Peligrosamente raro

Peligrosamente raro

 

Deambulaba por las calles en miserable estado. ¿Qué podía hacer? Ya que, por lo visto, no aguantaba la soledad, que la compañía de mi mismo se me había vuelto tan indeciblemente odiada y me producía tal asco, ya que el torbellino de mi infierno me ahogaba dando vueltas ¿Qué podía hacer?

Entré en un lúgubre bar, con la música no demasiado alta. Parecía un pub, pero no lo era; el sitio se me antojó peculiar. Por la decoración, absolutamente retrógrada; por la música, demasiado moderna; por la gente, de lo más normal. Pedí un whisky con agua,  muy caliente, y me senté en un rincón que consideré discreto. Mientras los vapores alcohólicos abandonaban  la copa y penetraban en mi nariz, barruntaba sobre mi destino. Ni siquiera conseguía relajarme y dejar de pensar. Había entrado con ese fin, pero no lograba evadirme. Me producía verdadero terror la vuelta a casa, el retorno a mi cuarto, el cara a cara ante la desesperación. Enfrentarme a la cerradura de mi puerta, a la mesa llena de libros y apuntes, al sofá, absolutamente desbaratado y repleto de cosas. Tales imágenes me inducían al pánico.

Mentalmente tracé el camino de vuelta. Me levantaba el cuello del abrigo y comenzaba a vagar por las calles mojadas. Aún cuando quise recorrer el trayecto muy despacio, enseguida alcanzaba mi portal,  “mi  hogar“, en absoluto de mi gusto, pero del cual no podía prescindir pues allí almacenaba todo lo que yo creía que necesitaba. Volví a la realidad y me alegré de permanecer sentado donde estaba. Con cierta ironía, imaginé que ya había concluido el tiempo de ir errando al aire libre toda una noche de invierno, aunque en el fondo, ese día reservaba un poco de energía, para variar. Si encontrara un poco de diversión que retrasara la vuelta  y de paso me distrajera un poco, no me perjudicaría, sino más bien todo lo contrario. Por desgracia, en ese instante no disponía ni de música adecuada ni de amigos ni siquiera de un conocido. Por eso resultaba algo ridículo consumirse en impotentes afanes sociales.

Radicalmente cambié de pensamiento ¿Quien quería compañía? Soledad significaba independencia, yo me la había creado y la había conseguido al cabo de los años. Era fría, cierto, pero también  tranquila, maravillosamente tranquila y grande, como el amplio espacio fantasmal en el que se mueven las estrellas.

El reloj avanzaba y el local se iba ambientando poco a poco. Me distraía fijándome en los recién llegados, cómo se iban colocando, bien en la barra, bien en una mesa, si se quitaban el abrigo o no, e incluso qué pedían. La ubicación de mi mesa, situada al lado de una ventana, de esas tipo vidriera con muchos cuadraditos de cristal transparente unidos por varillas de plomo, me permitía tales cotilleos y disimuladas indiscreciones. El agua de la lluvia chocaba en los cristales de forma intermitente unas veces,  continúa otras.

 

Conservaba la manía, costumbre diría yo, de extraer un papel y un boli, que de modo perenne encontraba por algún bolsillo, y comenzar a escribir. A escribir lo primero que se me pasara por la cabeza. Ideas deshilvanadas, sin aparente conexión unas de otras. Supongo que significaba una forma de escape inconsciente, quizás por no tener a nadie con quien hablar.

Ostento la bendición de poseer una memoria prodigiosa y la virtud de perpetuarme como lector voraz e insaciable. En no pocas ocasiones me he admirado parafraseando fragmentos de libros que por un motivo u otro me han causado mella o me han llamado poderosamente la atención. Me sorprendí garabateando algunos de ellos.

Radical no es el hombre que sólo se alimenta de raíces, así como el conservador no es el hombre que preserva la carne o el tomate en botes. Tampoco socialista es el hombre que desea pasarse la noche de tertulia con cualquiera…….

Al plasmar esto, se me escapó un esbozo de sonrisa. Aproveché esta ráfaga en mi ánimo y pedí otra consumición. Me costó gran esfuerzo procurarme un sitio en la barra. El local empezaba ya a abarrotarse. De camino a mi rincón, tropecé con una muchacha que me sonrió, a la vez que me pedía perdón. Fui incapaz de articular palabra, ni siquiera de mover un solo músculo facial. Debió de pensar que además de estúpido era un auténtico lerdo, que si bien no son cosas muy alejadas, una complementa perfectamente a la otra.

 

Sentado otra vez, proseguí mi redacción.

