Moregón y Oklahoma
Hacía tres días que la lluvia no había cejado en su empeño de anegar las calles. Un molesto y pertinaz viento racheado producía el efecto de intensificar el suplicio que suponía deambular a la intemperie, aumentando la sensación de frío de ese mes de enero.
A Moregón le costó lo suyo introducir las empapadas manos en los bolsillos y conseguir extraer el manojo de llaves. Le resbalaron y se sumergieron en un charco a sus pies. Maldiciendo, se agachó y metió la mano en esa especie de lodazal grasiento y mugroso. Una vez dentro, depositó el abrigo en la bañera, empapado por el temporal y hecho unos zorros por el paso de los años. Ese apartamento, similar a un sótano, quedaba por debajo del nivel de la calle, contrariedad que permitía al agua campar a sus anchas por grietas y fisuras. No solamente las paredes de su casa sufrían los poco decorosos efectos de la humedad, sino que el salón se encharcaba fruto del agua que se colaba por el marco de la ventana, desencajada sin remisión de la pared, y mor de filtraciones del suelo. Moregón pensó, no sin falta de razón, que poca diferencia existía entre el interior y el exterior.
Emilio Moreno González, obtuvo por méritos propios el apropiado sobre nombre con el que todo el mundo (el barrio) lo conocía. Persona osca, esquiva y taciturna, se desenvolvía solitario y oculto de miradas chismosas, desconfiando de todos, de todo. Creía en él. Tan sólo contaba con su entereza y habilidades para salir adelante en la selva en la que se movía a diario. Su economía, inexistente, no le permitía vivir más que en la cloaca en la que se refugiaba, como un hurón o un topo lo hacen en su madriguera. Los impagos habían ocasionado un proceso de desahucio, las compañías suministradoras le cortaron tiempo atrás el agua, la luz y el gas. La comida la obtenía de los restos que tiraban en los contenedores los súper mercados y restaurantes. Su rutina, insana, pronosticaba una vida entre breve y efímera.
La única relación que fomentaba era Oklahoma. Moregón se consideraba un privilegiado al lado de él. Oklahoma dormía aquí y allá. En obras a medio construir, en almacenas abandonados y en raras ocasiones, en el “palacio” de Moregón. Este insistió para que se trasladara de modo definitivo, pero aquel argüía que tras media vida gozando de la libertad de la calle no quería recluirse en una ciénaga húmeda e insalubre. Moregón no se enfadaba por las puyas de su compañero de fatigas. Socarrón y buena persona, le gustaba pincharlo sin esconder intención de herirlo.
Las circunstancias que los abocaron a la marginalidad más atroz imaginable circulaban por derroteros bien diferentes. Oklahoma perdió todo en una cruenta separación veinticinco años atrás. No consiguió sobreponerse y tras un par de años de alcoholismo y depresión, las nimias posibilidades de asentarse en un resquicio de la sociedad se disolvieron por arte de magia. “Disfrutaba” de un exigua paga de 460 € al mes. La calle le ofrecía lo que el dinero no alcanzaba.
Moregón, en cambio, jamás entró a formar parte de la sociedad. Transitó de un reformatorio a otro, de un psiquiátrico a otro, de un piso tutelado a otro. Efectuó trabajos sociales, entró en un programa de reinserción, el cual, y tras un año de buena racha, le permitió alquilar la ratonera que ocupaba. Pero algo se torció y se desbocó como una yegua enloquecida. Al no cumplir sus compromisos, fue retirado del programa y a la postre, tal y como hemos mencionado al inicio, se precipitó al abismo.
Ambos se conocían de vista. Un extraño magnetismo los atrajo, como si fueran polos opuestos, aunque en realidad eran el mismo, el negativo. La existencia de alguien de quien preocuparse prendía en su espíritu una mecha de esperanza que los asombraba por igual.
