Deportes de riesgo

Deportes de riesgo

 

La desazón y el vacío me envolvían de manera eficiente y efectista. Pasaba los días añorando a Antígona. No soportaba la insulsa vida a la que me vi abocado sin remisión por transigir a los deseos de mis progenitores. Estos diseñaron mi futuro, un futuro creado a su imagen y semejanza, perfilado calculadoramente sin dejar al arbitrio del azar ni el más nimio detalle.

Penélope es buena chica, todo un dechado de virtudes. Nuestra relación sigue unos parámetros adecuados pero superficiales. Desde fuera, desde el palco de butacas, la función debe de resultar de lo más convincente; representamos nuestro papel a la perfección. Pero aquí en el escenario, yo al menos, sufro cada uno de los actos, y no me refiero a los sexuales, si no a los teatrales. Ella parece no advertir mi malestar. Supongo que al igual que yo, aceptó este matrimonio de conveniencia y se  involucró en el papel mucho más rápido. No lo sé. Ella, en apariencia, se desenvuelve risueña y lozana. Se comporta como solo una recién casada lo haría. Su actitud me sorprende, o finge de maravilla o realmente es dichosa con el panorama que le ha tocado vivir.

Mi padre me colocó en un puesto de dirección en una de las empresas de su holding. Es un trabajo que no me interesa lo más mínimo. Hay días que voy a la oficina por una única razón, porque no tengo otra cosa que hacer. Es bien triste. En cambio Penélope dirige con diligencia e ilusión uno de los negocios de su madre. No aparece por casa hasta bien entrada la tarde. Eso me beneficia. Siempre guarda una sonrisa y un gesto de cariño para mí, lo cual me aterra.

Con Penélope no soy yo. Ella desconoce el noventa y nueve por ciento de mi pasado. En ese sentido me considero más grande y magnífico que un iceberg. Mis necesidades, mis aficiones y mi modo de analizar la vida distan años luz de lo que mi cielito consideraría correcto e incluso apropiado. Necesitaba hablar con Antígona, más que eso, necesitaba verla.

Tras varias semanas de cohibirme decidí llamarla. Sé perfectamente el pacto no escrito que firmamos. Recuerdo hasta la última de las sílabas que salió por su boca el día de mi boda, último en el que la tuve a mi lado. Sí, ella contrajo matrimonio unos meses antes. De hecho, si accedí a mi boda fue por no oír a mis padres, por no oír a mis suegros, porque se callaran todos; imaginé que al transigir alcanzaría algo parecido a un estado de paz. Pero me equivoqué  de medio a medio.

Antígona atendió mi llamada como si yo fuera la señorita Evelyn de una operadora de telefonía. Se vio en la obligación de recordarme nuestro acuerdo; que el pasado quedaba enterrado; que nuestras “particulares aficiones” formaban parte del pasado; que debía de pensar en su futuro; que su próximo y casi único proyecto consistía en criar, deseaba ser madre por lo menos y como mucho dos veces. Le pedí que accediera a una cita, por los viejos tiempos, por nuestra amistad. Sabía que aunque que se las diera de fría y distante también me añoraba. Eso se sabe. Yo lo sabía.

La emplacé al día siguiente en casa de mis padres. Ella se sorprendió. Le expliqué que me parecía bonito volver a encontrarnos en la casa en la que tantas veces habíamos sido felices. Accedió no muy convencida.

Mis padres construyeron una mansión en una zona privilegiada de la ciudad. Una zona fortificada, con guardias de seguridad y con más metros de jardines y zonas verdes que el resto del país. La vivienda habitual de los padres de Antígona también seguía ubicada en dicho lugar.  Nuestros padres, por aquel cercano pasado, no se extrañaban de vernos todo el día juntos. No sabían, por descontado, que nos acostábamos; esa costumbre la adquirimos a los trece años. Por supuesto también desconocían nuestro pasatiempo favorito, matar.

Desde que contraje matrimonio no había asesinado a nadie. Ahí descansaba uno de los motivos de mi irritación. Ese desahogo no lo podía suplir con nada más. El sexo con Antígona tampoco. Por eso la necesitaba, era la única persona en el mundo que lograba mi bienestar.

Timbró en la verja y yo accioné el portero automático sin contestar. La recibí en el hall. Me saludó con un austero «¿cómo estás?» que me supo a poco. Nos dimos dos besos en la mejilla y acto seguido la hice pasar al salón. Al ver el panorama su rictus cambió y creí adivinarle un esbozo de sonrisa. En cuanto se hizo cargo de la situación, nos sentamos en sendas sillas e intenté explicarle lo ocurrido.

«Cuando apareció mi padre le confesé lo que había hecho; por calmarlo, para que no siguiera increpándome, para desviar su atención hacia otro lado».

»Descubrió con horror a mi madre yacente sobre la alfombra, que como puedes apreciar es ahora de color carmesí, con pinceladas de flores en tonos apagados, un tanto franquistas, si me permites la puntualización. Le asesté minutos antes un compacto golpe con uno de sus muchos trofeos de hípica.

»Mi padre, sollozando en el sofá, intentaba digerirlo. Una vistosa estatuilla, que ganó en un torneo de golf y que sostenía escondida en mi espalda, se incrustó en su nuca y  lo impidió.

»Cayó al lado de mi madre.

»Si te soy sincero, nunca he aprobado sus aficiones elitistas.

Antígona se levantó, se sentó en mis rodillas y comenzó a besarme de forma lasciva. Fuimos a mi antigua habitación y allí lo hicimos rabiosamente, con unas ganas contenidas largo tiempo, quizás demasiado.

Antígona todavía conservaba el Mini Cooper. Así es que después de darnos una ducha para quitarnos el sudor provocado por la emoción y el ejercicio físico, nos fuimos al centro a celebrar nuestro encuentro con una copiosa y exorbitantemente cara comida.

Contemplarla me producía un placer indescriptible. Recordamos el pasado, el presente no nos interesaba lo más mínimo. A las claras se notaba que yo no era feliz y ni que decir ella. Por mucho que lo intentara disimular, necesitaba matar. Si uno lo ha probado una vez ya no se puede parar. Es la droga más potente que conozco, y la más barata, me atrevería a apostillar.

Casi al final del banquete conseguí arrancarle una promesa. Esa promesa resultó una inyección de esperanza a mi vida. Quedaríamos una vez al mes para recobrar nuestros viejos hábitos. Saque a colación su deseo de procrear, que cómo diantres iba a empuñar su machete estando de ocho meses, más aún después de haber parido. Me consoló diciendo que de eso no me preocupara, que ya se las ingeniería. Y que para que viera que la cosa iba en serio firmaría el pacto con sangre.

El fin de semana liquidaría a sus padres. Me invitó a presenciarlo. Decliné su ofrecimiento. Era algo demasiado íntimo como para inmiscuir a gente ajena al entorno familiar.

De repente se echó a reír y tras un rato de llamar la atención del resto de comensales, acertó a articular palabra, «A mí tampoco me han gustado nunca  las aficiones elitistas de mis padres. Eso me ha dado una idea para el sábado».

No quise preguntarle. No me hubiera contestado.

El sábado, sudorosos en la cama  tras haber practicado sexo apasionado y casi violento, me confesó como los mató.

Debo de reconocer que Antígona es mucho más retorcida que yo, desde luego que sí.

Por cierto, me llamo Praxímedes.

FIN

Autor: Miguel Angel Salinas

¡¡Suelta lo que llevas dentro, desahógate!!
 
                                                                         
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