Sergio Algora

Cap.1

Todo comenzó en un bar desconocido, ubicado en una zona en auge, frecuentada por jóvenes ajenos a nosotros, plagada de conversaciones que no entendíamos, de convencionalismos estancados, de música adorada por la mayoría y de moda que la uniformaba.

En ese bar, oasis repleto de espejismos y calurosa extrañeza, en esa maleza espesa y salvaje, topé con una persona que destacaba sin apenas proponérselo; por ser él y no otro, aunque de eso nunca fue consciente.

Esta es la historia del Sergio que yo conocí, del cual fui amigo, confidente y compañero de aventuras. Si algo deseo de corazón, es acabar junto a él.

 

Podría (es más, debería) intentar describir mis recuerdos en un orden cronológico, pero dudo que sirviera de mucho; desde mi punto de vista, carece de importancia. Aunque me desdiga, no se trata tanto de relatar una historia, sino un pasado, y resulta descabellado imaginar qué pasado es más remoto si el que recuerdo con absoluta nitidez o el que no logro enfocar ni siquiera con la lente apropiada.

 

Por contextualizar un tanto lo que sigue, debo comenzar por ofrecerles unos esbozos de mi persona.

Por aquel entonces yo era el típico chico de provincias que jamás se ha movido del pueblo. Mi desconocimiento acerca de casi todo rayaba la perfección. En Zaragoza me percaté (no fue necesario que nadie lo subrayara) de que los calificativos  palurdo e inocente se amoldaban a mi persona como un guante. Poseía una ignorancia bastante acusada de la vida. Esa inocencia la pagué con merecidos y sonados ridículos, en los cuales como comprenderán, no voy a ahondar. Ni soy el protagonista de esta crónica ni aspiro a ser motivo de escarnio y rechifla.

La inocencia mentada iba acompañada de una timidez que no distinguía de sexos. Me comportaba cohibidamente ante los chicos y sonrojaba ante las chicas. Al mismo tiempo no concebía la vida social más allá del fuero paterno filial y de las escasas amistadas que cultivé en el instituto. Por ende, desatendía con total naturalidad cualquier aspecto relacionado con la diversión, entendida esta desde el ángulo más amplio que puedan imaginar. Así las cosas, no era de extrañar que me maravillara ante cualquier detalle, por muy banal y nimio que pudiera parecer al resto de los mortales (de mi edad por aquel entonces, claro).

Dándole vueltas (no muchas, para que voy a mentir) puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que la chispa que me propulsó, la colleja que me abrió los ojos fue la música. Durante mi segundo año en la universidad descubrí dos emisoras de radio que marcaron mis pasos de un modo definitivo, Radio Tres y Canal Dos. Ambas me condujeron hacia universos maravillosos, ignotos, por explorar. El cambio que me provocaron me sorprende aún hoy día. Recuerdo con especial cariño a Jesús Ordovás y a Cachi.

Y ya  saben cómo va esto, una cosa te lleva a la otra y luego a la de más allá. La mecha que la música prendió, facilitó que me impulsara como un cohete y que este me paseara por un buen número de bares en los cuales fui muy feliz. Sin ánimo de ser exhaustivo, nombraré algunos de ellos: El Interferencias, el Ecos, el 17, el Rollo, el Paradis, el Escaparate, el Fergus, el Metanoia, el Caligrama (luego Central), el KWM, el Zoo, el Modo, el Bandido…  El Casco, tan frecuentado por estos días, tan apenas contaba por aquel entonces con un puñado de locales. Guardo una especial añoranza por el Kutanda, un minúsculo y atractivo café, con las paredes de piedra y velas en las mesas. Nos dejábamos caer por allí de vez en cuando con Esther.

No resulta baladí destacar que me estoy refiriendo al inicio de la década de los ochenta. La manida movida madrileña marcaba las pautas de todos aquellos que buscábamos, con un afán insaciable, nuevos derroteros, romper con lo establecido, destacar nuestra presencia, simular con nuestra imagen y apuesta en la vida que también teníamos algo que ofrecer. Fue una época excitante. Éramos felices con el atrevimiento reprochado que mostrábamos ante la sociedad.

