¡Y no volváis tarde!

¡Y no volváis tarde!

 

Josemari asoma la cabeza al pasillo. Comprueba que no hay moros en la costa y lo cruza en pijama con paso firme, en diagonal, hasta alcanzar el baño. Una vez dentro, se sienta en la taza y desea con fruición y deleite que todo lo que expulse de su cuerpo vaya acompañado con incrustaciones y tropezones humanos. Imagina la bella escena de limpiarse el trasero, subirse los pantalones, estirar de la cadena y comprobar cómo sus suegros son arrastrados por los excrementos hacia las cloacas, hacia el infierno. Él los saludaría y diría adiós con la mano, del modo más hipócrita del que fuera capaz.

Al acabar de satisfacer sus necesidades más primarias, vuelve a repetir la misma cautela de asomar la cabeza y cruzar apresuradamente a su habitación.  Al introducirse en la cama despierta a Maribel.

—¿Te he despertado cielito?

—No amor, llevo un rato pensando.

Josemari se gira y coloca el brazo izquierdo sobre el cuerpo de Maribel.

—¿En qué pensabas?

—Que deberíamos ir a la compra. Esa nevera está que da miedo.

—Pero si fuimos anteayer.

—Ya, pero hoy es sábado y habrán traído ya esas codornices que tanto gustan a mis padres.

Josemari, cada vez que su amada esposa proponía lo que fuera en favor de sus padres, se ponía como una moto.

—¿No te apetece que nos arreglemos y salgamos a comer por ahí? Podríamos luego dar un paseo e incluso ir de tiendas. A ti te encanta ir de tiendas.

—No me apetece dejar solos a mis padres.

—Pero Maribel, entre semana están solos casi todo el día.

—Pues por eso, prefiero hacerles compañía.

A Josemari le llevaban los demonios por dentro, la sangre le hervía y le sudaba la frente cada vez que ella se colocaba de parte de los suegros.

—Cielito, tan solo me apetece  disponer de un poco de intimidad de vez en cuando.

—Ahora estamos solos.

—No me refiero a eso, y lo sabes. Desde que vinieron a vivir aquí, nuestras vidas han cambiado. A peor, me atrevería a decir.

—Eres un exagerado.

—No, no lo soy, en absoluto. Cada cosa que hacemos debe de contemplar primero a tus padres. Que son buena gente, no digo que no, pero yo no me siento a gusto teniéndolos aquí. Ya lo sabes, lo hemos hablado otras veces.

—¿Y qué quieres, que los eche ahora?

—No se trata de echarlos, se trata de buscarles una residencia, que fue lo que deberíamos de haber hecho cuando los desahuciaron de su piso.

—Yo no tengo valor para cometer semejante tropelía.

—Déjalo en mis manos, a mí no me tiembla el pulso.

—Ni hablar, tú los hechas mañana mismo.

«O esta misma tarde», pensó Josemari.

La mañana transcurrió según lo previsto. Salieron a comprar las codornices y alguna otra cosa más, comieron y luego se colocaron en torno a la televisión para “disfrutar” del canal favorito de la suegra Avelina, Tele 5. Josemari y el suegro (Ramón) dormitaban roncando estentóreamente. Maribel alternaba la lectura de un Hola con comentarios que simulaban escandalizarse ante tal o cual vida del famoso de turno. Avelina asentía, soltando de vez en cuando un «¡Sinvergüenzas!» sin venir a cuento.

Josemari, en un momento dado, todo sudoroso, se levantó a picar algo a la cocina. Maribel, desde que mantuvieran esa tensa charla en la cama, andaba preocupada por su marido. No le faltaba razón a sus quejas. Fue a su encuentro y simulando que buscaba algo, soltó de sopetón y de un modo un tanto fingido.

—¿Quieres que salgamos a cenar esta noche?

A Josemari casi se le atraganta un trozó de pan con paté. Cuando se recompuso, acertó a responder.

—Claro que si cielito. Claro que me apetece.

Maribel fue a comunicárselo a sus padres. Les soltó un sermón acerca de lo que deberían o no hacer si algo  ocurriese. Ramón seguía durmiendo y Avelina continuaba con su perorata sin sentido, «¡ya le daría yo a ese, ya!».

 

Mientras Maribel se acicalaba en el baño, Josemari ya compuesto, fue a esperarla al comedor. Ramón lo miraba de hito en hito y Avelina con reprobación.

—Esos zapatos están sucios, anda a cepillártelos.

Josemari respondió que los acababa de cepillar. En un abrir y cerrar de ojos, apareció Avelina con un trapo y una lata de betún.

—¡Repásalos!

Josemari pensaba que eso no estaba pasando. Por no oírla, para que se callara, le hizo caso. Se descalzó y volvió a cepillar los ya lustrosos mocasines.

Mientras lo hacía, Avelina se acercó y comenzó a atusarle el pelo.

—¿Qué pensará de ti Maribel si te ve así, desastrado y sucio?

Iba a contestar una impertinencia, pero Ramón no le dio tiempo. Como por arte de magia le tendió un billete de veinte.

—No vayas por ahí sin dinero. A las mujeres hay que impresionarlas.

Cuando se pudo desembarazar de ambos, salió al pasillo y se situó al lado de la puerta. Necesitaba urgentemente alcanzar la calle.

Maribel lucía muy elegante. Avelina y Ramón  dieron su aprobación desde el otro extremo del pasillo.

Mientras cerraba, Josemari pudo oír con meridiana claridad la voz de su suegra,

—¡Y no volváis tarde!

Josemari detestaba a esa familia. A sus cuarenta años le resultaba humillante necesitar consentimiento alguno para salir con su mujer.

 

No se levanta un día sin que recuerde con amargura aquella pregunta, «Cariño, ¿qué te parece que mis padres vivan con nosotros?».

Y no se acuesta una noche sin maldecirse por la trágica respuesta, «perfecto, cielito».

 

FIN

Autor: Miguel Angel Salinas   

 

¡¡Suelta lo que llevas dentro, desahógate!!
 
                                                                 
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