, largamente postergada, por la muerte ajena de los que odiaba y procuraba dar caza, no aspiraba a morir sumido en la rabia y en la esquizofrenia. No se trató de una decisión impulsiva ni meditada. El penoso trascurrir del calendario, sus huesos maltrechos y largas noches de insomnio lo abocaron sin remisión a buscar calor y consuelo en la única persona que conocía, en un genocida. Le maravilló desde un inicio su carácter afable y don de gentes y gradualmente, sin apenas apercibirse, el veneno que Anselmo le propelía en pequeñas dosis, un poquito cada día, en forma de cariño, comprensión y camaradería lo atrapó en una inercia de la cual le resultó imposible escapar. El amor añorado de sus padres sacrificados se lo entregó Anselmo, desinteresado, cálido, tierno y exento de egoísmo.
Tentado de continuar sentado y esperarlo, con la sana intención de abordar sus conjeturas, decidió que no valía la pena. Que el afecto que se profesaban era mucho mayor que el resentimiento de uno y el odio racial del otro y que si habían llegado hasta ese punto de la historia, no sería él quien cambiara el final.
Salió de nuevo a la galería, vadeó la precaria frontera que los separaba y se dispuso a agasajar a su vecino con una comida digna de un faraón, envidia de los dioses e inadecuada para un reo condenado a muerte.
FIN