Mi timidez la perdí por el camino. Muy pronto comencé a vestirme de otra manera, emulando cantantes idolatrados, entonando con mis nuevas amistades. Pelos cardados, de colores, zapatos con hebillas, camisetas teñidas, desteñidas e ilustradas a mano, ropa de segunda mano, ojos y labios pintados, pendientes, pulseras, abalorios. La gente nos miraba por la calle con reprobación en ocasiones y divertida en otras. Nunca he sentido tanto orgullo por nada; lo confieso con total sinceridad. Creía en mí mismo, me sentía grande, pensaba con un convencimiento irracional que me diferenciaba del resto de la humanidad, mirando a esta por encima del hombro. Como se pueden imaginar, esa atrevida apostura no duró muchos años, tan apenas tres décadas (no, que es broma. Un poquito menos).

 

Cap.2

A Sergio lo conocí en el Muelle, un bar atípico de Doctor Cerrada, ubicado en la calle Fita. ¿Qué se me había perdido por esa zona? Es una buena pregunta que merece una respuesta acorde y proporcionada.

En ese período, un hartazgo y hastío me envolvían. Algunos de los bares citados cerraron sus puertas y otros, por lo que fuera, me llegaron a cansar. Buscaba garitos con buena música y un  ambiente en consonancia con mis gustos. Alguien (lo que ocurre en la noche) me debió de recomendar el  Muelle y yo, sin nada mejor en ciernes, me colgué la mochila y me dirigí hacía tierras extrañas. Dudaba que en esa zona existiera un rincón digno de mis apetencias, por eso,  enfoqué mis pasos hacia allí no muy convencido. El resultado no pudo ser más sorprendente; me enamoré del caos del lugar. Varias particularidades  llamaron poderosamente mi atención. Ni los dueños ni la mayoría de los parroquianos vestían como yo; diré para que me entiendan, que iban “normales”; la decoración simulaba detalles marinos, de hecho, la cabina del “pincha” la formaba la parte delantera de una barca; la música, sin reconocer la mitad de los temas, me atrapó; la iluminación resultaba escasa incluso para los murciélagos; el volumen impedía llevar una conversación inteligible; no conocía a nadie. Algo no encajaba, nada encajaba. Apoyado en la barra, con mi segunda cerveza, no cesaba de observar, incrédulo, cada recoveco de ese maravilloso hallazgo.

Una costumbre que no he perdido, para desgracia de los camareros, es solicitar música en los bares. Así es que me aproximé a la barca, seguro de que me llevaría a buen puerto, o siguiendo con la metáfora, que me socorrería en caso de que mi aventura zozobrara. Un chaval, algo más joven que yo, buscaba con ahínco el siguiente tema que sonaría. Me fijé que ya había apartado con maestría unos cuantos. Recuerdo que le pedí Subterraneans de Flesh for Lulu, y, con los cascos puestos y sin mirarme, me aseguró que no tenían nada de ese grupo, pero que podía subsanar esa carencia con el Psycho de los Sonics. Así es como lo conocí. Así es como iniciamos una conversación que todavía no ha acabado.

Tanto el Muelle como Sergio me ayudaron a disponer de puntos de vista más amplios. Sergio lucía de un modo sencillo. No se disfrazaba de Robert Smith o de Lux Interior como yo. Él prefería un estilo, no muy en boga entonces (diría que inexistente), el indie; precursor, visionario y nada ostentoso ni llamativo. Me hirió, en cierta manera, que mucha de la música que pinchaba, y que seguía, se escapaba de mis cánones. Muchas de las bandas de las que me hablaba las desconocía por completo. Dentro del amplio abanico que abarcaba, la psicodelia ocupaba un puesto destacado en su escalafón. La música de los 60’s, grupos que bailaron mis padres, como los Bohemios y Los Módulos, despertaban en Sergio una suerte de sentimientos que me resultaban difíciles de digerir. Veneraba a Velvet Underground, Brian Eno, The Troggs. Me habló de T-Rex y de los Ventures. Sergio representó en mí un giro inesperado. Tras varios años de considerar mi trayectoria como digna, él sembró razonables dudas acerca de bases que se tambaleaban.