Moregón, una vez desnudo y seco, se abalanzó sobre una caja de cartón en donde se depositaban el resto de ropajes secos, que no limpios. El intenso frío perenne y la humedad de las baldosas le provocó una tiritera sobrecogedora. Se mal vistió con la fugacidad de un rayo. Sentado en una caja de madera, se esforzó por pensar si en algún bolsillo guardaba restos alimenticios. Sí, claro, en el bolsillo interior del abrigo empapado que chorreaba en la bañera. Extrajo un cruasán convertido en argamasa que no dudó en metérselo en la boca y tragarlo sin masticar.
Se acordaba de su cita con Oklahoma. Por nada del mundo volvería a salir a la calle, pero por él sí, desde luego. La pasada tarde, bajo el puente más septentrional de la ciudad, lo conminó a reencontrarse de nuevo allí. Debía de comunicarle algo de vital importancia. Moregón lo interrogó con la mirada, «¿por qué no me lo dices ahora?». Leyéndole el pensamiento, y a renglón seguido, le soltó que debía pensar en ello.
Oklahoma sacaba el mismo aspecto de siempre. Las estaciones y las inclemencias meteorológicas no parecían afectarle en su apariencia, y este detalle no hablaba en su favor. Moregón lo encontró impaciente. Andaba en círculos. Hablaba y balbucía incoherencias. Nada más aparecer, lo agarró de la manga y lo arrastró a la parte más oculta. Precaución innecesaria por otro lado, ese tétrico rincón de la ciudad no disponía de recoveco amable o agradable. La oscuridad y la corriente del río, cada vez más embravecido, los condujeron al basamento del puente.
La ex de Oklahoma volvió a casarse con una joven promesa de las finanzas. Erik Medina dirigía el emporio de empresas tecnológicas que fundara a sus veintidós años. Cierto que arrancó con el soporte de la fortuna familiar, pero no es de ley restarle mérito. Su valía en el mundo empresarial se conocía en toda Europa. A su ex, Herminia Javea, le sentaba de maravilla esa vida acomodada, llena de los ungüentos y de las sedosas gasas que la envolvían.
A Oklahoma se le escapaba qué los pudo unir en aquel remoto pasado. Su destartalada mente no le ayudaba a enfocar su juventud apropiadamente. Imágenes difusas y hechos distorsionados lo embotaban de modo contraproducente. Lo que si recordaba con meridiana claridad era una caja que compartían en la Banco Meritorio Nacional. Herminia se empeñó en contratar el servicio de esa caja. Ya por aquel remoto pasado le obsesionaba que pudieran allanar la casa y robarles los escasos objetos de valor que lograron atesorar: las alianzas de oro, un par de pendientes de relativo coste y un collar que Herminia heredada de la familia. Oklahoma no se opuso, le pareció una excentricidad, pero no se opuso.
Oklahoma nunca vio con buenos ojos la existencia de una sola llave. Por alguna premonitoria razón no confiaba en su amada al cien por cien. Así es que tirando de conocidos, encargó una copia de un modelo tan especial, que no hubiera conseguido en ninguna ferretería. Oklahoma estaba seguro que esa caja seguiría existiendo y que Herminia la habría alimentado al paso de los años con posesiones que consideraba suyas y no de su marido o de su compartida relación marital. Lo que Oklahoma le entregó a Moregón fue esa llave. Le propuso ir al banco y apropiarse de su contenido. Moregón quedó estupefacto, coyuntura que aprovechó Oklahoma para detallarle el modo de proceder.
Una vez tumbado en su lecho, se maldijo así mismo por acceder a tan alocado plan. No comprendía a Oklahoma. Se las daba de no precisar nada material que la sociedad le hubiera podido ofrecer; que dentro de su abismo, su día a día lo consideraba relativamente soportable. Qué profundo resentimiento debía de reservar hacía su ex mujer para decidirse, de buenas a primeras, a llevar a cabo tan descabellado robo. Porque se mirase como se mirase, iba a perpetrar un robo. Se tranquilizó razonando que bien poco tenía que perder en el caso de que lo pillaran. ¿De qué manera podía empeorar su estatus?
