Martina
Martina tararea “La revolución de los electrodomésticos”.
A su padre, médico de familia, lo considera una persona paciente, bondadosa y exenta de atributo alguno negativo; a no ser que dormir el fin de semana como una marmota sea reprochable. Cuando no duerme, ama saborear los sábados y domingos en compañía de su familia.
Su madre, Daniela, no goza de un temperamento tan campechano; nerviosa e inquieta por naturaleza, suele abandonar a Gabriel y dejarlo a la deriva en esa nave que comparten cada noche. Los fines de semana los enfoca de un modo diferente. Mientras que él se conforma con ocupaciones que lo deleitan rayando la placentera ociosidad, ella más pragmática, busca labores mundanas tales como reparar desperfectos, cuidar el jardín o acabar de diseñar un sistema de placas solares que le trae de cabeza; pretende desligarse de las compañías eléctricas y de sus abusivas tarifas.
Martina se encarga de la intendencia más básica; poner lavadoras, recoger en lo posible la casa, elaborar la lista de la compra y procurar que a Gato no le falte de nada.
Martina cursa segundo de bachillerato. Martina no se comporta al igual que los chicos y chicas de su edad. Martina traza planes de futuro. Martina cree que en las acciones del presente descansan las consecuencias del mañana. Martina ambiciona estudiar ingeniería como su madre y codicia poseer la sapiencia y la calma de su padre.
Martina carece de constancia en su rutina diaria. Esa mañana de sábado entra en el estudio de Gabriel, lo mismo que suele hacer tantas y tantas veces. Cierra la puerta y se dedica a curiosear por cajones y estantes. Las fotos ya apenas existen en papel. Permanecen encerradas a cadena perpetua en el interior de dispositivos móviles y en otros que se mueven con mayor dificultad. Su padre en cambio atesora decenas de álbumes con cientos y cientos de fotos.
Le parece guapo. Su padre era un tipo apuesto y así lo reflejaban las instantáneas. También dejan vislumbrar a un hombre divertido que tontea con los amigos y flirtea con las chicas.
Viendo las imágenes, encerrada en ese cuarto impregnado de recuerdos y vivencias, de olores y sensaciones, de intenciones, de deseos y de esperanzas, se entristece. Su vida sigue otros derroteros. Debería de sentirse afortunada. Nada hace pensar que sea o vaya a ser desdichada, una persona carente de amor, de aventuras, de ilusión y de logros. Nada. Pero Martina sueña con ese cuarto, en ese cuarto. Se encierra en él y se transporta al pasado, a un pasado que ella no conoció pero que le resulta muy próximo sin conocer el motivo. Y de manera ilógica y contraproducente se maldice por haber nacido tarde, por no haber llegado a tiempo.
En las estanterías, rigurosamente ordenados alfabéticamente, Gabriel conserva cientos de discos, algunos en mejor estado que otros. Más de una vez le ha contado a su hija con orgullo historias sobre elepés buscados y encontrados en mercadillos y tiendas de segunda mano. Martina, mientras sostiene con nerviosismo ese álbum de Alaska, lo inspecciona, extrae de su interior las letras y se hipnotiza con el carraspeo que la aguja produce a su paso por los surcos, sonido que desaparece al comenzar el siguiente tema.
Su reclusión no puede durar demasiado, su madre anda por abajo y no tardará en reclamar su presencia. Martina abandona ese lugar mágico y sagrado y va al encuentro de Daniela. Esta le propone dedicar un rato al jardín aprovechando que ha amanecido un espléndido día. La primavera se adivina y hay que favorecer a las plantas para que la reciban con las máximas facilidades. Martina nunca replica ni contradice orden o sugerencia alguna. Aprendió ya desde pequeña que esa conducta no la beneficiaba. Es consciente de que lo verdaderamente importante descansa en su interior, dentro de su cabeza, en el fondo de su alma. Todo lo demás es anecdótico y pasajero.
Le gusta su madre. Le gusta cuando habla. Dentro de su hiperactividad florece una mujer sabia, elocuente, que intuye en cada momento su justo proceder. También sabe la forma de conectar con ella; Daniela la entiende a la perfección. Martina en ocasiones ha presentido cierta envidia. Su madre la envidia por no haber podido ser como ella en su juventud. Por eso le gusta su compañía, porque le confirma que no se equivoca, que ha hallado el camino correcto. Su madre no le da consejos de mujer a mujer. Su madre no la precave sobre posibles peligros, sobre inciertos riesgos. Consciente de que las advertencias son innecesarias, su madre le habla de lo que llevan entre manos, tan solo de eso. Del presente más inmediato. Martina es capaz de leer entre líneas. Detrás de las indicaciones de cómo podar una enredadera, de cómo abonar los arbustos, de cómo atar la madreselva, se esconde encriptado otro tipo de información que tan solo ella puede interpretar. Abstractas moralejas, insinuantes dobles sentidos, paradojas fascinantes y chistes surrealistas son las únicas lecciones que recibe.