 

Con el tiempo acabé trabajando en el Muelle; me convertí en un cliente fiel y tras meses de confraternizar con los dueños, me propusieron pinchar música los fines de semana. Accedí encantado. Habitualmente, trabajara yo o Sergio, ambos figurábamos como parte del reparto de personajes asiduos. En momentos de eclosión, ayudaba en la barra a servir copas. También Sergio. En más de una ocasión coincidimos de camareros dejando la barca a la deriva, con una cinta de casete sonando.

 

Un viernes, salimos del bar a la vez. Nos dirigíamos a nuestras respectivas casas. Montamos en el 33. Le pregunté dónde vivía, me respondió que en Delicias. Bajamos en la misma parada y enfilamos por la misma calle. Él se paró en el portal nº 13 de Sangenis. De repente me eché a reír, él me miró. Se señalé que yo vivía en el 15. Creo que ahí sellamos nuestra amistad. Ese fue el verdadero comienzo de una llana complicidad.

 

Cap.3

Debía de correr el año 1986 cuando lo conocí. Yo andaba por algún curso de la carrera de químicas y él, a saber. Posiblemente trabajando en una tienda de congelados de su tía o de su hermana, ahora no lo recuerdo. Dada la intensa actividad social que practicaba, me resultaba complicado dedicar a mis estudios tanto tiempo como mis profesores hubieran deseado. No llegaba a todo; no se puede lidiar con la noche y con el día de modo efectivo. De lo dicho, colegirán que no logré acabar la licenciatura en los cinco años preceptivos, circunstancia que nunca me importó. Ese estatus de universitario-trabajador-personaje de la noche-vivalavirgen  me concedía tiempo libre para dedicarlo a holgazanear en un piso compartido. Algunas mañanas me pasaba a casa de Sergio para hablar con sus padres. Me daba la impresión de que los acompañaba más que él. Aparecía y desaparecía como el Guadiana. Sus padres, Irene y Jesús, me preguntaban qué sabía de él. Con la lejanía que da el tiempo, pienso que me consideraban un hermano mayor que cuidaba de su retoño, cuando en realidad yo era un tarambana mucho peor. En ocasiones conocía perfectamente qué hacía, sus idas y venidas, sus planes, pero ni podía ni quería desvelarlo. Ya me perdonaréis Irene y Jesús, eran gajes del oficio.

Jesús gustaba de preparar conservas y no pocas veces nos servía codornices, conejo escabechado o choricillos en aceite. Nos repetía que estábamos esqueléticos y que teníamos que comer un poco. No le faltaba razón. Los días, primos hermanos uno de otro, me los pegaba bebido, drogado y mal dormido. Sergio se moderaba más (pienso que por la coyuntura familiar). Practicaba la promiscuidad a discreción, sin contemplaciones. Sergio no se quedaba a la zaga. Ese era el panorama. Muchos hubieran firmado por ello. A pesar de un horizonte tan “esperanzador”, la ambición de acabar la carrera en la que me había matriculado me propelía unas fuerzas inauditas y el tiempo lo tuve que buscar con lupa. Contra todo pronóstico lo conseguí y ahora vivo de ello, pero esa es otra historia.

 

Sergio también me proporcionó círculos nuevos en los cuales moverme. En ocasiones yo me integraba en ellos y en otras, estos llegaban rodando hacia mí. Gustaba (con el tiempo no cambió) de rodearse de una variopinta fauna alrededor. En la temporada que nos dio por el Bandido (antes de que existiera La Estación del Silencio y La Kama), me presentó a los hermanos La Hoz y a Manolo. Gente muy divertida. Cuando abandoné Zaragoza seguí manteniendo relación epistolar con David La Hoz. Con los otros dos la perdí, pero la esencia es que nos lo pasamos muy bien.