Oklahoma le proporcionó dinero para que adquiriera ropa decente y productos de higiene personal. «Debes de parecer un dandy. Es de suma importancia que no crees desconfianza». Le entregó asimismo su DNI. O poco conocía a Herminia o no se equivocaría al suponer que olvidó que la caja figuraba a nombre de los dos. Era incluso muy posible que Erik desconociera su existencia.
Moregón le formuló la pregunta obvia, que por qué no iba él. Aunque ambos rostros reflejaran un razonable parecido, era palpable que el de la foto del documento no era él. Oklahoma le aseguró no estar hecho de esa pasta. Se pondría como un flan y la sudoración excesiva lo delataría. Moregón se arrepintió desde el mimo instante en que pronunció la fatídica frase, «de acuerdo, lo haré».
Compró un traje, una camisa banca inmaculada, unos zapatos y un sobretodo muy elegante. Se aseó con esmero, sufriendo un frio tan intenso que le dolía todo el cuerpo. La lluvia había dispensado una tregua a la ciudad y eso le facilitó conservar el porte gallardo que las prendas le otorgaban. Salió presuroso a la calle. Deseaba contemplarse en un escaparate; su piso carecía de espejos. El reflejo en un cristal le provocó un esbozo de sonrisa que tensó más de lo habitual su curtida piel.
Y todo transcurrió tal y como Oklahoma pronosticó. Tan sólo comprobaron que el número del documento coincidía con el que figuraba en su ordenador. La foto la miraron de soslayo. Lo dejaron solo en una salita. Volcó el contenido en un bolso de lona que compró la tarde anterior, sin escatimar tiempo en cotillear. Firmó el registro y salió a la calle.
Temblaba de la cabeza a los pies. No corrió por no llamar la atención, pero se moría de ganas de llegar y vaciarlo todo sobre la cama.
Lo que descubrió lo fascinó. Decenas de joyas, primorosamente ajustadas en estuches y fundas, se desparramaron por la deslucida colcha. Varios fajos (muchos) de billetes de cien y cincuenta le nublaron la vista. Y un folio doblado por la mitad captó rápidamente su atención. No se pudo reprimir y lo leyó. Se trataba de una carta, una carta de amor, de cariño, de súplica, de disculpa. La firmaba Pablo, su amigo Oklahoma. En ella manifestaba su amor y explicaba que no era tarde, que las cosas se habían torcido, pero que tuviera paciencia. Por lo visto Herminia no la tuvo, pero el hecho de que guardara ese testimonio indicaba que no lo había olvidado y que quizás se sintiera culpable. Culpable de la posición que ocupaba ella y la que ocupaba el desafortunado Pablo.
Oklahoma accedió a pasarse por su casa. Algo así merecía discreción. Volvió a colocar todo en la bolsa y se la entregó a su amigo en cuanto llegó. Moregón se vio en la penosa obligación de contemplar como el pobre hombre lloraba a moco tendido al releer el manuscrito, tantos años después. Una vez serenado, giró la vista hacia Moregón, que ocupaba la posición aledaña en la cama y le dijo, «¿Te apetece un viajecito?». Moregón no entendía a qué se refería. «Tú y yo nos vamos a ir de esta mierda de sitio y compraremos una vida decente en otro lugar. Hasta que el dinero se acabe, luego ya improvisaremos. Eso lo sabemos hacer muy bien, ¿no crees?».
Y así es como Moregón y Oklahoma salieron de ese estercolero. A dónde se dirigieran carecía de importancia. La felicidad no la iban a comprar, pero mientras pudieran, alquilarían un poquito de dignidad, se desprenderían de la miseria que los había acompañado las últimas décadas y con un buen lote de sales jabonosas, productos para el cuidado personal y agua caliente se enfrentarían a otra etapa de su vida, ni mejor ni peor, sencillamente diferente.
FIN