Ernesto

Ernesto

 

Luchar no significa avanzar. No por superar muchos obstáculos se ha tenido que progresar más, necesariamente.

Esto, lo tenía muy claro Ernesto Hafmio, famoso delincuente diez años atrás. Su vida estaba plagada de amargura y mala suerte. Llena de soledad y falta de alguien con quien compartirla. Escasa de cariño y de un mísero momento de felicidad.

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Huérfano a los cuatro años, supo cómo componérselas solo y  aprender y aprehender todo lo que le hizo falta para sobrevivir.

No voy a relatar los infinitos hurtos a pequeña y mediana escala que llevaba a sus espaldas, no hay suficiente papel en el mundo. Me ceñiré al objeto de esta historia, pero antes tengo que presentarles a un sujeto llamado Philip Gadolinio. Este elemento provenía de una tierra rara y siniestra, una provincia de un país balcánico cuyo nombre no me viene ahora a la memoria.

Se conocieron en un atraco. Ernesto estaba  robando una sucursal del Banco Interior y Philip era el cajero que alzaba boquiabierto las manos ante la ametralladora ZZ Paf de Ernesto. Ese dinero tenía la intención de agenciárselo Philip. Ese y una tajada todavía mayor.

Philip entró a trabajar unos meses atrás en la sucursal con el propósito de organizar desde dentro un robo mayúsculo, junto con otros compinches. Pero ahora, después de esta “sustracción“, miserable por otra parte, reforzarían las medidas de seguridad del banco y cambiarían algunos detalles que él ya creía controlados y sabidos.

Ernesto salió del banco rápido pero seguro. Subió a un coche aparcado delante de la puerta y arrancó. Lo perpetró solo, sin colaboradores. No se fiaba. Todo lo que no llevara a cabo él, le provocaba desconfianza e inquietud. Contó el dinero en su casa y sonrió con orgullo. El montante le permitiría vivir desahogado una buena temporada.

Ese mismo día, a eso de las cinco de la tarde, llamaron a la puerta. Evidentemente se sobresaltó. Nunca nadie lo visitaba.

Philip en persona se mostró ante sus narices.      

—¿Puedo pasar?  —dijo.

           —¿Qué hace usted aquí?

           —No me ha costado mucho averiguar dónde vivías.

—Eso ya lo veo, pero no ha contestado a mi pregunta.

—El dinero que has robado es mío.

           —Yo no tengo ningún dinero.

Philip sacó una Mágnum de su gabardina y apuntó al ojo izquierdo de Ernesto. Este ni se inmutó. Philip le dio un culatazo con todas sus fuerzas en la sien y Ernesto cayó inconsciente sobre la alfombra. Philip registró a placer y con minuciosidad todo el desastrado piso. No halló nada. Al cabo de un rato despertó Ernesto. Philip lo observaba divertido desde el sofá, mientras se bebía su vino reserva denominación de origen.

—Muy bien, ¿dónde está?

—Te he dicho que no lo tengo.

          —¿Quién lo tiene?

—Mi mamá, que está en el cielo y me lo guarda.

Philip se levantó y le dio una patada en la barbilla que provocó la caída de Ernesto hacia atrás, rompiendo un horroroso jarrón colocado junto al sillón. Este tira y afloja duró horas. Ernesto sangraba por todas partes, pero no soltó prenda. Philip sospechaba que el botín se escondía en ese apartamento pero dudaba si podía haberlo escondido de camino a su casa.

De repente, Philip soltó una risotada, guardó el arma en su bolsillo y fue en busca de un botiquín.

         —Me estás cayendo bien chaval. No me dirías donde está aunque te matara. Eso es una cosa   que valoro, la fe en uno mismo y el desprecio a la muerte. Te curaré un poco.

Receloso, Ernesto se dejó hacer. No comprendía ese cambio de actitud, pero el recibir una inexperta atención sanitaria resultaba mucho mejor que recibir una muy versada paliza.

Mientras Ernesto dormitaba en el sillón, Philip preparó algo de comer con las escasas existencias que pudo hallar. Después de “alimentarse“, y de haber tomado un nauseabundo café, Philip soltó:

        —Te voy a proponer un plan. Se trata de un trabajo que podemos emprender juntos.

Ernesto no dijo nada.

        —Tu puedes llevar muchos años en esto, pero nunca podrías acometer algo importante. Para eso hacen falta medios, contactos, dinero, y tú  careces de todo eso. Lógicamente, no iríamos al cincuenta por ciento, te llevarías, digamos un treinta.

        —No te voy a dar mi dinero.

       —¡Vamos!, no quiero ya ese dinero. Yo puedo sacar mucho más. Tan sólo pretendo que estés a mi lado.

       —Al cincuenta.

       —Ni hablar jovenzuelo, eso no es negociable.

       —Pues vete a la mierda. Sal de mi casa.

Philip quedó atónito. Vaya persona más testaruda. Decidió aceptar; su intención  no era otra que utilizarlo para dar el golpe y luego matarlo.

 

Pasadas unas semanas el plan quedó perfectamente trazado. Ernesto conoció al resto de la banda. Con Philip llegó a establecer una relación, si no de amistad, sí de camaradería. Aun así, su forma de ser distaban tanto como dos gotas de lluvia que caen en la arena del desierto.

Llegó el día y dieron el golpe. Todo fue a pedir de boca. Ernesto pensó que Philip tuvo razón el día que lo conoció en su casa, al asegurar que él nunca podría abordar semejante empresa. Resignado, tuvo que darle la razón.