 

 

Acude a mi memoria el rastro. Por aquel entonces se montaba en torno al Mercado Central. Los días que no estábamos en un local de ensayo, merodeábamos por el rastro. Nos gustaban esos singles de Fundador, donde al acabar la canción sonaba la tonadilla de la publicidad. En esos singles se podía topar uno con verdaderas maravillas, amén de bazofias; una auténtica lotería. Elegías uno al azar  y mirabas su contenido. Conservo varios que compré allí, como Walk don’t run (The Ventures). También comprábamos libros. Nos encantaba todo lo que fuera segunda mano, incluso ropa. Por esa época proliferaban bastantes tiendas de ropa de segunda mano, ahora no lo sé. Como decía, un día cogió un libro de un puesto y me lo ofreció. «Toma, léelo», me dijo. Lo compré y me gustó. Se trataba de 1280 Almas de Jim Thompson. Esa fue la dosis que me enganchó a la novela negra. Fue suficiente. Ahora tengo cientos de ejemplares del género y todos los de Jim Thompson que han sido traducidos al castellano. Cuento esto porque me sorprendió que él conociera el libro y que incluso lo hubiera leído varias veces. No creo que Sergio tuviera más de diecinueve años.

Esos pormenores no dejaban de mostrarlo como lo que era, un iluminado, un joven con una cultura e inteligencias fuera de lo común. Su imaginación desbordante no hallaba sitio dentro de su cabeza, emanaba por sus oídos, por los intersticios de su cuerpo y por los poros de la piel.

 

Debido a los avatares propios de mi contexto, entre los cuales se encontraba el siempre escabroso y escaso peculio, me mudé de piso. La casera nos echó por motivos varios, todos bien fundados y documentados. A Santi y a mí nos asilaron de manera precipitada unos amigos del pueblo, en la calle Isabel la Católica. Sergio, por motivos bien diferentes, se mudó a los aledaños de la avenida Navarra, cerca del Mercado del Pescado. Allí disfruté de buenos conciertos, por ejemplo de Los Mestizos, cuando todavía se llamaban Ejercicios Espirituales. Ahora no sé a qué destinan las instalaciones. La distancia inmobiliaria no menoscabó nuestra relación. Por otro lado, su nuevo piso redundó en una esperanzadora vida familiar. Sus padres lo veían con más asiduidad, y yo casi que también.

Fue la primera vez que me enseñó con orgullo su habitación. En la calle Sangenis no recuerdo que lo hiciera nunca. Era una habitación muy chula y nueva. Yo, acostumbrado a ocupar verdaderas pocilgas, cualquier estancia que no pareciera una cuadra o un corral de gallinas la encontraba encantadora. Disponía además de un plato y una pletina. Me agasajaba  grabándome cintas con sus canciones favoritas. Durante la grabación un incesante torrente de temas nos entretenían. Casi todos giraban en torno a la música, a los bares y a los conocidos.

Desde el primer momento que pisé esa habitación, no se me escapó una imagen cautivadora. En la mesilla descansaba un ejemplar, más deteriorado que el mío, de 1280 Almas. No le pregunté nada, pero intuí que lo consideraba su libro de cabecera. Desde entonces, aquel que comprara con él en el rastro, lo guardo en un altar. Solo le faltan flores y velas alrededor.

 

Cap.4

Acabé la carrera y fui a la mili. Lo primero sorprendió a muchos, no porque dudaran de mis capacidades, sino porque me daban por muerto. Lo segundo (que existiera la mili), aún hoy día, sigue sin explicación.

Sergio montó una tienda de Vinilos en la calle Bretón, Plasticland, nombre sugerido por una banda de psicodelia americana. Por aquel entonces comenzó su andadura con El Niño Gusano. Como ya he dejado caer, la cronología no es lo mío, pero ambos hechos no guardaban mucha distancia en el tiempo. Las circunstancias causaron que perdiéramos la relación cercana y fomentáramos la esporádica.

