Consternación
Finalizada la ESO, barajó varias posibilidades y todas ellas la conducían al mundo laboral. Su madre la animaba para que continuara, aunque solo fuera con unos mínimos estudios de Formación Profesional. Tanto le daba que se decantara por la jardinería, la tecnología, la taxidermia o la apicultura. Más por no soportar la monserga diaria que por apetencia, aceptó a regañadientes matricularse en un ciclo novedoso que instruía a los alumnos en el proceloso mundo del maquillaje. Maquillarse, lo que se dice maquillarse, no lo había hecho en su vida y puede que por aprender a componerse de modo atractivo, quizás porque pensara absurdamente que esos estudios la conducirían por los derroteros de una belleza con la que jamás fue premiada, se lanzó ante el asombro de su desesperada madre.
Consternación perdió a su padre cinco añas atrás consecuencia de un accidente laboral. Su padre, encofrador, acudía ya pimplao a la obra de buena mañana. Seguía trasegando en el transcurso de la jornada, a la hora del almuerzo, en la comida, en la cena, antes de subir al piso en un bar del barrio y cenando. Lo extraño resultaba que no se hubiera descalabrado mucho antes. Se desconocen los detalles de cómo se desplomó del andamio (por el cual se paseaba sin casco y sin las sujeciones de seguridad obligatorias). El suceso (deceso) no alteró la calma y pachorra de madre e hija, que se lo tomaron como quien se encuentra a su hámster ahorcado en el interior de su jaula. Si en algo limó el ánimo de la viuda fue en el aspecto económico. Trabajaba desde antes de que se casaran en una empresa de limpieza y el sueldo, aunque escaso, les permitía contemplar el futuro con un optimismo que no guardaba una lógica razón de ser.
Consternación valoró colgar los estudios, pero no porque la moviera un sentimiento responsable de cara a aportar un pequeño pellizco a la causa familiar. Sabía que era una botarate y detestaba cualquier actividad académica, pero no pudo negarse ante el empeño de su madre.
Su nombre completo, Consternación de la Paloma Flores Heredia, siempre trajo consigo rechiflas y cuchufletas. Por eso se presentaba de normal con el mote Conster, que desde niña le pareció más discreto que Nación, el cual, careciendo de experiencia para adivinar el motivo a tan tierna edad, le resultaba grandilocuente y pretencioso. Su primera semana en el instituto no le desagradó. Acostumbrada al ninguneo y a las burlas, fruto de su físico poco agraciado y de su vestimenta pobre de mercadillo, se creó en la infancia una fuerte coraza que repelía todo tipo de insultos y dardos envenenados. Nada de ello percibió en el aula.
Con ese frágil entusiasmo continuaron los días y Consternación, Conster para los amigos que no tenía, se desenvolvía como buenamente podía. La parte teórica, como bien vaticinó su madre, la suspendió, examen tras examen. La parte práctica no arrojó mejores resultados. Por turnos rotativos, bajo las indicaciones del profesor, un pupilo hacía las veces de cliente y otro de maquillador. Las intervenciones de la Conster acababan sin excepción del mismo modo. La víctima maquillada podía pasar por un travesti o una prostituta, y la maquilladora por alguien que sufre de párkinson, por un daltónico (más bien por un trabajador de la ONCE) o por un paciente que padece graves trastornos cerebrales. Los profesores tomaban fotos de tan espectaculares resultados, para anexarlos en sus apuntes y advertir a las generaciones venideras qué es lo que no había que hacer y evitar a toda costa.
Consternación abandonó en el segundo trimestre. En una tutoría solicitada por el centro, el paciente profesor que atendió a la madre le aconsejó por el bien de su hija y de la humanidad que se dedicara a otra cosa. Que lo suyo no era el maquillaje. Desalentada, marchó de las instalaciones educativas públicas y regresó a su trabajo.
Su hija no mostraba signos de alteración o frustración. Ocupaba los días en remolonear en la cama, ver la tele, y jugar con el móvil. No chateaba porque no tenía con quién practicar tan enfermiza actividad. No ayudaba ni arrimaba el hombro en casa. Cuando su madre llegaba agotada, debía de limpiar la zolle en la que su hija convertía el hogar, cocinar e incluso bajar al súper a efectuar una improvisada compra. Ese estatus de pachorra y dejadez la agobiaba y desalentaba en partes iguales. Su hija se estaba convirtiendo en un mueble más de la casa, se mimetizaba con perfecta sincronía con el entorno. Ni las esporádicas, breves y taquigráficas conversaciones que sostenían meses atrás formaban ya parte de la rutina. Aceptaba cualquier sugerencia de su jefe por prolongar la jornada con tal de demorar la vuelta. Su hija se comportaba como un cactus. No reaccionaba ante los estímulos, no manifestaba emociones, no pedía nada, no se inmutaba e incluso desconocía cuando estaba sola y cuando acompañada.
Maruja, madre de la criatura, se conservaba bien al paso de las estaciones, se notaba atractiva y sabíase observada por los hombres. Y ocurrió lo inevitable, se echó un novio. Maruja, tras un tiempo prudencial, se atrevió a invitarlo a casa. Le presentó a su hija, aprovechando una de sus raras apariciones extramuros del cuarto. Consternación le soltó un “hola” a modo de despedida y se volvió a sumergir en su pocilga. Paco, no se alarmó por el estado de dejadez de la muchacha, puesto en antecedentes por la cautelosa Maruja.
Paco, hombre que contaba con cierta desenvoltura económica, le propuso compartir su vivienda unifamiliar, sita no demasiado lejos del centro. Maruja no se lo pensó dos veces. Necesitaba distanciarse de ese piso, dejar atrás a su familia, respirar, alejarse de la oprimente asfixia que la envolvía. A su marido consiguió enterrarlo. Su hija se enronaría solita sin la ayuda de nadie. El día que le comunicó su decisión, ni apartó la vista del móvil. Le advirtió de que no contaría con soporte económico. Que se haría cargo de las facturas de luz, agua y gas hasta fin de mes. Pasados los avisos y requerimientos preceptivos por impago, le cortarían los suministros. Que no se volverían a ver. Que no le diría a donde iba. Que no intentara localizarla.
Consternación se giró en la cama, simulando un sueño terrible.
Su madre se despidió con una frase que escondía más formalismo que deseo, «que tengas suerte, hija».
Se arrepintió de haberlo pronunciado apenas hubo pisado el rellano. Nunca tendría suerte, jamás la había tenido. Moriría allí dentro por inanición, como consecuencia de alguna infección o de puro aburrimiento y abulia. Cuando el fétido olor de su cuerpo se propagara por la escalera, los vecinos alertarían a la policía y estos le comunicarían la triste noticia. Esperaba ese momento más pronto que tarde.
En el instante en que eso ocurriera, se emplearía a fondo en una limpieza esmerada, tirando cualquier recuerdo de su hija y de su marido al cubo de la basura y si el recuerdo era importante, al contenedor. Pintaría las paredes e incluso adquiriría algún mueble resultón del Ikea. Paco prometió ayudarla. Si los vientos soplaban a su favor, lo alquilaría sin dificultad por un módico precio.
Por fin, aunque hipócritamente, la fortuna le regalaría la mejor de sus sonrisas.
FIN