En verano hace mucho calor

Un matrimonio. Recién casados. Enamorados. Se querían. En ellos reinaba la paz y la armonía. Las pequeñas disputas representaban minúsculas anécdotas.

Los dos trabajaban. No coincidían en los horarios, lo que provocaba ratos de encuentros fugaces. Por el contrario, el poco tiempo de que disponían para compartirlo lo disfrutaban al máximo.

Transcurrían jornadas de estío, de sofocante e implacable calor. Ella comenzaba el horario de verano, que le permitía afrontar con ociosidad gran parte de la tarde. Él no gozaba de esa suerte.

Un martes, mientras comía, Romina fue a buscar la jarra de agua a la nevera. «¡Qué raro , no está! Ah, ya la veo aquí encima de la mesa. Alguien la acabó ayer y no se acordó de llenarla y meterla en el refrigerador». Estaba casi segura de que ella no cometió el descuido, pero no le concedió mayor importancia.

Pasados unos días se volvió a encontrar con lo mismo. Por la noche comentó a su marido que se acordara de llenarla y guardarla en el frigorífico,  que era muy desagradable llegar a casa y no poder beber agua fría. Valentín aseguró que siempre reponía la jarra y que una cosa así era difícil que se le pasara por alto. Como se querían y en ellos florecía el amor, lo sucedido no pasó a mayores y obviaron el incidente.

La escena de la jarra vacía volvió a repetirse eventualmente. Como un virus maligno, la obsesión se apoderó de ella.

No podía creerlo, o su marido padecía de amnesia o se negaba a reconocer la evidencia. Esa misma tarde volvieron a tratar el tema. Valentín se enfadó por ser acusado de algo que ignoraba. Ella razonó que sólo vivían dos personas en esa casa. «¿Estás segura de que no has sido tú?» —apuntó él. No reconocer semejante nimiedad la comenzó a molestar.

Esa noche  discutieron de verdad, se emplearon a fondo; y no hicieron las paces ni mucho menos.

Al día siguiente la jarra otra vez vacía. Ella adoptó una actitud beligerante, muy alejada de la necesaria diplomacia. Constató que el diálogo no servía de nada. Sin apenas apercibirse, crecieron en su interior unas incontenibles ansias de venganza.

«¿De qué forma podré molestarlo?», se preguntaba . Necesitaba planear algo, algo tonto, algo rutinario que llevado a cabo una vez no se apreciara, ni dos, ni tres, pero que reiteradamente llegara a fastidiarlo de tal modo que no pudiera remediarlo. Por mucho que elucubraba no lograba atinar con el medio de su desquite.

Compró una jarra en la que escribió Romina, la llenó y la guardó en una bandeja de la nevera. La antigua la situó vacía con el nombre de él, junto a la nueva. Al llegar por la tarde del trabajo no daba crédito a la escena, las dos jarras vacías sobre la encimera. Tachada de la lista la vía conciliadora, se imponía una apostura contundente. Él había iniciado una guerra y la iba a tener.

La imagen reiterada de las dos jarras vacías fuera la desbordó. Como plausible remedio a su ira, optó por un camino intermedio, hacer uso del hielo. Sin embargo, las cubiteras las encontraba vacías en la fregadera cada tarde. ¿Cómo era posible tanto retorcimiento? ¿Qué alimentaba esa conducta irrefrenable?

Puso una olla llena de agua a calentar y esperó pacientemente a que Valentín llegara del trabajo.

Después de un rato oyó la puerta.  «Cariño ven un momento por favor, tengo una sorpresa para ti». Valentín acudió con desconfianza.

Lo sorprendieron dos fuertes sartenazos, uno en la cabeza y otro en la cara. Cayó inconsciente al suelo. Lo alzó con esfuerzo y lo sentó en una silla. Sacó de un cajón una consistente cuerda y lo ató sin contemplaciones. Fue a la cocina y regresó con la olla, rebosante de agua hirviendo. Le inclinó la cabeza hacia atrás y le ajustó un embudo en la boca. Poco a poco fue vertiendo el contenido en su garganta. Al momento despertó y comenzó a mover la cabeza. Todo lo que no caía dentro le salpicaba en la cara, con lo que el dolor resultaba más intenso. Ella sonreía y canturreaba, «¿Qué hay mejor en un día de verano, con cuarenta grados a la sombra, que un poquito de agua del tiempo? , je, je» «Bebe cariño, bebe, tu amorcito siempre cuidará de ti cómo mereces».

Se volvió a desmayar, tan intenso era el dolor.

Cuando acabó de meterle los cuatro litros entre pecho y espalda, le colocó la perola (todavía caliente) de sombrero.

Sin volver la mirada, se dispuso a bajar al bar de la esquina a tomarse un merecido refresco.

FIN

Autor: Miguel Angel Salinas   
 
 
                                                                           
Volver arriba