Mi flamante título universitario me proporcionó un buen trabajo en Barcelona. Allí residí cinco años. Sergio me visitaba de tanto en tanto. Le gustaba avituallarse de estocaje para su tienda en el siempre vivo mercado Barcelonés. Regresaba cada tarde con decenas de discos a los cuales les intuyó potencial de venta. Me regaló uno de Alex Chilton (entonces no tenía ni idea de quién era) y yo le correspondí con uno de Family (Bandstand), (el grupo inglés, no el español) que llevaba pidiéndome con insistencia largo tiempo. Hablamos del sorprendente disco recién publicado de Café Tacuba, Re. Lo compré unos días antes y manteníamos nuestra charla con él de fondo.

Otro motivo de sus apariciones recaía en las giras con el grupo. Cada vez que visitaba la ciudad se alojaba en mi casa. Me gustaba estar con él. No solamente por su agradable carácter y las experiencias vividas en común. Notaba que el vínculo que nos unió el día que lo conocí en el Muelle y el que se forjó en el portal nº 13 de la calle Sangenis perduraba vivo y latente. Nuestra conversación fluía como si nos viéramos todos los días. Esas visitas me enseñaron otra lección (quizás una obviedad), la amistad y el amor no es necesario demostrarlos, se llevan dentro. No importan ni la distancia ni los lapsos de tiempo.

En una de sus apariciones no lo pude acompañar a los conciertos. Me había fracturado un tobillo y renqueaba por mi piso con la escayola en ristre. La foto de la portada corresponde a ese fin de semana. Hicimos unas cuantas más. Procuro no verlas a menudo, me provocan una tristeza incontenible. Rezuman felicidad colmada de necesidades. Denotan una frescura y  vitalidad envidiables.

En reciprocidad, me presentaba en Zaragoza siempre que podía. Mi trabajo o sus giras no resultaban compatibles tan a menudo como hubiéramos deseado. Solía localizarlo en el Fantasma. El Fantasma de los Ojos Azules era un bar situado no muy lejos de donde estuvo el Paradis en su día. Lo montaron dos del Niño Gusano, me quiere sonar que uno fue Sergio Vinadé. Si Sergio (mi Sergio) no estaba allí y nadie del bar daba señas de su paradero, llamaba a su madre, que rara vez me sabía guiar. Al preguntarle por él, me respondía, «¿Lo sabes tú, maño? Aún espero que me llame y me lo diga».

En una ocasión, viajé a Zaragoza con el propósito de que me alumbrara en el mundo de las discográficas. El Niño Gusano había alcanzado fama nacional y era una banda reconocida en el mundo indie. Por aquel entonces, desde un escenario más modesto, me entretenía con mis proyectos musicales. Desde que aprendiera a tocar la guitarra con la Galanti que Joaquín Cardiel me prestó, albergaba la ilusión de formar mi propia banda. En Zaragoza  pasé horas y horas, días y días, en locales de ensayo, observando como mejoraban bandas y grupos. Quizás abusé de la confianza de Edición Fría, que no me lo tengan en cuenta. Con mi hermano José Antonio montamos los Yuyubas, grupo con buenas canciones pero con escaso futuro por motivos  propios y ajenos. Al disolver el grupo, mi hermano se convirtió en Armando Lagozza y yo en Jim Mendoza. Le pasé a Sergio varios temas y se interesó por alguno de ellos. Se empeñó en llevar a su local de ensayo un tema que titulé “Son Eterno”, que no eran más que las rimas de Bécquer musicadas. Que yo sepa, nunca lo llevó a término.

Sergio me explicó con pelos y señales la situación del panorama musical. Confesó que él lo tuvo más fácil, ya que debido a su fructífera labor literaria, disfrutaba de un cierto reconocimiento. Me facilitó algunos contactos, aunque me lo pintó negro.

 

Tiempo después me enteré de su operación a corazón abierto. Lo visité y tanto su aspecto como la cara de su madre reflejaban que saldría de esa. Me dio mucha pena. Contemplarlo postrado, conteniendo toda su vitalidad y obligado a guardar reposo.

