Praxímedes y Antígona
En una gélida mañana de invierno, el sol pretendía calentar sin apenas conseguirlo. La nitidez de la atmósfera infundía una falsa sensación de confort.
Praxímedes haraganeaba en su cuarto sin conseguir provecho alguno. Aguardaba a que sus padres abandonaran la casa rumbo a sus respectivos trabajos. Cuando oyó cerrarse la puerta de la entrada por segunda vez, con una cierta inseguridad, asomó la cabeza al pasillo, como temiendo que una servidumbre inexistente le fuera a recriminar su dejada actitud. Descendió los escasos escalones que lo separaban de la planta baja y sin ningún convencimiento, más llevado por la costumbre que por las ganas, se dispuso a desayunar.
Antígona se giraba sobre sí misma bajo el peso de las mantas. Antígona detestaba los edredones. No se fiaba de ellos; carecían del peso suficiente. Antígona era de la opinión de que cuanto más peso sostenía su cuerpo, más calor conservaba la larva en la que yacía cada noche. Como sus padres gustaban de percibir y regodearse de las comodidades de la casa, la calefacción estaba con frecuencia demasiado alta. Esta circunstancia llevaba a Antígona a sufrir los calores del infierno. Por eso, y para poder justificar el uso de tan pesados cobertores, dormía con la ventana entornada. Disfrutaba comprobando como el rastro que dejaba su aliento en la habitación marcaba una atmósfera polar.
Esa mañana asomó la nariz al despertar y el contraste de temperatura entre el interior y el exterior de su refugio le produjo unas punzadas de placer en el bajo vientre. Oyó como se cerraba la puerta. Esa era su madre. Un ratito después la oyó de nuevo. Ese era su padre. Se giró una vez más, apoyando la mejilla derecha sobre la almohada. ¡Qué bien olía el nuevo suavizante!; una mezcla de talco y rosas.
Un pensamiento abrupto la arrancó de su ensoñación. Había quedado con Praxímedes a las diez. De muy mala gana y con una poca predisposición manifiesta, apartó, no sin esfuerzo, su escudo protector y colocó sus delicados pies en las pantuflas.
Praxímedes y Antígona vivían en una zona residencial imposible para muchas familias ricas. Sus progenitores jugaban en otra liga. Se situaban en la categoría superior a la de los ricos, sea cual fuera esta. El recinto, amurallado y protegido por guardas de seguridad, albergaba en su interior una veintena de mansiones. Debido a la extensión de los jardines, una y otra se separaban una distancia considerable. El concepto de vecino guardaba en este caso un significado bastante relativo. Las casas de ambos distaban diez minutos andando.
A sus veintidós años y con un grado recién terminado, ninguno de los dos se había inclinado por preferencia profesional alguna. Por supuesto que no iban a aceptar los puestos que sus respectivas familias les habían ofrecido en las empresas que dirigían en unos casos y poseían en otros. Necesitaban tiempo para poder tomar una determinación razonable y coherente con su carácter y visión de futuro. Mientras eso ocurría, se dedicaban a la vida contemplativa en general.
Fue Praxímedes el que timbró en la verja de Antígona. Se la encontró gozando de un copioso desayuno consistente en fiambres, cereales, tortitas y revuelto de huevos. El rictus de desaprobación de él no la desanimó, sino más bien lo contrario. Le arrancó un esbozo de sonrisa que provocó que parte del sorbo del café se le derramara por el pijama. Praxímedes se sentó a su lado y la besó. Ella dejó una tostada a medias y compartió con él el sabor de las frambuesas y la mantequilla.
Praxímedes y Antígona perdieron su virginidad juntos a los trece años. Desde entonces no han dejado de sostener una saludable relación sexual y de amistad. Ambos tienen pareja y casi con toda probabilidad contraerán matrimonio con ellos. Digamos que es una condición antepuesta por las familias, el precio que deben de pagar por el usufructo de una fortuna que no han ganado, que seguramente no se merecen y que no van a contribuir a que crezca. Praxímedes aceptó la imposición con deportividad y Antígona incluso con alegría. Le apetecía criar en el futuro y sabía que con Praxímedes el proyecto resultaba inviable.
