Raro

Raro

 

Y es que yo soy así, amable de natural y un demonio cuando me tocan la fibra. Si, ya saben, todo el mundo poseemos ese punto débil, que por otra parte debemos intentar ocultar; si somos atacados, saltamos como muelles. Otras veces, no me siento amable ni agresivo, simplemente apático, triste y escurridizo.

Así discurría mi monotonía en una ocasión.

Me  encontraba  cada

vez más angustiado

y el tiempo se

me echaba

encima.

Casi

sin

darme

cuenta es-

taba atrapado

como la arena fi-

na dentro de un reloj.

La pesadumbre carecía de sentido, no escondía un motivo especial; mi vida en general me angustiaba. Y el tiempo pasaba y yo sentía que no avanzaba, que seguía igual año tras año, que no escapaba de ahí, apresado. No sé cómo explicarlo, me resultaría imposible aunque rellenara mil páginas más.

 

Una mañana, por esa época, me encontraba en la barra de un bar. El local no solía frecuentarlo, acudía de ciento a viento. Se acercó la camarera y me preguntó,

—¿Qué desea?

—¿De beber? —respondí.

—Aquí sólo ofrecemos bebida, si quiere comida debería de ir a un restaurante o a un supermercado.

A pesar de su desfachatez y palpable falta de educación, reconocí que llevaba razón. No se porqué  respondí lo que  respondí ni por que dije lo que luego dije.

—Póngame algo caliente.

—¿Algo o muy caliente? Puedo ponerle todo lo caliente que usted quiera.

Se echó a reír. Se lo había dejado en bandeja. Adorné el cachondeo con una sonrisa (soy una persona que sabe reconocer las derrotas). Calmados los ánimos pedí un whyskey  amerado con agua caliente. Le rogué que añadiera un chorrito de miel; es lo que mejor me sienta en los días de frío meteorológico y espiritual.

Mientras lo degustaba a pequeños sorbos, trataba de no pensar en nada y ciertamente lo conseguí durante un considerable rato. Me distraía observando detalles banales, como la decoración, rincones nunca limpiados, poses de los clientes en una conversación,  cosas así. Me había colocado en una mesa ubicada al lado de una ventana. Empezó a llover de repente, lo que ocasionó que todo el mundo deambulara de aquí para allá buscando refugio. Algunos se parapetaban en los porches, bajo los tejadillos, y otros corrían desesperadamente camino de la boca del metro o hacia su coche, el cual intentaban abrir con precipitación.

Me abstraía contemplando las gotas de lluvia chocar contra el cristal y seguía su trayectoria hasta que se destruían o cambiaban de forma.

Suelo llevar en el bolsillo una libretita y un bolígrafo; me proporcionan seguridad. Los saqué y comencé a escribir. Una profunda paz me invadía en ese momento. El ritmo constante del agua al impactar contra algo sólido y ese olor especial que impregna el ambiente en los días de lluvia  me ayudaban en mi introspección.

Escribí y escribí. No recuerdo por cuanto tiempo y si no revisara mis notas, tampoco sabría sobre qué. Seguramente abordé sentimientos y opiniones que nunca revelo a nadie, no por tratarse de algo vergonzante, sino porque de normal me ha resultado más fácil plasmarlas en un papel que hablar. Entre tanto y tanto, levantaba el boli y fijaba la vista a través de las vidrieras. Entonces, en un acto reflejo, limpiaba con la mano el vaho que se apoderaba de la visibilidad y me perdía en mis pensamientos, más serenos cada vez.

Después de un whiskey más, decidí marcharme.

Me despedí de la camarera. Sonrió cuando nuestras miradas se encontraron.

No sabía si por ella o por el eventual sosiego que logré en ese rincón, estaba seguro de que más pronto que tarde volvería.

FIN

Autor: Miguel Angel Salinas   

 

¡¡Suelta lo que llevas dentro, desahógate!!
 
                                                                 
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