 

Luego llegó Muy Poca Gente y La Costa Brava. Y el Bacharach. Cuando iba a Zaragoza recalaba por su bar. Ya no lo llamaba. Si tiempo atrás resultaba complicado coincidir, en la época de Bacharach lo era más. Entre giras con el grupo, entrevistas en medios, y actuaciones como dj, converger en su bar se me antojaba una lotería. Si estaba, me pegaba toda la noche allí, aunque desde que descubrí la Casa Magnética cruzaba la calle y traicionaba su compañía. Recuerdo que un sábado llegué, nos saludamos y me informó de que el Cachi pinchaba en la Casa Magnética. Le dije que me tomaba una caña enfrente y que volvía. No lo hice. Creo que se mosqueó un poco.

Desde que murió Sergio no he vuelto a pisar el Bacharach. No le veo mucho sentido. Tan solo suscitaría que brotaran recuerdos que no deseo que afloren. No merezco padecer más daño y dolor del que sufrí al enterarme de su muerte.

 

Cap.5

Conservo un relato inédito que me regaló el año que se matriculó en la UNED. Acudía una vez por semana a Calatayud. Me hacía gracia, parecía un crío de cinco años que empieza a ir al colegio, siempre a regañadientes. Mi último verano de carrera lo dediqué a fondo para aprobar la única asignatura que me separaba de mi libertad académica. Por aquel entonces prefería las noches en la cuales rendía mejor. Me hartaba de cafés. Hasta que conocí la jalea real en ampollas. Un chute de “eso” me proporcionaba el ánimo e ímpetu necesarios para sentarme cada día delante del libro. Una tarde vino al piso  desanimado, un examen en ciernes lo martirizaba. Su estado era inusual, se mostraba excitado. Le preparé un par de tilas y hablamos. Al poco me dice que con la modorra que llevaba no podría rendir esa noche, así es que le preparé dos cafés. Se volvió a poner como una moto. Le serví tila otra vez, y como ese juego de equilibrios no surtía efecto, se me ocurrió que una ampollita de jalea podría ser la pieza del puzle que le faltaba. Le sentó de pena. Se puso de pie y empezó a dar vueltas. Dijo que se iba, se estaba volviendo loco. Suspendió el examen y estoy seguro que aún me recrimina mi endeble actuación de chaman chapucero.

La historia se titula “Zeppelina, aventuras en un guisante”. Mecanografiada, anecdótico en los tiempos que corren, y con correcciones a boli. La historia es una auténtica ida de perola que nunca me gustó demasiado, no por surrealista, sino por falta de interés narrativo. Aceptó la crítica con deportividad. Desconozco si la llegó a publicar o no.

Conservo asimismo canciones que componíamos juntos. En mi etapa en Zaragoza, como ya he comentado, malgastábamos muchas horas en los locales de ensayo, nuestros o de otros, daba igual. Tocamos una versión del Strychnine de los Sonics y otras de temas de garaje. Sergio consiguió una caja de ritmos y yo una guitarra. Resultaba asombroso oírlo cantar, minuto tras minuto, improvisando, no repitiéndose y conformando sobre la marcha letras con coherencia y no exentas de humor y cinismo. Conservo esas grabaciones como un tierno y emotivo tesoro.

Sergio componía constantemente. Siempre sacaba algún papel del bolsillo para apuntar ocurrencias, ciertas ideas, jugosas situaciones que desembocaran en una de sus letras, en alguno de sus relatos. Aseguraba que  en casa les daría forma. Tan seguro percibía sus ingenios, que en cierta ocasión le lo observé rebuscando los papelitos en los bolsillos y guardándolos en casa antes de salir. Temía perderlos y que el hilo del cual tirar se desvaneciese.

 

Es difícil de olvidar según que instantes. Me llamó el Sebas y me comunicó la noticia, Sergio había muerto. Ocurrió un sofocante día de julio. Nada más colgar me puse a llorar. Me sumí en una profunda y desconocida desolación. Viajé a Zaragoza y me dirigí directo al cementerio. Hablando con Irene perdí la compostura y me ablandé como un merengue. Ella me consoló, intercambiando los papeles. Me perdí por los pasillos. No reconocía  a nadie. Nadie que conociera pululaba por allí en ese momento. Sentado en uno de los muchos bancos que poblaban los pasillos, una de las ex novias de Sergio se acercó a saludarme. No recuerdo su nombre, lo siento, aunque sí recordaba haber hablado con ella varias veces. Saludé también a Fran, al cual conocí en un concierto de la Costa Brava en Graus. No reuní fuerzas para quedarme a la ceremonia, destrozado y sin ánimo de hablar con nadie, enfilé el coche rumbo a casa.