Praxímedes le tomó la mano y la hizo levantarse. La llevó al salón y allí lo hicieron de manera perezosa, tierna, ritual, sin aspavientos, con seguridad y certeza.
Recobrado el resuello, Antígona le recordó que se les iba a hacer tarde. Praxímedes asertó. Ella dejó el desayuno a medias y subió las escaleras para darse una ducha y vestirse.
Antígona no tardó más de media hora. Contaba con la divida gracia de la belleza natural. No precisaba maquillaje ni romperse la cabeza en combinaciones sesudas de ropa y complementos. En eso Praxímedes resultaba más complejo. Se rasuraba con dedicación, se miraba en el espejo de su vestidor decenas de veces hasta que el reflejo le indicaba lo acertado de su decisión; se peinaba con amor de madre y se perfumaba con la profesionalidad de un gigoló.
A los quince años, sin haber mediado palabra ni trazado plan alguno, descubrieron por mero azar una afición común, matar.
Los crímenes los perpetraban siempre en conjunto. Aunque tuvieran oportunidades de manera individual, parecía que el acto en sí carecía de sentido si no lo llevaban a cabo en comunión.
El modus operandi iba adaptándose a las circunstancias particulares de cada caso pero todas las muertes seguían un patrón. Ellos lo sabían y eran conscientes de que facilitaban la labor policial al no modificarlo, al no cambiar la ciudad ni la franja horaria en la cual ocurría. De manera inflexible sucedía por las mañanas. Después, con la adrenalina a tope, se desnudaban y tumbados en cualquier cama o sofá se complacían de modo rabioso, casi violento. Una vez recompuestos, lo celebraban con una copiosa comida en cualquier restaurante exclusivo del centro.
La clave de su “éxito” residía en su apostura y buena presencia física. Uno de los dos flirteaba en un local, generalmente con estudiantes. Tonteaban lo suficiente como para acaramelarlos y se citaban para el día siguiente o días después, excusándose de modo convincente esa noche. A la cita acudían ambos ante el estupor y asombro de la víctima. Antígona utilizaba un machete, de esos que sirven para abrirse paso entre la maleza. Lo tomaba prestado, obviamente sin permiso, de una colección de armas que adornaba una pared del estudio de su padre. Praxímedes prefería su bate de beisbol. Se lo regaló uno de sus tíos para la comunión y desde entonces le cogió mucho apego. Solía ser él el que golpeara a la víctima en la cabeza de un único y certero golpe. Esta, retorcida y sangrante en el suelo, los contemplaba sin comprender. Praxímedes y Antígona se sentaban y la observaban sin hablar. Se deleitaban en la crueldad. Ellos no necesitaban explicar nada, justificar nada. Desoían las súplicas de la persona moribunda sin dejar de mirarla, de auscultarla, mostrando un interés sincero. En un momento dado, Antígona se incorporaba, le asestaba un machetazo en alguna de las extremidades y volvía a sentarse. El ritual podía seguir durante minutos, a veces incluso más de una hora. Dependía de si Praxímedes se volvía loco y machacaba el cuerpo a golpes o si la que se volvía loca era ella.
Acabada la vida humana y antes de practicar el sexo, esperaban cinco o diez minutos sentados, sudorosos y satisfechos, comprobando su obra.
Antes de abandonar el piso, limpiaban el machete y el bate bajo el grifo de la ducha, los guardaban en sus respectivas bolsas de lona y salían a la calle. Guardaban las bolsas en el maletero del coche y se dirigían al restaurante. Sentados en la mesa y servidos por el diligente camarero, hablaban de sus vidas, de si el uno o el otro aceptaría el ofrecimiento de empleo de sus padres, de la fecha de sus bodas. El crimen recién consumado se había borrado de su mente para siempre. No hablaban de él ya que no lo recordaban.
A eso de las cuatro, el Mini paró delante del jardín de Praxímedes. Se dieron un beso de despedida y quedaron en ir de compras al día siguiente.
El sol perdió su batalla y no consiguió calentar en todo el día.
FIN