El inspector Castro llevaba horas sin salir del despacho. La burocracia lo asfixiaba. Convencido de que dedicaba más tiempo a cumplimentar informes que a investigar, le molestaba cada una de las líneas que plasmaba sobre el papel. El inclemente tiempo parecía ser lo único reconfortante en esa funesta mañana. Le despertó la fuerte lluvia a las cuatro de la madrugada y ya no volvió a conciliar el sueño. Se levantó al baño y de regreso a la cama, no dejaba de dar vueltas, inquieto. Beatriz lo abrazó por la espalda para infundirle calor y quizá una pizca de sopor, pero no lo logró. Se levantó y la besó tibiamente a la vez que le susurraba que se iba a la oficina. Ella debió de pensar que estaba loco, salir de casa a esas horas, pero mientras se dormía reconoció que era lo mejor. Así no la desvelaría y de paso aprovecharía el tiempo en algo.
A eso de las once, decidió tomar un receso. Necesitaba pasear y oxigenarse. La comisaría se ubicaba en las inmediaciones de la plaza Mayor, detrás del ayuntamiento. Esa zona, infestada de bares y restaurantes, satisfacía la demanda de los cientos de funcionarios que trabajaban en los edificios gubernamentales colindantes. Entró en uno al azar tras haber caminado diez minutos y ponerse como una sopa, debido al viento racheado y a su precario paraguas. Pidió un café y se acomodó en la esquina de la barra, simulando que leía un periódico. Lo abrió por la página de sucesos. El titular lo obligó a cerrarlo: «La policía todavía no ha dado con el paradero del preso fugado de manera misteriosa de la prisión provincial». Las semanas pasaban pero la sombra de ese caso inconcluso aún lo atormentaba.
En la rutina del inspector se cumplía ese refrán que dice que “un mal con otro se cura”. En su caso significaba que un caso se olvida con el siguiente y este con el siguiente y así hasta el infinito. El día anterior había pospuesto la visita a un piso del Casco Viejo. Les notificaron el asesinato de un joven de veintiséis años, presuntamente por su implicación con el trapicheo. Decidió no demorarlo más. Volvió a la oficina en busca del informe y se dirigió a casa de la víctima. Aunque la distancia que lo separaba se podía cubrir caminando en veinte minutos, prefirió coger el coche. Seguramente luego iría a su casa. Se encontraba agotado.
El Casco Viejo de Corlan es una zona muy variopinta. En un reducto tan pequeño, conviven elegantes edificios con historia, sobre todo los que rodean la plaza del Mercado, con otros bastante echados a perder, alejados de dicha plaza, casi en el perímetro del barrio. Lo recibió una desconsolada madre (más tarde se enteraría de su viudedad), la cual lo hizo pasar al salón con amabilidad. El inspector declinó tomar nada y entró directamente al meollo, realizando las preguntas de rigor. El inspector conocía al dedillo las delictivas ocupaciones de su hijo y al parecer ella las ignoraba con la misma profundidad. El inspector sabía con exactitud la razón de su muerte, ella no, y lo único que pretendía obtener de la entrevista era un conocimiento de los movimientos de su hijo la tarde anterior.
Como suponía, la visita resultó fútil. No se desanimó, pensó que no podía ser de otro modo en un día de perros como ese. Al bajar por la escalera se topó con un muchacho de unos dieciséis o diecisiete años. Lo paró y le enseñó la placa. El inspector notó como se tensaba e instintivamente se tocaba el bolsillo derecho de su pantalón. Le preguntó por el joven muerto del 4º, Juan Cruz, y el adolescente aseguró no haber intercambiado palabra alguna con él. El inspector no se lo tragó y advirtió que sabía más de lo que aparentaba. Le dijo (más bien le ordenó) que al día siguiente se personara en comisaría para tomarle declaración. El chaval, muy nervioso, volvió a jurar y perjurar que no lo conocía. Entonces el comisario utilizó la carta que escondía debajo de la manga de su raída chaqueta, «si no quieres que te pida que me enseñes lo que guardas en el bolsillo, más vale que te persones en comisaria mañana. Vente por la tarde, así no pierdes las clases». El chaval, Jonás Cepeda, prometió que allí estaría.
A las tres del día siguiente, el inspector recibió una llamada. Un joven preguntaba por él en recepción: «Que suba». El chaval asomó la cabeza como temiendo que un tsunami lo devorara. El inspector lo hizo pasar y le ofreció asiento frente a él. Lo conminó para que le contara todo lo que sabía de su vecino. El testimonio de Jonás resultó tan exhaustivo como certero. No se apartó ni un ápice de lo que el inspector suponía. El malogrado Juan Cruz no era más que un camello. Y ocurrió lo habitual en esos casos. Consumía más de lo que vendía y el dinero de las ventas lo destinaba a su vicio. Ese círculo sinfín lo llevó a acumular una abultada deuda, a recibir varios avisos y a la postre, a acabar como acabó. Jonás le compraba para sus propios trapicheos. Aseguró que lo hacía, que había metido la cabeza en eso simplemente por ayudar a la familia. Poco a poco fue entablando confianza con el inspector, seguro de que no lo encausaría y le narró cómo se desarrollaba su día a día. El inspector Castro quedó horrorizado. Este es un retazo de su relato:
…un día cuando llegué, estaban poniendo la mesa para cenar.
Para cenas estaba yo. Subí a mi cuarto y me encerré. Debía de terminar sin falta el trabajo de literatura que propuso el profesor sobre la familia, lo que esta aportaba a nuestras vidas.
Escribí sobre mi madre, alcohólica y ludópata; sobre mi padre, un maltratador demente en paro; sobre mi hermana que se prostituía para sacarnos adelante; sobre mí que trapicheaba cada tarde en el barrio con la misma noble intención.
El profesor no hubiera creído una sola palabra de no haber sido cliente mío y de mi hermana.
Esa última frase, lapidaria, cruel y brutal, provocó un silencio que se podía haber cortado con un cuchillo. El inspector Castro le pidió el nombre del profesor, lo visitaría más adelante. De momento, no quería saber nada más del asunto. Pidió a Jonás que le firmase la declaración que efectuó sobre su vecino y se despidió de él.
Antes de que cerrara la puerta le rogó que dejara su actividad delictiva. No le gustaría verse en la obligación de citarlo otra vez. Por el rictus que adoptó adivinó que le obedecería.
Apenas hubo desaparecido, se levantó, se puso la vieja americana , el abrigo y el sombrero. Necesitaba ver a su familia, necesitaba dormir y sobre todo, comprobar que su hogar distaba años luz de entornos como los que lidiaba en el trabajo, de hogares como los de Juan Cruz y Jonás Cepeda.
FIN