 

Cada vez que viajaba a Zaragoza, visitaba a sus padres. Debo matizar que he incumplido esta tradición durante los últimos seis años. Me gustaba hablar con ellos. Constituían un impagable recuerdo de Sergio en la Tierra. Jesús nunca se acordaba de mi mote, Boby. Él lo confundía y me llamaba Toby, Roby, Troby o cualquier otra variación. Es un hombre genial. Sergio tenía mucho de él, más que de su madre, que la consideraba más sensata. La espontaneidad y locura de Sergio derivaban del ferrocarril.

 

Evoco muchos momentos y al hacerlo me entristezco. Ha pasado mucho tiempo. O quizás no tanto, no lo sé. Cada uno lo lleva a su manera. Lo cierto es que Sergio poseía un magnetismo difícil de igualar, un don de gentes sin parangón. Y rebuscando en la memoria, he de reconocer que él no ofrecía mucho, ni siquiera hacía nada por ofrecerlo. Todo lo que daba era sin querer, sin él pretenderlo. No se daba cuenta de su atractivo natural, un atractivo que irradiaba por los cuatro costados. Las chicas sí. Conocí a unas cuantas que estaban coladitas por él, pero él no se percataba. Poseía algo único. No se trataba de un atractivo físico especial, si no de su carácter, de su alma; Sergio en estado puro. Quienes hemos tenido la suerte de tratarlo, sabemos de qué hablamos.

Me alegro mucho por los que lo hayáis conocido. Sin duda alguna debió de ser  una de las mejores experiencias de vuestra vida. Lo mismo que lo es de la mía.

 

Ojalá pudiera seguir mostrándome el camino, pero no me hace caso. Miro al cielo y lo veo entretenido departiendo con unos y con otros. Ahí está, apuntando en las nubes con su dedo índice nuevas ideas para seguir componiendo un planeta, para escribir una galaxia; galaxia en la cual su ingenio creará una estela que todos podamos seguir, cuando por fin alcancemos estar a su lado.

 

Miguel Angel  (Boby para Sergio)

 

Epílogo

Este relato se basa en parte en uno que titulé “Hola Aloma”

Todo vino a raíz de un libro que Aloma escribió acerca de Sergio, “Los idiotas prefieren la montaña”. Lo leí y me produjo sensaciones encontradas. Reconocía al Sergio que se describía y sin embargo me resultaba extraño. Enviar el relato a Aloma (me confesó que nunca le llegó, debido a mi torpeza, debo puntualizar) escondía compartir la etapa anterior que ella no describe, complementarla de alguna manera. Ella no la vivió, lo mismo que yo no viví lo que narra en su libro.

Esto es un retazo de su contenido:

 

Hola Aloma, acabo de leer tu libro “Los idiotas prefieren la montaña” y he querido no sentirme aludido; amo la montaña, he pasado muy buenos momentos en ella y lo sigo haciendo.

(Es broma)

El motivo de que te escriba, no es el título de tu libro, sino su contenido. Me ha gustado.

Describes una etapa de Sergio desconocida para mí. De esa época, solo guardo retazos inconexos; muchos de ellos  gracias a su madre, con la que aún guardo relación.

…En mi casa de Barbastro estuvo varias veces junto con otros amigos, entre ellos, David  Lahoz, Joaquín  y Chencho. Nos gustaba poner una peli y doblarla en pleno ciego, detalle que nombras en tu libro.

…Puede que te viera algún día en el Bacharach. No me acuerdo. Incluso puede que me sirvieras alguna caña.

…Me alegro mucho de que lo hayas conocido.

Miguel Angel  (Boby para Sergio)

 

Autor: Miguel Angel Salinas   

 

¡¡Suelta lo que llevas dentro, desahógate!!
 
                                                                 

 

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