Una visita a Pancracio

El Sábado por la mañana solía representar lo mejor de la semana para el inspector Castro. De no llevar entre manos algún caso espinoso, podía disfrutar del fin de semana de una manera cercana a lo placentero. Acostumbraba  levantarse de la cama a la par que Beatriz. Gustaban de mantenerse acurrucados uno al lado del otro, sabiéndose despiertos y decidir en un susurro cariñoso que ya era hora de mover. Desayunaban y tras el rutinario acto, el inspector se refugiaba en su estudio, bien apoltronado en su sillón de lectura, retomando un último capítulo; Beatriz en cambio se disponía a despertar a Lucía y a Paola. No consentía que holgazanearan hasta tarde en la cama. El inspector Castro, consciente de que la paz en su hogar se presentaba como un hecho aislado y efímero, se deleitaba en su soledad hasta que un grito bien de las niñas bien de su mujer le hacía perder la concentración.

Beatriz le recriminaba a menudo, muy a menudo, que no metiera baza en el asunto, que dentro de su responsabilidad de padre figuraba la de poner orden en el comportamiento gamberro de sus hijas;  hijas de ambos, apostillaría Beatriz. Y lo cierto es que el inspector Castro carecía del carácter suficiente como para domar y doblegar a sus criaturas. Beatriz se preguntaba a menudo cómo había conseguido llegar a inspector con esa falta tan palpable de carácter. El inspector Castro cuando notaba que la tensión dentro de la casa le resultaba insoportable, rayando lo peligroso, fingía una llamada de comisaría y salía en estampida. Por lo general decía que a la hora de comer estaría de vuelta, pero no siempre ocurría así.

Al abandonar la urbanización donde vivía, se mentía a si mismo repitiéndose que un paseo en coche lo aliviaría, quizás un paseo por el centro de la ciudad. Pero sabía que ese ardid no funcionaría. En casos de pesadumbre y desolación solía visitar a un detective privado que conociera años atrás en el transcurso de una investigación. Pancracio, que así se llama el detective, vivía en un barrio diagonalmente opuesto en el mapa de Corlan. Como no le resultaba agradable recorrer los intrincados vericuetos del centro, tomó la circunvalación.

La casa de Pancracio le dio envidia desde el primer día que la visitó. Las vistas desde allí ofrecían una majestuosa panorámica de la ciudad y el jardín, cuidado con gusto y esmero, un atractivo lugar en el cual pasar horas de asueto. Se encontró con Almudena sujetando una rebelde madreselva a la valla.

—¡Inspector, qué sorpresa!

—Hola Almudena. ¿Qué tal todo? ¿Está Pancracio?

—Sí, debe de andar por algún lugar de la casa. Entre y busque.

—Gracias.

El inspector Castro entró con cierta familiaridad al hogar del detective. Oyó ruido en la cocina y llegó siguiendo su rastro. Se topó con la hija de Pancracio, Nadia.

—Hola Nadia, buenos días.

—¡Inspector! Cuánto tiempo sin verle.

—Cierto, cierto. Han pasado meses diría yo. Le debía una visita a tu padre y se me ha ocurrido acercarme —mintió de modo pueril.

—Espere que voy a ver dónde para. Creo que por arriba arreglando una persiana.

—No quisiera ser una molestia.

—Usted nunca molesta —lo soltó de manera sincera—. Seguro que se alegra de verlo.

Al poco apareció Pancracio limpiándose las manos con un sucio trapo.

—Inspector, vaya sorpresa. Venga, venga, vamos al salón, seguro que tiene mucho que contarme.

Lo dijo mirando a su hija, en clara señal de que deseaban estar solos. Nadia era muy de involucrarse en conversaciones y casos de su padre sin ningún tipo de pudor ni recato.

—Siéntese, por favor. ¿Es muy pronto para beber?

El inspector Castro consultó su reloj de pulsera; marcaba las doce.

—No sabría decirte.

—Claro que no lo es. Guardaba una excelente botella de brandy para una ocasión especial. ¿Qué le parece si la abrimos?

—Bueno, no sé…

—Sea, no se hable más.

Pancracio sirvió el brandy en dos adecuadas copas y se acomodaron cada uno en un sillón. Pancracio conocía a la perfección al inspector. Cuando acudía a su casa el fin de semana algo le rondaba por la cabeza, algo le torturaba. Necesitaba desahogarse y el protocolo de desarrollaba de modo parecido en cada encuentro. Hablaban de esto y de aquello, de temas trillados, tópicos y, de esa forma, el inspector iba engranando con la verdadera preocupación que lo había arrastrado hasta allí. Que en realidad solía no ser una, sino varias, todas, la vida misma.

El inspector rumiaba un caso que dieron por cerrado meses atrás. No representaba nada nuevo el dar carpetazo a una investigación por hallarse en vía muerta, por carecer de pruebas, testigos, indicios o por cualquier otra circunstancia.

Anne Ilarramendi, una carismática, enigmática y polifacética multimillonaria denunció la muerte de su hermano. Todo apuntaba a causas naturales, pero ella creía que no. Contrató a Pancracio para la investigación.

Pancracio oculta información al inspector, sin excepción. Se escuda en la confidencialidad con su cliente. El inspector le hace ver que dicha información podría ser clave para desenredar la madeja. Pancracio asiente y le jura y perjura que no le esconde nada. Ese es el juego profesional habitual entre ellos.

Las sospechas recaían principalmente en la viuda de su hermano. La policía no llegó a atraparla tras perseguirla por media Europa. Al final fue encontrada muerta en Francia. El inspector Castro juraría que Anne Ilarramendi utilizó su potencial económico para localizarla y matarla, que  ejecutó a la viuda con una probabilidad cercana al cien por cien.

Pero no le importaba. Tampoco le molestaba que Pancracio le mintiera y ocultara pruebas. Apreciaba otros valores en el detective, uno la relación personal que mantenían. Y otro, ese difícil equilibrio que  sabía conservar con dignidad. ¿Qué balanza podría medir  el peso exacto que debe de tener la justicia, la moral y la ética? ¿Qué balanza lograría equilibrar lo qué hacemos y lo que deberíamos hacer?

El inspector Castro, mientras debatía todos estos puntos con Pancracio y saboreaba el exquisito licor, dudaba de su profesionalidad. Él, como policía, debería de defender las leyes establecidas y el protocolo de manera férrea. Pero como ser humano no soportaba que un delincuente, asesino o ladrón quedara impune de su merecido castigo. ¿Hasta qué punto debía permitir que las Annes Ilarramendis repartidas por el mundo se tomaran la justicia por su mano? ¿Debería de alegrarse o por el contrario tendría que investigarlas a su vez?

Y lo que le carcome no es la duda. Acaricia la convicción de que los culpables deben de pagar, eso lo tiene claro. Quizás por eso le guste visitar a Pancracio, conversar con él. Dejarse agasajar, de manera inconsciente, no es más que manifestar su aprobación. Significa dejarle entrever que él, un inspector de policía, conoce que Pancracio, un detectivucho privado, encubre a una persona que se tomó la justicia por su mano.

Pancracio, plenamente consciente del significado de esa visita, vuelve a llenar la copa del inspector.

 

FIN

 

Autor: Miguel Angel Salinas   

 

¡¡Suelta lo que llevas dentro, desahógate!!
 
                                                             
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