En general, las gentes de abolengo encuentran ante si una roca molesta,……. la roca de la pereza. Pasándose la vida, como se la pasan, curioseando a su alrededor con el propósito de hallar algo en que emplear sus energías, extraño es comprobar como (sobre todo si sus inclinaciones son de índole intelectual) se entregan frecuentemente, a ciegas y al azar, a alguna miserable ocupación. De cada diez personas en esa situación, nueve se dedican a atormentar a un semejante o a estropear algo, creyendo todo el tiempo, firmemente, que están enriqueciendo su mente, cuando lo cierto es que no han hecho más que llevar el desorden a su casa. Los pobres diablos tienen que emplear el tiempo de alguna manera, hacer algo con él. Lo que les ocurre es que en su pobre cabeza hueca, no tienen nada en que pensar y con sus pobres manos ociosas, nada que hacer.

Dejé de escribir. Me quedé fijamente mirando a la camarera y entonces caí en la cuenta de que había estado allí antes. Debía de hacer bastante tiempo, y era de día, eso seguro. Incluso reconocí el recoveco en el que me hallaba sentado, era el mismo. También llovía en aquella ocasión.

Me encontraba mucho mejor. Estaba más tranquilo y sosegado que cuando entré. Seguí y seguí escribiendo, no se por cuanto tiempo.

Tras guardar papel y boli en el bolsillo, me recosté en el asiento con mi tercera consumición, fuertemente asida con ambas manos. Si alguien quería saber qué era soledad, allí estaba yo, fiel y exacta definición del término. Todo el mundo a mi alrededor moviéndose, hablando, riendo, bailando; en definitiva, entablando comunicación con algún semejante ; y yo, eso , siempre yo, sólo conmigo mismo. Visto de forma optimista, por lo menos ya éramos dos.

 

Decidí afrontar la realidad y dirigirme a casa. Pagué y salí a la intemperie. La lluvia caía ahora muy fina pero persistente. No sabía que camino tomar, así es que ¿por qué no dar un rodeo? No, razoné que mejor no retardar lo inevitable, enfrentarme con la soledad de mi cuarto. ¿Cuantos días más podría soportar  este patético estado? ¿Cuántos más? No comprendía qué era lo que me impulsaba a  levantarme cada mañana, cuando todo lo que encontraba era dolor y pena, la más profunda y afilada pena que uno pueda sospechar. ¿Qué empujaba a mis pies hacia esa casa a la que no quería regresar? ¿Qué?

Y ese “qué“ era el que conseguía que siguiera existiendo, ese “qué“ significaba la respuesta a la pregunta, ese “qué“ conformaba el argumento de mi vida, ese “qué“ desembocaba en la razón de que siguiera vivo. Y aunque me hubiera gustado encontrar la solución yo sabía que era mejor no hallarla o sencillamente seguir ignorándola. El desconocerla creaba una incógnita a mi ruinosa vida, un pequeño motor que me hacía funcionar. En cambio, el intuir la respuesta podría apagar el único mecanismo que me propelía.

Abrí la puerta de la calle y entré en el húmedo y siempre sucio patio. Subí las escaleras, más que apoyándome en la barandilla, arrastrándome sobre ella. Cada escalón lo abordaba como un obstáculo insalvable y cada movimiento de rodilla me resultaba toda una proeza. En el rellano de mi piso una baldosa suelta hizo ruido al pisar. Sin darle importancia, saqué la llave del bolsillo del pantalón y abrí la despintada y ajada puerta. No quise encender luz alguna. Había flotado tantas veces en la oscuridad de ese apartamento, que resultaba imposible que chocara con nada. Por fin llegué a mi habitación. Parado en el marco de la puerta, me mantuve así varios minutos contemplando la nada, en la más absoluta penumbra. Estaba cansado, mojado, exhausto, vencido, pero sobre todo, aterrorizado.

Como si un ente extraño me hubiera sujetado la mano y la hubiera posado sobre el interruptor, accioné la desnuda bombilla que colgaba del techo, y enseguida supe que todo había acabado. Comprendí que no podía escapar, que no lo haría nunca. Vislumbré que no quería saber la respuesta a ninguna pregunta. Simplemente no quería seguir estando, ni en esa habitación ni en ninguna otra.

 

Y mientras me preparaba, recordaba todavía un último pasaje que había escrito aquella noche en el bar:

Por poco ético que pueda ser quitar la vida a un semejante, la vida propia sirve para hacer lo que se quiera con ella. Quitarse la vida es un derecho inalienable. Y bajo la tiranía de la sociedad que me ha tocado vivir, me inclino a pensar que es el último derecho que me queda.

 

FIN

Autor: Miguel Angel Salinas

¡¡Suelta lo que llevas dentro, desahógate!!
 
 
                                                                 
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