Se encontraban en un piso de nadie, alquilado por vete tú a saber quién para la ocasión. El botín descansaba sobre la mesa. El momento tan ansiado había llegado. Tal y como pactaron irían al cincuenta por ciento con Philip, descontando antes un dinero convenido con el resto de la banda. Los muchachos trabajaban siempre por un importe fijo, independientemente de la magnitud del trabajo. Ahora salían perdiendo, pero en otras ocasiones había sido al revés, y con creces, sobre todo en casos de robos frustrados, donde ellos cobraban igualmente.

Ernesto fue un momento al water. A punto de salir, con la puerta a medio abrir, escuchó el susurro de Philip:

—……. y este suplemento es para que os encarguéis del pimpollo. Hacedlo tal y como acordamos.

Ernesto apareció subiéndose la cremallera de la bragueta, reunió su parte y la introdujo  en una mochila. Salieron todos y se despidieron en la puerta del patio.

—Ya lo sabéis —recordó Philip—, no quiero ningún contacto entre nosotros hasta nuevo aviso. No nos conocemos.

Ernesto montó en el coche y lo dirigió a su casa. Como sospechaba, lo estaban siguiendo, así es que cambió de rumbo y enfiló al centro de la ciudad.

Mientras, Philip había alcanzado su guarida. De camino, pasó por la consigna de la estación de tren, donde depositó su parte. Se dio una cómoda ducha y se preparó algo de comer. Cuando volvió a la sala de estar con un sandwich en la mano, le cambió el color de la cara. Allí estaba Ernesto, cómodamente sentado con los pies apoyados sobre la mesita.

—¿Qué haces aquí?, habíamos quedado que. . . .

—¡Calla!, haz el favor. Ten por lo menos la decencia de guardar silencio. Sabes perfectamente por qué he venido.

—No, no. No lo sé.

—Si lo sabes. Me ha costado buen esfuerzo despistar a esos “pimpollos“, según palabras tuyas. He tenido que aparcar, meterme en un cine, salir en la oscuridad y robar un coche para llegar hasta aquí. Son tan estúpidos que aún estarán viendo la película.

—Eh, eh, espera. Deja que te explique. . . .

—No hay nada que explicar. He venido a matarte.

—Ernesto, por favor…..te daré la mitad de mi parte.

Ernesto le disparó dos veces en la cabeza, tres en el corazón y una en la entrepierna. Miró en el bolsillo interior de la chaqueta y encontró el resguardo. Lo conocía demasiado bien como para saber lo que había hecho con el dinero. Fue a la consigna y recuperó la bolsa que horas antes, el ahora difunto Philip, había depositado.

 

Nuevamente solo. Siempre solo. Amargamente solo. Ni con todo el dinero que llevaba encima podría comprar un solo átomo de felicidad.

Aún no habían pasado diez días desde el último golpe y ya estaba maquinando el siguiente. Necesitaba acción. Estar parado lo desesperaba y lo forzaba a pensar, y el pensar lo llenaba de amargura, y la amargura le provocaba el llanto, y el llorar, finalmente, nunca conducía a nada. El robar tampoco, no sabía en qué gastar el dinero.

 

Continuó años y años robando sin ton ni son, hasta que un día, se empezó a aburrir y lo dejó.

Ya no le encontraba fundamento. Carecía de sentido el hecho de almacenar dinero sólo y sin otro motivo que vanagloriarse de ello. Se había limitado a comprar algunos pequeños caprichos, y no demasiado caros. Se aburría infinitamente y lo que es peor, no le apetecía apartarse de esa inercia. Su vida había sido desgraciada de pobre y lo era como hombre acaudalado, rico, millonario. Pero. . .  ¿qué es ser rico?

Rico en qué. Buena pregunta.

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Habían pasado diez años desde que abandonó la delincuencia. Diez  años en los que no había hecho más que comer, respirar, dormir y excretar. Diez años en los que bien pocas veces había pensado en solucionar su vida y si algún pensamiento le llegaba, fuera bueno o malo, lo despreciaba tan sólo por provenir de él.

Al final actuó de la manera tanto tiempo demorada. Ignoraba quién lo había colocado en este mundo, pero era evidente que no lo hizo en el momento adecuado. Se equivocaron de época, y quizás también de especie. Se tenía que marchar, no  podía soportar más la ignominia de su ser.

Desaparecer no lo veía complicado. Le resultaba más difícil decidir qué hacer con el dinero. No quería que alguien lo aprovechara injustamente. No sabía cómo proceder y su mente no estaba como para muchos acertijos. Lo puso todo en la chimenea y le pegó fuego. Tuvo que ir haciéndolo en varias fases ya que todo era mucho, y no cabía de una sola vez.

 

Una mañana se levantó animoso y comprendió que el día había llegado. Su buen talante así lo indicaba, había que aprovecharlo.

No pretendía causar molestias a nadie, así que salió hacia el monte donde solía pasear, se adentró lo más que pudo, procurando alejarse de los caminos. Cuando halló por fin un sitio bien parapetado y aislado, se tumbó en el suelo, sobre un colchón de hojas y se deleitó observando cómo la luz del sol se colaba por entre los espesos ramajes. Se introdujo una pastilla de cianuro en la boca y la mordió. En cuestión de segundos dejó de oír el dulce canto de los pájaros y su vida fluyó tan rápida como el arroyo que descendía bajo sus pies.

 

FIN

Autor: Miguel Angel Salinas

¡¡Suelta lo que llevas dentro, desahógate!!
 
 
                                                                 
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