Sobre las diez o las once suele levantarse Gabriel. Martina indagó una vez en internet sobre las marmotas y su padre, siguiendo una asombrosa metamorfosis, se les parece cada día más. Animalitos de aspecto bondadoso y avispado, las marmotas son mamíferos muy sociables que gustan de compartir sueños con la familia. Gabriel, quizás sea por deformación profesional, gusta de comunicarse con su hija de forma abierta, sin subterfugios. Le pregunta cómo está, si ha dormido bien, qué planes guarda para el fin de semana, si ya ha desayunado, si va a quedar con las amigas, cosas así. A Martina le gusta que lo haga, lo mismo que le gusta que su madre no lo haga. Se siente cómoda entre esos dos mundos tan diferentes pero tan cercanos.
El mejor momento del sábado es cuando sus padres se ven por primera vez, ella con las manos llenas de barro y hierbas secas y él repleto de legañas y de modorra. Se aproximan, se desean buenos días y se dan un beso. Ella se apoya en la encimera de la cocina despojándose de la suciedad y él unta con fruición una tostada en el café con leche. Martina los contempla como al otro lado de un escaparate. Como si fuesen dos padres a la venta. Entonces, incapaz de reprimirse, se les acerca de manera abrupta, precipitada , les da un beso a cada uno y se gira rápidamente para que ninguno de los dos aprecie su emoción y vea las incipientes lagrimillas que afloran en sus ojos.
Gabriel y Daniela se sorprenden ante ese gesto de cariño tan espontaneo de su hija. No es habitual que los bese. Conforme fue creciendo esa costumbre la perdió y sus padres aceptaron esa privación sin pesadumbre. Ambos acostumbraban a sufrir pérdidas eventuales, él en la consulta y ella en el jardín. La vida no deja de mostrarles lo efímero de casi todo y las costumbres no escapan a esa norma.
Martina busca, reflexiona, nunca inquiere. Ellos ni la guían ni la ayudan. Tan sólo aceptan sus decisiones. Los tres son felices, los tres son diferentes, los tres viven en extraños y vecinos planetas.
A eso de las doce, cansada de las labores domésticas, Martina va al encuentro de Gato. Gato es un siamés de cinco años. Martina estuvo a punto de llamarlo Calcetines ya que sus cuatro pezuñas blancas contrastan llamativamente con su pelaje en tonos ocres. El comportamiento, la forma de ser, la existencia misma del felino no desentona a grandes rasgos de la suya. Gato es independiente, Gato es feliz, Gato no sufre, Gato es un ejemplo a seguir.
Lo encuentra sobre el sillón de lectura de su padre. Pugna incansablemente por hacer de ese sitio su trono. Gabriel no se lo permite y con sorna le recuerda a menudo, blandiendo el dedo índice de la mano derecha, que se quedará calvo, que pierde mucho pelo y que ya está harto de que le deje el sillón hecho unos zorros. Martina lo coge, se sienta en el sofá y lo mima en su regazo. Gato se deja arrullar, es lo que esperaba desde hacía horas. Martina le pregunta en silencio cómo lo lleva y Gato le contesta que muy bien. Se siente emocionado ya que Daniela le ha comprado una nueva marca de comida y ansía probarla. Gato asimismo está deseando que llegue el domingo por la tarde. Martina lo meterá en la ducha, lo enjabonará y lo secará, primero con una toalla y con el secador después. Lo cepillará y lo perfumará. Gato se paseará ufano por la casa y se sentará delante del televisor esperando el documental de naturaleza de la 2.
Martina es arrancada de su ensimismamiento por Daniela. Le pide que acompañe a su padre al supermercado. Le dice que si ha hecho la lista de la compra y Martina le responde que sí. Gabriel está buscando las llaves del coche, nunca se acuerda donde las ha dejado. Martina se las da, las ha encontrado en su escritorio, en el bote de los bolis.
Martina vuelve a besar a su madre y dice adiós a Gato. Ambos se sorprenden.
Mientras se alejan con el coche carretera abajo, su padre adivina que va a llorar y no se equivoca. Martina saca un paquetito de pañuelos de papel del bolsillo y sin disimulo se seca las lágrimas. Su padre no le pregunta. Ella se lo agradece.
FIN