Los zapatos de tacón y el iceberg
Te compadeces de ellos, sometidos a artefactos propios de la Inquisición. Forzados a adoptar posturas imposibles. Echas de menos la delicadeza de sus tobillos y la gracilidad con que descansa su cuerpo sobre las plantas. Las sandalias le quedan muy bien. Añoras el modo tan delicado de su cadencioso caminar.
Deslizándote a través de sus piernas la recorres hasta alcanzar su cuidado peinado. No pierdes detalle de su rostro, mancillado por el maquillaje; de sus ojos, tristes de tanto suplicar que les permitan ver más allá; de sus orejas, con sobrepeso de ferralla, emulando a los Dayaks; de su cuello perlado de colgantes exentos de perlas; y de su boca, oculta por el carmín que sepulta su sonrisa franca y serena.
Y si ella, persona ecuánime y sensata, se conduce por los senderos marcados por la mayoría, secunda estereotipos de los cuales es complicado huir, logras entrever la complejidad de la sociedad que te toca sufrir.
La falta de frescura, de naturalidad, de todo lo que deseas en ella no es más que la punta del iceberg. Una descomunal mole de posturas glaciales, inamovibles, tan enraizadas en el fondo de los mares, que flotan y flotan a través de los tiempos, pero que siempre están ahí.
FIN